no vivo si me ignoras.
Quiero que escuches mi lamento,
ahora que tus huesos ya no me hablan,
que la sal de tus mejillas
hace tiempo cristalizó
ahogada por los males de una tierra
que te ansiaba en su regazo.
No he podido continuar tus pasos,
tu camino es empedrado y agreste,
y mis pies son solo vástagos
de una estirpe adormecida.
Quizás si hubieras inundado tu forja de vida
tendrías aún un suspiro tímido,
la mirada perdida en el infinito más lejano
y desnuda el alma en tu capilla.
Ahora, recupera el recuerdo,
renace con tu frente altanera,
tu cabeza erguida,
los bolsillos repletos de paja,
de tierra, de poesía.
¡Escúchame! no te escondas lejos de mi mente,
no huyas de mi locura,
sabes que soy tu súbdito y esclavo.
Soy ese cuerpo pesado e intranquilo
vagando por las memorias
que dejaste ancladas
en el puerto de tu corta vida.
Deseo hablar contigo,
necesito hacerlo,
tranquilo, distendido,
sentarme a tu lado bajo esa higuera
que te refrescaba y daba cobijo;
bajo ese techo oriolano de color azul cielo
donde estornudabas sangre de versos
y amamantabas de dolor, lucha,
cebolla y belleza,
los llantos de tu polluelo.
Si quieres, podemos jugar a los acertijos,
adivinar las lunas de tu peritaje,
perdernos en su fantasía.
Luchar ahora que sopla el viento con furia,
como cuando agarrabas ese puñado de tierra,
tantas veces labrada por aquellos niños yunteros
que jugaban en un parque equivocado.
Todavía chilla el pueblo,
pero sigue sin oírse su voz,
no resuena, no retumba,
apenas brama.
Tu viento, tan justo y asesinado,
arrastró tu palabra, tu cuerpo,
a esa tierra que aún llora
la sed de tu derrota,
apagando la voz de la esperanza.
Hoy, en el umbral de mi locura,
permanece un viejo sillón,
carcomido, cansado, paciente,
en espera de recibirte en su consuelo,
para así, alimentar el vacío de mi tormento.
¡Vuelve, Miguel! ¡Vuelve!
que aún sigues vivo en mi recuerdo.
