Entonces me desperté. La boca pastosa. El acre sabor, consecuencia de la sucesión de los malos y peores tragos de horas anteriores, dominaba mi atenazado sentido del gusto. Utilicé el pulgar derecho para alzar levemente el ala del borsalino por encima de la mirada y comprobar que estaba en mi destartalado despacho, con los pies plantados sobre la revuelta mesa de trabajo.
Afuera, en la negritud de la noche, sonaban las sirenas de los coches policiales; confirmándome que el delito nunca descansa.
Al otro lado del cuchitril que me servía de oficina —la mayoría de las noches también de improvisado dormitorio— una puerta traslúcida me permitía adivinar, con difusa precisión al contraste de la tenue luz que llegaba del corredor exterior, el texto rotulado sobre el cristal:

Mis enturbiados y somnolientos ojos aún se balanceaban en la primera curva de la o final, cuando el maldito teléfono comenzó a sonar estridentemente...
¡Coño! En ese momento sí que me despabilé de verdad: clamaba el puñetero despertador... las seis de la mañana. ¡Hala! a levantarse y a currar, como un verdadero campeón... Por los mocos de Djaggawul, que estoy hasta los mismísimos de ser un jodido currante.