RELATO. Concurso "Ramón Ataz": La visión de Eloy.

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Arturo Rodríguez Milliet
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RELATO. Concurso "Ramón Ataz": La visión de Eloy.

Mensaje sin leer por Arturo Rodríguez Milliet »

De súbito, como suelen suceder las cosas que marcan un cambio definitivo en nuestras vidas. Así fue como apareció por primera vez. A tempranas horas de la madrugada, cierre de la predecible rutina de un día cualquiera; en la penumbra de mi habitación luego de haber releído infructuosamente el mismo párrafo del libro de cabecera de turno, inequívoca señal de que el sueño comenzaba a vencerme.

Antes de dar en la cama ese último giro con el que me disponía a dormir, me sentí asaltado por una inquietante sensación que me resultaba remotamente conocida, como liberada de los más tempranos y nebulosos registros de mi memoria. Esa parte de la infancia de la que borramos algunos recuerdos para quedarnos sólo con lo que nos permita referirnos a ella con la bucólica frase de “yo fui un niño feliz…”.

Todo se desarrolló en precipitados segundos. Primero fue la sensación de saberme observado, fijamente observado, por una extraña presencia que profanaba la intimidad de mi habitación, la que -a consecuencia de la persistente soledad de los últimos años- se había convertido en mi ermita.

Luego, me invadió una parálisis que congeló cada uno de mis músculos, ni siquiera mis ojos, que en ese momento miraban el perfil de mis rodillas semiflexionadas, pudieron moverse en otra dirección. Creo que tampoco habría querido hacerlo, me aterraba la idea de cruzar mi mirada con la de quien me sentía intensamente observado.

Una avalancha incontenible de sensaciones físicas me desbordaron a partir de ese instante; oleadas sucesivas de frio y calor recorrieron mi espalda, seguida por mis brazos y piernas, para terminar en forma de mínimas descargas eléctricas en mi cuello y cuero cabelludo; un rosario de pequeñas perlas de sudor comenzaron a correr por mi frente y gotear desde mis cejas hasta el pliegue de la sabana que cubría la mitad de mi tórax, el cual saltaba con latidos intensos, casi sonoros, generando una contradictoria y agobiante sensación simultánea de vacío y plenitud total. La respiración, corta pero acelerada, parecía cada vez más insuficiente. Un disarmónico concierto de fasciculaciones en mi abdomen me hacía sentir que cada una de mis vísceras se activaba en una suerte de máxima alerta.

En medio de este caos fisiológico, comenzaron a aparecer las primeras lecturas que mi cerebro trataba de dar a cuanto experimentaba el resto de mi cuerpo. Pero no dejó de ser más que un vano intento. Ante cada idea que pretendía dar sentido a cuanto ocurría, surgían nuevas oleadas de sensaciones físicas seguidas de las primeras emociones que comenzaron a aparecer tras unos interminables segundos.

Primero el aturdimiento, una percepción de irrealidad… de despersonalización. No podía distinguir si era testigo o actor de cuanto estaba ocurriendo, experimentaba una extraña sensación de lejanía de mí mismo. El entorno, en un instante lo percibía en extremo amenazante y al siguiente como ajeno y lejano. Y el silencio, nada podía aturdir más que ese silencio estridente.

En medio de este aturdimiento, mi cerebro logró emitir el primer mensaje coherente: “Tengo Miedo… ¡Terror!...” Acto seguido, la pregunta lógica que él mismo formuló por mí: “¿A que?...” No hubo tiempo para la respuesta, una nueva andanada de sensaciones imponían de nuevo la anarquía.

Transcurrió otra eternidad antes de culminar los primeros segundos y apareció un nuevo pensamiento: “¡Huye!...” Fue allí cuando se puso de manifiesto la primera disociación entre mi mente y mi cuerpo: el mismo mecanismo que congeló mis músculos, me impartía ahora la orden de huir. Muy bien… mi mente lograba identificar una dicotomía, primera señal de que se activaba el pensamiento racional, mi herramienta predilecta y por tantos años estudiada. Vano entusiasmo, sólo fue un simple destello antes del siguiente embate del caos.

