La camisa colorada
Moderador: Hallie Hernández Alfaro
- Óscar Distéfano
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La camisa colorada
Una vez, Tati, el más pequeño de nosotros, al observar a una persona que caminaba por el medio de la calle, a unas seis o siete cuadras de la bocacalle donde estábamos perdiendo el tiempo, exclamó:
—Allá viene Gaona —mientras levantaba el brazo para indicárnoslo.
—¿Por qué lo decís? —le espetó mi hermano.
—Porque trae la camisa colorada.
Nos reímos. Era cierto. Cuando se acercó un par de cuadras pudimos comprobar que se trataba de Gaona, y que Tati tenía unos ojos de lince. Y era cierto también que Gaona siempre vestía una camisa colorada. Con el tiempo pudimos comprobar que no era una sola camisa la que tenía, sino varias, pero todas eran coloradas. Exigía a su madre que le comprara sólo camisas de ese color; odiaba las camisas que no eran coloradas.
En los primeros tiempos, cuando pasaba frente a nuestra casa, no pudimos darnos cuenta de su anormal comportamiento, ya que, indefectiblemente, lo hacía acompañado de su madre y, el muy astuto, se ubicaba al otro lado de la luna materna, donde sólo podíamos divisar sus grandes zancadas, mientras se agarraba con fuerza del brazo de la corpulenta señora.
Justamente, el hecho de que caminara escondido detrás de la falda, impidió que nos percatáramos de que siempre vestía una camisa colorada, detalle que no se le escapó a Tati. Por eso nos reímos y quedamos admirados de la sagacidad de la observación de nuestro primo.
Ese día, Gaona, insólitamente, venía solo. Nos llamó poderosamente la atención, y nos dispusimos a esperarle, a verlo pasar, a estudiarle, a radiografiarle, a tratar de comprender (o constatar) la timidez que creíamos formaba parte de su personalidad, en contraste sorprendente, ahora, con el temerario arribo sin protección materna. Y queríamos ver, también, cómo sortearía pasar frente a nosotros, solo, cómo se las arreglaría para vencer lo que nosotros considerábamos su enorme timidez. La expectación fue creciendo a medida que Gaona se acercaba a nuestro grupo. Sus largos pasos, sin estirar del todo las piernas, se hacían más patentes y patéticos ante nuestros ojos.
—¿Por qué camina así? —dijo el siempre curioso Tati.
—Y seguro que tiene algún defecto, algún problema en la pierna —dije yo.
Los tres estábamos absortos en el caminar de Gaona. Veíamos cada detalle de los raros movimientos de sus articulaciones. Por momentos, el silencio parecía insoportable; entonces, alguno de nosotros hacía algún comentario sobre la camisa colorada que se acercaba con los pasos rígidos de un robot con el fin de eliminar la tensión.
Cuando estuvo a media cuadra de nosotros nos fue posible observar con cierta nitidez los rasgos de su cara.
—¡Miren, se ríe! —casi gritó, Tati, esta vez sin levantar los brazos (Gaona estaba ya muy cerca, y nos miraba, no dejaba de mirarnos, y sonreía con la persistencia de alguien que está muy feliz porque posee algún tesoro guardado).
—“El hombre que ríe” —dije yo, recordando la novela que los tres habíamos leído.
—Es cierto, ¿por qué se reirá el pelotudo?
—Y no deja de mirarnos. Vamos a decirle que no nos mire más, y si no nos hace caso, le garroteamos —era Tati. Su propuesta no nos disgustó. También, mi hermano y yo, empezábamos a sentir rabia contra el tipo. Enojo, porque no se sentía intimidado ante nuestra presencia, porque no tenía ni una pizca de miedo. Lo normal era que se cagara de miedo. Éramos tres, y le mirábamos fija y seriamente, desafiantes, como esperando algún pedido de permiso para usar nuestra calle, o que utilice su cobardía, que el desgraciado se arrugara en su timidez para pasar. Pero, no, nada de esto sucedía; el muy tarado se acercaba con la naturalidad de un animal que se siente fuerte y seguro y sin hambre. Nos acercaba su risa y su camisa colorada, sin complejo alguno, como si fuésemos pigmeos ante el paso de un elefante. Por supuesto que la indignación y el asombro se apoderaron de nosotros, y nuestra propia conciencia se reía también de nosotros, al sentirnos tiesos, inmóviles, sin entender qué mierda nos sucedía.
Por fin, Gaona, llegó a unos veinte metros, seguía caminando por el medio de la calle (de tanto en tanto tropezaba, levantando pequeñas nubes de polvo); nosotros nos encontrábamos en la vereda. Yo estaba sentado en el saliente de la ventana, Tati, en el cordón de la vereda, y mi hermano no quería sentarse, estaba recostado en la pared de la casa.
