La paranoia de Adán Reyes

Cuentos, historias, relatos, novelas, reportajes y artículos de opinión que no tengan que ver con la poesía, todo dentro de una amplia libertad de expresión y, sobre todo, siempre observando un escrupuloso respeto hacia los intervinientes.

Moderador: Hallie Hernández Alfaro

Avatar de Usuario
Óscar Distéfano
Mensajes: 10330
Registrado: Mié, 04 Jun 2008 8:10
Ubicación: Barcelona - España
Contactar:

La paranoia de Adán Reyes

Mensaje sin leer por Óscar Distéfano »

La paranoia de Adán Reyes

Después de un mal sueño, Adán Reyes despertó abruptamente, recordando que se había dormido desatendiendo su estado de alerta. Se sentó en la cama y, mientras se refregaba los ojos, volvió a sentir la misma inquietud que, durante los días anteriores, dominaba todos los pasos de su vida. Al volver a sentir, la poca esperanza que le quedaba se derrumbó. Ya no había forma de vencerla. La voluntad se había debilitado tanto, como la de esos hombres que para conservar a su amada deben esclavizarse a ella, que se acercaba a su inexistencia; y, por lo tanto, era mejor entregarse a su destino, para salvar una cierta paz interior, que le permitiera mantener un necesario equilibrio emocional.

La mujer seguía durmiendo ajena a la guerra interior que se había desatado en él, hecho que en cierta manera lo molestó. «¿Cómo es posible que no me acompañe en mis pesares?», fue lo que pensó. El mucho tiempo de convivencia y el profundo amor que sentía por ella, lo habían llevado a tan romántica pretensión, como si el yo de su mujer debiera estar soldado al de él. Más apesadumbrado, en consecuencia, abandonó la habitación conyugal y salió al patio. Las sombras persistían en el ambiente, que, sumada al silencio y al frescor de la mañana, acentuaban la tremenda sensación de soledad que lo embargaba.

Subió a la terraza cautelosamente, cuidándose de algún posible vecino madrugador que pudiera estar observándolo, sin razonar que el supuesto vecino, en todo caso, tendría que afrontar el mismo problema, como dos ladrones que se sorprenden uno al otro en medio de la noche. Una vez arriba, siempre agazapándose, escrutó la calle palmo a palmo, poniendo mayor atención en los rincones que permanecían en penumbras, buscando en esas sombras alguna figura humana que pudiera estar acechando la puerta de entrada a su casa. Pero no vio nada anormal, ninguna cosa que no estuviera en su lugar, nada que justificara sus últimos movimientos, por cuya razón se sintió un tanto estúpido y pensó: «Me estoy volviendo loco. Tengo que hacer algo para acabar con este problema».

Ya en la cocina se preparó un café bien fuerte. Necesitaba fumar y no le placía hacerlo en ayunas. Se cuidaba de no despertar a nadie. La atmósfera de la casa trasuntaba el mismo silencio de las catedrales o templos religiosos, donde el respeto al sueño ajeno se imponía; es decir que comparaba el mundo sagrado de Dios con el mundo onírico. Ambos mundos representaban para él realidades inescrutables que se debía respetar.

Después de seis días de vivir escondido en una casa que su mujer había alquilado en otro barrio de la ciudad, cuando surgió el problema, se cansó y decidió regresar subrepticiamente a su casa, acompañado de su mujer, para ver a sus hijos que quedaron al cuidado de sus abuelos, y a la mañana temprano, volver al escondite. Todo había resultado tal cual lo planeado, sin lograr, sin embargo, superar la tremenda preocupación que lo aquejaba. Todos sus pensamientos, dominados por una febril imaginación, se arremolinaban nuevamente en torno a la idea de la amenaza que se cernía sobre él. Lo que él pensó que sería un alivio, un abandono de la soledad, un disfrute de la compañía de su mujer y sus hijos (disfrute del calor familiar), fue, sin embargo, una incesante angustia que no le permitió un buen descanso, y lo sumergió en una soledad más grande aún: aquella que se siente a pesar de la compañía humana.