Finalmente, los más diminutos músculos comenzaron a responder y mis globos oculares iniciaron, temerosos, la exploración de todo el entorno; hasta encontrar lo que más temía. Allí, al pie de la ventana, inmóvil, la silueta espectral de quien me observaba… con una mirada escrutadora, fría, inexpresiva, tan distante como profunda y cargada de preguntas indescifrables.

Tardaron los parpados en responder a la orden de cerrarse para borrar tan inquietante imagen, inútil esfuerzo, al abrirlos de nuevo el espectro adquirió aún más brillo, gracias a unas lágrimas que brotaron de mis ojos por el esfuerzo de cerrarlos más allá del simple parpadeo.

Vencido por la parálisis a la que nos condena algunas veces el miedo, opté entonces por mantener los ojos cerrados y, en un impulso primario, comencé a balbucear en mi mente aquellas oraciones que no repetía desde que era un niño, imploré con vehemencia primitiva por la heroica protección del ángel de mi guarda, el mismo que había sucumbido hacía tanto tiempo frente a mis convicciones agnósticas. Al percatarme de lo que hacía, comenzó mi habitual debate interno entre mis pulsiones primarias y el discurso de mi pensamiento racional. Por primera vez, en muchos años, ¡mandé a la lógica al carajo!... y seguí rezando.
No pretendo discernir ahora si lo que hice sirvió o no para algo, lo cierto es que lo único que registra mi memoria a continuación es un calor intenso en mis pies, producido por un rayo de sol que me despertaba al entrar por mi ventana.

Noche tras noche, aunque en menor intensidad, se siguió repitiendo el fenómeno. Unas pocas veces suscitado por la aparición de esa extraña presencia y las más de las veces, por el pertinaz pensamiento anticipatorio de que pudiera presentarse. Así fue como comenzó el implacable insomnio que ahora no me abandona.

Para el común de las personas este hecho podría resultar más manejable. Una gran mayoría, recurriría al recurso del pensamiento mágico. Otros, más sensatos, acudirían a la consulta de un psiquiatra ante el temor de estar perdiendo el juicio. Para mí, ambas alternativas estaban descartadas. Desde lo ocurrido, me sometí al más objetivo escrutinio de mis funciones mentales y al estudio de toda condición que pudiese explicar un fenómeno alucinatorio; nada se correspondía con mi caso, mi sentido de la realidad permanecía intacto, en particular por el hecho de que mi raciocinio le restaba total credibilidad a lo que mi visión se empeñaba en reproducir.

Respecto al pensamiento mágico… ¡Ja! Quien conozca mis investigaciones y publicaciones a lo largo de tantos años al frente de la cátedra de Semiótica y Lógica aplicadas, sabría perfectamente que me resulta visceralmente imposible validar alguna explicación empírica o mágico-religiosa sobre cualquier fenómeno, fuese cual fuere.

Así pues, la ocupación de mis últimas semanas se venía centrando en tratar de dar una respuesta lógica, racional y coherente a cuanto me estaba ocurriendo y a verificar el pleno funcionamiento de mis facultades mentales. Con ese segundo propósito, comencé a promover -cosa totalmente ajena a mis costumbres- encuentros regulares con algunos de mis colegas universitarios o con mis más aventajados alumnos. En tales encuentros propiciaba complejos temas de conversación, aquellos que requiriesen del uso de la más aguda capacidad de abstracción y análisis. Lejos de tener un auténtico interés en tales conversaciones, mi verdadera intención se centraba en detectar el más mínimo gesto que pudiese reflejar extrañeza en mis interlocutores por cualquiera de las ideas que yo explayase. No observé nada distinto a la habitual receptividad, interés e incluso -porque no decirlo- cierta reverencia ante mis análisis.

Fue durante uno de esos encuentros cuando ocurrió el segundo incidente que dio un giro brutal a mi situación. Sucedió una tarde en un concurrido café cercano a la Universidad donde solía compartir las referidas tertulias con mis colegas y discípulos de la facultad. Al levantarme de la mesa con el propósito de dirigirme al baño, mis ojos se cruzaron, frente a frente y a unos pocos metros de distancia, con la mirada fija y penetrante de mi habitual visitante nocturno; sólo que ahora se presentaba con absoluta nitidez y a plena luz del día, escrutándome desde el extremo opuesto de la barra del café. Por un instante se interpuso en mi paso un mesonero que conducía a unos clientes a su mesa, al moverme rápidamente para recuperar mi ángulo de visión, el inquietante personaje había desaparecido. No había nadie en el rincón que ocupaba, ni se hallaba en ninguna otra posición cercana a la que hubiese podido desplazarse en el lapso del escaso segundo en el que le perdí de vista.