—Miren, no deja de reírse —dijo, Tati, con voz casi inaudible. La verdad es que, además de intrigarnos, la risa nos desconcertaba, no sabíamos qué hacer. Sólo se nos ocurría mirarlo perplejos, extrañados, queriendo comprender esa maldita sonrisa.
Cuando estuvo ya, prácticamente frente a nosotros, su sonrisa pareció intensificarse. ¡Eso era el colmo! Y encima nos miraba más fijamente que antes. Sus ojos eran grandes y negros como los de una vaca, y su mirada también parecía la de una vaca: tenía una mezcla de mansedumbre, curiosidad, la posibilidad de un cierto peligro, la convicción de que no le haríamos daño.
Lo que yo pensé en aquel momento fue que, si se hubiera tratado de un chico con las mismas características físicas que Gaona, pero sin su sonrisa, hacía rato que nos hubiésemos burlado de él, riéndonos de buena gana de su ridícula forma de caminar y mover los brazos (como si estuviese en una marcha).
Luego sucedió el hecho que nos sacó de nuestras casillas. Gaona nos observaba, indistintamente, a cada uno en especial, y para cada uno de nosotros tenía una risa también especial, diferente. La risa más grotesca fue para Tati, y éste se puso rojo de furia. Se levantó, y se dirigió resuelto a enfrentarse con Gaona.
—Cuidado —le susurré yo—, puede estar armado, puede llevar alguna navaja.
Tati desaceleró, pero no dejó de avanzar. Gaona no se detuvo, seguía caminando con una parsimonia que exasperaba. Entonces se puso frente a él y lo agarró de la camisa.
—¿Por qué carajo te estás riendo de nosotros? —le dijo, esperando la más leve razón para descargarle un puñetazo en la cara. Tenía el puño de la mano derecha bien apretado.
—Nosotros —respondió Gaona como un eco. Y seguía riéndose.
—Dejá de reír, idiota —le amenazó Tati, mientras levantaba lentamente el puño cerrado.
—Idiota —respondió el eco. Y seguía riendo.
En el momento en que Tati, descontrolado por la insolencia, estuvo a punto de descargarle el golpe, yo me percaté de que el de la camisa colorada no estaba en sus cabales. Siempre fui el más tranquilo, el más controlado de los tres. Ésta habrá sido la razón por la cual pude ver la absoluta idiotez que sufría Gaona.
—No, no le pegues —le grité a Tati—. No te quiso decir eso. Él repite siempre las últimas palabras. Repitió lo que dijiste, nada más.
—nada más —dijo, a su vez, el eco.
—¿Ves? No está bien de la cabeza. Dejále.
—Dejále.
—Es cierto —dijo Tati, mientras le soltaba la camisa y daba unos pasos atrás—, está loco.
—Loco —dijo el eco.
Cuando Tati volvió junto a nosotros Gaona se alejaba ya, con sus zancadas de pinocho, su risa que se volteaba todo el tiempo y su camisa colorada.
Al comprobar que Gaona era tonto, nos relajamos, y nos reímos de la desmedida importancia que le habíamos dado al hecho. Le llamamos “El Tonto”, después de habernos cerciorado de su tara. Ya ninguno le dijimos Gaona, le cambiamos el nombre; su nombre completo pasó a ser: “El Tonto de la camisa colorada”.
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¿ Acaso cabe esperar un diálogo distinto tratándose de niños?
Hace dos días viniendo yo del trabajo escuché a un niño que venía detrás decirle a su abuela, que su mamá le había dicho que en su clase había un niño con retraso:
- Yo todavía no se quién es, me estoy fijando pero no me doy cuenta quién va retrasado. A lo mejor cuando hayamos dado más clases lo descubrimos
-Quienes lo descubrís
-Los otros niños
Por un momento me paré a pensar el lío que el niño tenía con el retraso. La abuela no supo cómo deshacer el entuerto aunque lo intentó, pero se vió claramente que no acertaba como. Yo continué a mi paso y no conozco más de la situación.
Aún hoy vivimos un entorno de oscurantismo en cuanto a los niños con problemas. En España estos niños se escolarizan normalmente entre los de su generación, y el problema no son ellos sino los que les rodean. Hay palabras que no se pueden mencionar entre ellas- diferentes. Yo pienso en cambio que es el término que debería utilizarse, ni mejores ni peores, sino diferentes. Del mismo modo que hay rubios y morenos, ojos negros y azules, altos y bajos... del mismo modo que no hay dos niños iguales, todos los niños son diferentes.
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Diferente, en el caso de Gaona, ausente también de la calle y sus peligros, de límites y códigos. Duele mucho el vivo retrato que has hecho del pibe; manejas muy bien la perspectiva de los tres observadores que contemplan y adaptan su conducta al escenario desconocido.
Abrazo y felicitaciones, compañero.
"He guardado la Luna en los cajones
por si vuelves de noche que te alumbre;
no te tardes, papá, que sin la lumbre
de tu amor no se encienden los fogones.'"
Esta cárcel sin ti, Ramón Olivares