
A veces qué pocas necesitamos para rayar a dúo con el alma la niebla del invierno, limpiar la sombra de las fechas, negar la miseria del que pierde o dibujar un ramillete de alegrías. Las palabras son frágiles, muy frágiles, pero transportan la semilla del pensamiento. Las encendemos para que alguien nos vea, para que no nos olviden.
Sé de una que madura con el tiempo. Yo le oí a ella decir; qué tal si nos vamos tú y yo solos, no tengo humor para escribirte pero podemos hablar, te contaré lo que aún no he escrito; tengo pocas amigas y sólo con las que me importan comparto gustos comunes. Soy la palabra que a cada cual traigo los ojos que le amaron. Me gustaría comenzar algo contigo. Y quiero darte versos, continuar la crónica que jamás dejé en el papel. Quiero ser pensada y recordada con tu minuciosa delicadeza de solitario, en otra ciudad, en una calle distinta.
Raro, muy raro estar dentro y fuera de lo nombrado, saberse lejos de las palabras y estar siempre recienmuriendo en ellas. Mas mirándolo desde dentro; ¿las palabras tienen alma? En general, no lo sé. Se dicen o se callan. O lo dicen todo a la vez o nada en absoluto. Pienso que únicamente la poesía hace que el placer de la palabra circule hasta la médula de nuestros huesos. Me pregunto qué tendrá de invierno la palabra para que se abriguen todos los nombres con su nombre. Puede que haya un lugar en la memoria donde soplen ráfagas de sueños sin que el corazón lo sepa y allí la palabra se inmola en verso donde debiera hacer frío. Sería como un suicidio imaginario porque la palabra ama la vida más que a nada – aunque la frase fuera “estoy rota, deshecha de nostalgia”- brotaría siempre intacta. ¿Puede pedirse más?
Sé de una palabra que es de dos. La he visto brotar de un deseo. Yo le oí a ella decir; he nacido de considerar como posible un deseo, atravesando lo que urgía buscar. Una mujer que me necesitaba me encontró vaciando el vacío de lo eterno. Todo en mí es un pájaro que está batiendo las alas, cada letra tiene vida, hay suficiente en mí como para contener dos sueños. Al final de la palabra descubrí una pequeña gruta y entré en ella completamente. La mujer estaba allí y yo dejé que mi alma perdiera toda su soledad.
Andamos entonces con la palabra en los bolsillos y la mente abstraída. Monologando con nostalgia metódica y aburrida. Nuestro interior no es nada más, ni lo será nunca, que el reflejo de todo lo que podamos transmitir con nuestra voz, con la mirada, con los gestos, con las manos y a varias caricias de distancia, con la palabra.
Y cuando las palabras ígneas se pierden en el tiempo, las arrastra al espacio crepuscular, convirtiéndolas en alegorías de sueños. Subyacen limpias bajo el manto de los deseos, concebidos en la conciencia donde se engendra el pensamiento.
Palabras que se extienden más allá del eco; avanzan y no se detienen en los recovecos de las dudas, ni en las fauces que pretenden postergarlas. Cruzan, cuál caminante, las sendas racionales e irracionales, invirtiendo en ocasiones su orden natural y en otras, caminando en paralelo, apreciando una vendetta, entre la palabra y el deseo.