A duras penas y como pude llegué finalmente al baño, mis piernas, presa del pánico como estaba, apenas me respondían. No sé cuánto tiempo estuve allí, tratando de recuperar mi compostura, hasta que uno de mis alumnos, notoriamente preocupado por mi prolongada ausencia, se acercó a preguntarme como me sentía. Aproveché la circunstancia para justificar mi retirada, alegando sentirme repentinamente enfermo. No me sentía en capacidad de mantener mi ecuanimidad frente a extraños después de lo ocurrido. Así que fui a refugiarme a mi ermita, al menos allí podría pensar con más calma, sin tener que disimular ante nadie el terror que sentía.

Si, Terror. Algo nuevo percibí en esta visión. No solo el hecho de que dejó de restringirse a mi habitación y a las horas nocturnas, cosa que hasta ese momento me permitía manejar la hipótesis de un fenómeno hipnagógico. Tampoco estaba asociado al hecho -nada irrelevante- de sentirme más expuesto y vulnerable que antes. Había algo más que apenas pude percibir y no lograba reproducir claramente por lo breve de su aparición. Algo que, sin poder explicar cómo ni por qué, le daba un carácter aún más escalofriante a lo que me venía atormentando.

A partir de ese evento, mi afán por tratar de darle una respuesta racional a este fenómeno se exacerbó hasta límites obsesivos. Sólo mi trabajo al frente de la cátedra lograba distraer mi atención lo suficiente; en particular mis actividades en el aula de clases que requerían de toda mi concentración pues había desarrollado una dinámica totalmente participativa, en el mejor estilo mayéutico, que me obligaba a estar muy atento a las intervenciones de algunos de mis discípulos. Digo algunos porque, en efecto, no todos lograban adaptarse a la dinámica de mis clases y muchos de ellos permanecían en la actitud meramente pasiva de pretender aprender sin aprehender, es decir, llegar al nivel de la comprensión sin apoderarse del conocimiento.

Esta observación, que a lo largo de mis años como docente pude hacer sobre la actitud de los estudiantes, me llevó a establecer una analogía entre el aula y un tablero donde los alumnos se mueven como piezas de Ajedrez. Visto así, se entiende que en el aula abunden los “peones”, los que generalmente caen primero en la contienda, capaces de dar solo pequeños pasos hacia adelante sin dejar de aprovechar la ocasión de sacar de su camino, con un movimiento oblicuo, a cualquiera que inadvertidamente se coloque en tal posición, lo inquietante es que, de esta manera, he visto como muchos peones han logrado alcanzar el final del tablero para ostentar el poder de una Reina.

Por supuesto, exigen más de mi atención las intervenciones directas de mis alumnos “torres”, las oblicuas discrepancias de mis “alfiles” o las rebuscadas y engañosas propuestas de mis “caballos”, sin dejar a un lado obviamente, las brillantes aportaciones de una que otra “Reina” que ocasionalmente han jugado en mi “tablero”.

Sin embargo, hasta ese bastión de seguridad se vio asediado por mi nuevo enemigo, el terror. Sucedió hace apenas unos días, cuando aún faltaban escasos minutos para dar cierre a una de mis clases del último semestre. Estaba de espaldas al salón, terminando de desarrollar en la pizarra un gráfico que daba respuesta al ejercicio de lógica matemática que había propuesto para su análisis. En esa situación, me asaltó un repentino pensamiento: “está aquí, en mi aula”.

No voy a describir lo que experimenté en ese momento, baste con decir que fue algo muy parecido a lo que sentí la noche en que comenzó todo. La tiza quedó inmóvil sobre la pizarra, con tanta presión que se partió entre mis dedos saltando en pedazos hasta el piso. Paralizado nuevamente, incapaz de seguir escribiendo, mudo y de espaldas a mi auditorio, sintiendo sobre mi nuca una mirada fija que provenía directamente de un pupitre que había permanecido vacío durante toda la clase, pero ahora tenía la extraña convicción de que había sido ocupado por el hostil visitante.