Debía volver a su escondite antes que la claridad se impusiera sobre la ciudad, antes que el amparo de la noche lo abandonara, para quedar a merced de la ávida curiosidad del vecindario. Y entre ese volver a esconderse hasta no saber cuándo, o abandonar la lucha para que de una vez termine la pesadilla, se debatía la duda de Adán Reyes. «Yo no nací para ser un fugitivo», pensó, mientras sorbía el último resto de su café. Estuvo un buen rato ensimismado, apoyando la cabeza sobre sus brazos, renegado de la rutina del destierro, hasta que, levantándose como un autómata, empezó a cargar un bolso con algunos comestibles enlatados y leche condensada, lo cual le alcanzaría para subsistir unos días. Significaba, entonces, que a pesar de la persistencia de la duda y el anhelo de afrontar abiertamente su problema, el instinto de conservación, dominando las profundidades de su espíritu, como un monstruo herido, lo hacía actuar, empujándolo hacia la irracionalidad.

Una vez en su guarida, luego de una controversial despedida de su mujer (ella deseaba volver a acompañarlo), a quien apaciguó y dejó las recomendaciones de rigor para mantener unida a la familia, después de asegurarse de cerrar bien la puerta, se creyó embargado de cierta tranquilidad; pero, muy rápidamente, se percató de que solamente se trataba de una sensación, de una embriaguez instantánea, que desapareció así como llegó, para sumirlo nuevamente en el fango de la cruda realidad.

Entonces, nada resulta como lo esperábamos, a pesar de todos los recaudos tomados, y debemos aceptar la vuelta del problema, como esas enfermedades que reaparecen después de un cierto tiempo, ver a la inquietud como algo ya nuestro, como una faceta más de nuestro carácter. Simplemente para evitar la lucha frontal y tapar la vergüenza de vernos débiles frente a nosotros mismos. Nos sentamos en un sofá a leer una revista; es decir, a engañarnos a nosotros mismos con la idea de lograr la concentración y así, con suma facilidad, olvidar el problema que nos aqueja y que domina nuestra vida. Pero, ¿cómo olvidar que estamos escondidos, que no podemos ir a ninguna parte, con las puertas bien trancadas y las persianas bajas?

¿Cómo podría, Adán Reyes, desentenderse de la semipenumbra del cuarto, del sofoco del ambiente, del cenicero lleno de colillas, y de la distancia que lo separaba de sus seres queridos? No. Era imposible. Un dolor constante y molestoso le había surgido detrás de la cabeza, a la altura del cuello; y este dolor, matemáticamente, por medio de sus pulsaciones, le obligaba a seguir pensando en su problema, buscándose así más dolor. Lentamente la situación se iba volviendo insostenible, como un buque que naufraga durante horas en medio de una creciente angustia y desesperación, y se acercaba el momento crucial de la definición, el momento en que no se podía ya dar las espaldas sino el pecho y la cara, con decisión. El pobre hombre no estaba preparado para sortear estos trances. Durante los veintinueve años de su vida, nunca había tenido la necesidad de esconderse, como así tampoco, nunca había estado preso. A causa de su romanticismo, o de un íntimo e inconsciente deseo de romper con la hipocresía de ese orden establecido que componen estado y gobierno, pero que no es sino el más grande invento del hombre: «las jerarquías, las clases sociales» lo habían llevado a transgredir sus leyes, a pretender forzar un cambio, y encontrarse ahora prófugo. El aislamiento absoluto que estaba soportando era el precio que estaba pagando.

A estas alturas de las circunstancias, se había apoderado ya de él aquella idea de: «Es mejor ir a la cárcel que vivir de esta manera.»

Se sentía cada vez más abatido, cansado, extenuado, deprimido, acorralado, y sus nervios lentamente empezaban a traicionarlo. Cualquier vehículo que pasaba frente a la casa —y más aún aquellos que se detenían en las cercanías—, lo hacían saltar del sofá, donde habitualmente se hallaba tendido. Siempre los mismos pensamientos. Se imaginaba a la policía viniendo en su búsqueda, acorralándolo como a un animal herido en medio del bosque, empujándolo hacia el paroxismo de la desesperación y del miedo, así como ellos saben hacerlo: convirtiendo la cacería en un espectáculo circense, en un deleite morboso para el populacho, a través de la prensa. Y posteriormente, el encierro en la jaula, el interrogatorio, la tortura…, sin proceso judicial, sin defensa jurídica.

