la sillita de Joaquín
Moderador: Hallie Hernández Alfaro
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la sillita de Joaquín
Las horas del velatorio son, por poder comprobar que el difunto esta bien muerto, sin poder resucitar, pues se dieron ciertos casos en que la persona muerta se incorporara en su lecho, acarreando buen susto a aquel que le creía muerto.
Y fue uno de esos casos, que le pasó a dos amigos que de chico tuve yo. Y que ahora les recuerdo citando esta narración.
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En tiempo de mi niñez, tuve amistad con dos niños, eran Joaquín y Miguel, mis dos pequeños amigos.
Joaquín, debido a la polio, andaba en silla de ruedas, pero tenía alegría, era sonriente y amable, poseedor de una risa cual cascabel contagiable.
Miguel era un tanto malo, era también muy risueño, resultaba muy humano, aunque padecía un mal, el de un corazón cansado. Su madre volcada en pena, le pretendía aportar la salud que le faltaba procurando el no llorar, quería engrosar sus carnes y le solía forzar a que comiera bastante, para así hacerle engordar, y el cabezón del Miguel, suficiente que ella diera para él no querer comer.
Hubo un día en que los dos por comida discutían, su madre que le forzaba para comer dos filetes y él que sin querer ninguno, y su madre le decía: ”te vas a comer los dos”. Y él: “me como solo uno”, “que no, que serán los dos” “que no, que me como uno”.
Tal era la discusión, que al pobrecito Miguel le falló su corazón, con espasmos de agonía, con expresión de dolor, le envolvió una alferecía y como muerto quedó.
Cuanto lloró aquella madre, pues por su culpa perdió a ese hijo de su sangre, que tan pequeño murió, por querer solo un filete y ella quererle dar dos.
Pues bien, la noche del velatorio, con Miguel sobre su caja, con cuatro cirios encendidos, vestido con su mortaja, desesperados los padres, una gran pena lloraban. Se acercaron los vecinos, tratando de consolar esa pena que el destino les obligaba a cargar; entre ellos estuve yo y Joaquín sin su sillita, pues al no poder meterla en tan estrecha salita, lo sentaron sobre un banco apoyado en una esquina, mientras seguían los llantos del resto de la familia.
Los cirios gimoteaban con su cera derretida, lágrimas por aquel niño que murió de alferecía. Sobre las diez de la noche, cuando todo oscurecía, se incorporó de la caja el muerto mientras decía: “me como uno”. Como corrieron las gentes, se estorbaban en la puerta, con gritos en la garganta y la cara descompuesta, cual conejos asustados dejaron la madriguera, solo se quedó Miguel, sentado sobre su caja gritando: “Me como uno”, con plena voz de garganta.
Y junto a él, el Joaquín, apoyado en la esquinita y, con lágrimas en los ojos, a su amiguito decía: “Me vas a comer a mí, por no tener mi sillita, pues de tenerla yo ahora, ya me daría mis prisas,
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Saludos cordiales y gracias por compartir.
"He guardado la Luna en los cajones
por si vuelves de noche que te alumbre;
no te tardes, papá, que sin la lumbre
de tu amor no se encienden los fogones.'"
Esta cárcel sin ti, Ramón Olivares
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