Fue entonces cuando desde el fondo del salón, donde suele sentarse “el peonaje”, escuché una voz en tono casi imperceptible, haciendo una pregunta tan aguda y adecuada que me pareció propia de una “Reina”. Imposible que fuese formulada por alguno de mis anodinos peones y la voz no era de ninguno de mis estudiantes más participativos, sin embargo me resultó remotamente familiar. Me recordaba el timbre de una voz que había escuchado hace muchos años, cuando comenzaba a experimentar con la dinámica de mis clases y me di a la tarea de grabar los primeros ensayos para su ulterior análisis y perfeccionamiento. Era la misma voz que había escuchado reiteradamente en esas cintas. Mi propia voz.

En ese instante caí en cuenta de lo que tanto me había perturbado aquella tarde, cuando vi al misterioso visitante en la cafetería. A quien había visto o creído ver por una fracción de segundo, en el otro extremo de la barra, era una réplica exacta de mi imagen… ¿o se trataba de mi mismo?

Asaltado por ese pensamiento absurdo, mi angustia alcanzó niveles insoportables, inmóvil como estaba, frente a todos mis alumnos, en mutis absoluto, con una gráfica matemática a medio terminar en la pizarra, aterrado ante la sola idea de voltearme y temblando como un niño que recién despierta de su peor pesadilla. Mientras tanto, lo único que lograba identificar en mi pensamiento era la imagen de una sonrisa burlona reflejada en un rostro, mi propio rostro, mientras observaba mi patético comportamiento desde el extremo opuesto del salón, sentado en el pupitre que hasta hacía escasos segundos había permanecido vacío. Esa imagen, nítidamente representada en mi mente, terminó de descalabrarme y lo único que recuerdo a continuación son las extrañas figuras que la humedad había dibujado en las láminas del cielo raso de la enfermería de la facultad.

A partir de entonces no salgo de mi habitación, confinado a un encierro involuntario, con mis miedos como únicos carceleros. Inhabilitado totalmente por mi anticipación obsesiva de una siguiente aparición en público. Con la nueva y atormentante convicción de que lo que me venía acosando era una escisión de mí mismo. Si antes me autoreprochaba al sorprenderme increpando a viva voz al inquietante intruso, ahora se apoderaba de mí el terror al percatarme que, con extraordinaria facilidad, caía en prolongados soliloquios donde le hablaba a un otro que resultaba ser yo mismo.

Vencido en mis vanos esfuerzos por recurrir a una lógica o racionalidad que me resultaban cada vez más escurridizas, se me ocurrió darle a mi extraño visitante una identidad propia, una suerte de malabarismo intelectual del que me valí para tolerar su presencia y ahuyentar así, mi miedo a la locura. Igualmente, deje de hablarle, ¿o hablarme?... y me di a la tarea de comenzar a escribirle… o escribirme… ¡Lo que sea!

Como un recurso de lógica, decidí identificarlo como mi yo inverso. Si toda la conciencia del sí mismo se apoya en El Yo, a quien pretendía representar como mi inverso se me antojo llamarle Eloy. Así, con esta reflexión, comenzaron mis descarnadas cartas dirigidas a Eloy, a esa parte de mi esencia que por alguna razón decidió escindirse de todo aquello en lo que me había convertido. A continuación muestro la primera de esas cartas.

Eloy:

Así, a secas, sin siquiera un trato de cortesía. Para eso tendría al menos que conocerte, y apenas si logro percibirte, como esa sombra siempre fugaz que desaparece al saberse buscada. Trato por esta vía de confrontarte, de materializarte, convirtiéndome en tu remitente.

La reflexión a la que me has obligado me llevó a entender que siempre había intuido tu presencia. Allí, oculto, dejándome escurridizos rastros… apenas perceptibles. Mi yo inverso… Eloy.