«¿Y si trato de llegar a la frontera? Buscaré una nueva vida para Malvis y los chicos, lejos de todo este lío, que no entiendo cómo se ha creado, cómo pudo la policía saber sobre nosotros. Viviremos tranquilos, sin preocupaciones, como cualquier familia decente, ella cuidando de la casa y yo trabajando, ella cocinando y yo regando el jardín los sábados, jugando con mis hijos, dedicándoles el tiempo que siempre les he escamoteado. ¡Qué ciego fui, carajo, sacrificando mi vida por una causa social, buscando “la verdad” en confusos ideales, y ella, sin embargo, se encontraba tan cerca! ¡Debo huir, maldita sea! Pero, ¿cómo haré para llegar a la frontera? Es seguro que la policía lo tendrá todo controlado. ¿Y los chicos? Tendrán que abandonar sus estudios. Los parientes, los amigos, el arraigo, dejar todo para empezar de nuevo. Es muy difícil. Creo que ellos no se merecen este sacrificio por una irresponsabilidad mía. Y si me quedo y asumo de una vez por todas mi culpa, ¿cuántos años de cárcel me darán? El preso político en el Paraguay puede pasar lustros, décadas, enterrado en una mazmorra, sin abogado siquiera. ¡Diez años encerrado! Es demasiado tiempo. Mierda, no sé qué hacer. No, no debo ser atrapado. Debo seguir luchando. Debo seguir escondiéndome.»

Adán Reyes no podía conciliar un sueño prolongado; apenas, sí, podía dormir una o dos horas, y siempre despertaba sobresaltado ante el menor ruido que escuchaba. Para ese tiempo había renegado ya de su ideología, de su «aventura revolucionaria». Eso de que únicamente con las armas se puede lograr un cambio social, ya no se encontraba dentro de sus convicciones. Recordó a Mandela, a Gandhi, a Luther King; meditó sobre el Che, y llegó a la conclusión de que se había equivocado tontamente, ya que tontamente murió. Vivo hubiera sido más útil a la sociedad, aunque reconocía el legado romántico de su imagen que, como Cristo, dejó al mundo (aunque no lo haya premeditado) un ejemplo de valentía revolucionaria, que hasta hoy molesta mucho a los aplastadores de conciencia.

Pasó otro día: el séptimo, y las cosas seguían sin cambio alguno. El problema parecía eternizarse, como si el resto de su vida tuviese que soportar la semipenumbra de aquella casa y su soledad.
Como todos los días, con mucha prudencia, compró todos los diarios que se imprimían en la ciudad a un vendedor que pasaba muy temprano por ahí. En las páginas policiales, como los anteriores días, ninguna noticia apareció sobre él, como así tampoco, sobre sus compañeros que ya habían caído. “Ninguna maldita noticia. ¿Hasta cuándo va a durar esto?”

La ansiedad iba dominando lentamente su voluntad. En determinados momentos, sentía la desesperada necesidad de mandar todo al diablo, de abrir aquellas puertas con violencia y de salir corriendo a la calle, gritando a todo pulmón: «¡aquí!... ¡Aquí, la policía, a por mí! ¡Yo soy Adán Reyes, el prófugo! ¡Atrápenme de una vez!... ¡Ea! ¿Qué esperan idiotas?».

Después, el caminar nervioso por las dependencias de la casa, entrando al dormitorio, sentándose en la única silla que ahí se encontraba o tendiéndose en la cama tratando de relajarse, pero casi automáticamente levantándose, pues no podía estarse quieto más de un minuto. Se dirigía a la cocina, procurando comer cualquier cosa para distraer sus pensamientos. En el baño, se miraba en el espejo y su mente maldecía la esclavitud que vivía en aquel cuerpo, en el cuerpo marcado, condenado a la clandestinidad. No se sentía cómodo en ningún sitio. Y a la noche la situación se volvía más dramática, pues no se atrevía a encender las luces, debiendo soportarse a sí mismo insomne en la oscuridad. Además, el canto de los grillos le hería los oídos, lo cual no podía amortiguarlo con el sonido de su vieja radio pues temía llamar la atención de algún vecino. Por esta misma razón, tampoco podía usufructuar el patio de la casa. Pretendía aparentar su escondite como la casa de un hombre solo que trabaja y casi nunca se encuentra en ella, para evitar la familiaridad con la gente y no ser reconocido en caso que la policía haya distribuido su fotografía a los medios periodísticos.
«No creo que pueda soportar una noche más. Volveré esta noche a dormir con Malvis».