Amo de mis deseos inconfesables, espía de mis insatisfacciones, pastor de mis olvidados sueños, estratega del sarcasmo, apuntador de mis ignoradas intuiciones, motor de mis escasos impulsos, atorrante bufón de mi ecuanimidad, velador de mis tumbas, cómplice de mi rabia contenida, compañero de celda de mis pasiones, saboteador secreto de mi conciencia, artífice de la imprudencia, señor de mi negada audacia, caricaturista de lo imposible, frustrado promotor de aventuras jamás emprendidas, inquisidor de mi buen juicio, ahuyentador de la más mínima cordura… ¿Te describo bien?

¿Que quieres de mi Eloy? ¿Por qué vienes a mi encuentro ahora? Justo en el momento en que me preparo a esperar mi vejez convencido y conforme de haber logrado un propósito de vida. Precisamente ahora te presentas para torturarme cómo lo hace un niño cuando finalmente logra atrapar a un insecto…

Ahora decides aparecer con toda la intensidad de tu furia… para devastarme, para reinventar mis miserias, para medir mis minúsculas proporciones humanas, para sentenciar mis logros, para fracturar mi lógica. Justo ahora decides confrontarme atacando inmisericordemente lo más emblemático y preciado de mi auto representación: la racionalidad.

¿Cómo revelarme? ¿Cómo desconocerte con el simple pretexto de que eres mi cara oculta?... oculta de mí mismo…

El Yo.

Otras cartas han seguido a esta primera. Demasiado íntimas para compartirlas aquí. En esto me he convertido en los últimos días, en un aislado y atormentado remitente de un mudo interlocutor epistolar: Eloy. Cordial enemigo. Inescapable compañero de celda. Implacable sensor. Cadalso de muchas de mis rígidas convicciones. Mi antagonista endógeno. Eloy, mi yo inverso. Mi imagen especular…

¿Mi imagen rebotada en un espejo?…

Mañana… mañana mismo, pondré una cortina a la ventana de mi ermita.

Tal vez… sólo tal vez.
Administración Alaire
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Segundo Premio de Relato Ramón Ataz 2013
Guillermo Cumar.
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Casi una novela de terror rondando por la autobiografía de un fantasma.

Merecido el premio y mi más sincera enhorabuena.

un abrazo
Cuanto más alto subes
más dura es la caída.
E. R. Aristy
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Estimado Arturo,

Vuelvo y digo, deberían haber dos primeros premios. Tu visión de Eloy contiene el arquetipo del misterio del ser humano, el asiento de las más atrincheradas emociones en la identidad personal. Desarrollas hábilmente el relato, mantienes al lector sintiendo por el narrador y a la vez curioso por saber de Eloy. Sorprendes al revelar que es una dualidad, uno mismo. Se puede decir mucho de ésta visión, pero por ahora sabemos que su calidad es literaria, y de eso se trata, de comunicar creativamente la exploración del ser. Te felicito a muchos niveles. Un abrazo,ERA
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Arturo Rodríguez Milliet
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Guillermo Cuesta escribió:Casi una novela de terror rondando por la autobiografía de un fantasma.

Merecido el premio y mi más sincera enhorabuena.

un abrazo

Muy agradecido Guillermo por tu consecuente y siempre generosa presencia. Un fuerte abrazo.
Te presento a mi padre, el que está a su lado es mi hijo.
Si los sumas y divides entre dos, obtendrás su promedio...
ese soy yo. Mucho gusto!
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Arturo Rodríguez Milliet
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E. R. Aristy escribió:Estimado Arturo,

Vuelvo y digo, deberían haber dos primeros premios. Tu visión de Eloy contiene el arquetipo del misterio del ser humano, el asiento de las más atrincheradas emociones en la identidad personal. Desarrollas hábilmente el relato, mantienes al lector sintiendo por el narrador y a la vez curioso por saber de Eloy. Sorprendes al revelar que es una dualidad, uno mismo. Se puede decir mucho de ésta visión, pero por ahora sabemos que su calidad es literaria, y de eso se trata, de comunicar creativamente la exploración del ser. Te felicito a muchos niveles. Un abrazo,ERA

Mil gracias E.R.A. por tus muy generosos comentarios,
es un honor para mi saber que mi relato te llego de tal manera.

Un muy afectuoso abrazo.
Te presento a mi padre, el que está a su lado es mi hijo.
Si los sumas y divides entre dos, obtendrás su promedio...
ese soy yo. Mucho gusto!
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