Adán Reyes miró su reloj y vio que estaban por dar las doce. «El noticiero del mediodía», pensó. Se levantó del sofá y fue a encender la radio. No pasó mucho tiempo para que el locutor anunciase las noticias policiales. Aguzó el oído y se dispuso a escuchar con atención. En un momento dado no quiso dar crédito a lo que escuchaba. Se trataba de una noticia que no lo esperaba en lo más mínimo. Los compañeros suyos que habían caído, por presión internacional fueron enviados por la policía a la cárcel, a disposición de la justicia ordinaria, acusados de atentar contra la paz pública y la libertad de las personas (ley 309, la más grave acusación que la dictadura consideraba en la lista de culpas políticas), y el informe policial no hablaba nada sobre él, pues lo lógico es que figure como cómplice prófugo. «No me delataron», pensó con súbita alegría. Adán Reyes, medio atontado aún por la gran noticia, se dijo a sí mismo con efusión: «soy libre, carajo. Puedo salir a la calle y volver a mi casa». La sorpresa de la noticia, la alegría repentina, La paranoia superada, el final de la tortura psicológica que estuvo soportando, el agradecimiento con lágrimas a aquellos compañeros caídos, fueron algunos de los sentimientos que produjeron en Adán Reyes un paroxismo emocional. Y en ese estado, después de recoger sus cosas, salió a la calle para dirigirse a su casa. El mundo le parecía ancho y desconocido. Unos chicos jugaban en la vereda, mientras caminaba silbando, con la libertad recuperada.

Cuando Adán Reyes intentó trasponer el portón de su casa, y mientras se hacía la promesa de que nunca más se volvería a meter en un problema parecido, una mano que le tocaba el hombro le hizo voltear el rostro.

—¿Es usted el señor Adán Reyes? —preguntó la voz inconfundible de un sabueso.

Se imaginó escenas de sus compañeros torturados, entendió porqué no había aparecido su nombre en los medios, mientras entregaba dócilmente las manos para ser esposado.


La compasión es la manifestación civilizada del desprecio.



http://www.elbuscadordehumos.blogspot.com/
Avatar de Usuario
Alonso Vicent
Mensajes: 2438
Registrado: Dom, 30 Ago 2015 16:07
Ubicación: Valencia

Re: La paranoia de Adán Reyes

Mensaje sin leer por Alonso Vicent »

Presos políticos y de la propia mente, prófugos de un sistema que obliga a la clandestinidad.
Me atrapó el relato desde un principio, aunque imaginase el final: Paraguay, Uruguay, Argentina, España… y sus años de dictadura y de detenciones y picanas.
Un placer leerte, Óscar, desde este refugio al anochecer de un domingo cualquiera.
Abrazo.
Avatar de Usuario
Rafel Calle
Mensajes: 24319
Registrado: Dom, 18 Nov 2007 18:27
Ubicación: Palma de Mallorca

Re: La paranoia de Adán Reyes

Mensaje sin leer por Rafel Calle »

Lectura recomendada en el foro de Prosa.
Avatar de Usuario
Ana García
Mensajes: 2966
Registrado: Lun, 08 Abr 2019 22:58

Re: La paranoia de Adán Reyes

Mensaje sin leer por Ana García »

Muy bueno este relato, Óscar. Has descrito con una limpieza total el sentimiento y el estado emocional de los prófugos de la justicia. Por aquí se están liberando documentos de hace más de 40 años. El otro día me mostraron uno en el que figuraba el nombre de 4 personas que habían estado pegando carteles a favor de los presos políticos y que por esa razón habían pasado por comisaria.
Personas que tuvieron que salir pitando de España so pena de ser torturados por pertenencia a grupos anarquistas, han vivido muchos años fuera, solos.
Creo que tu relato ha descrito con bastante claridad su situación mental, sus paranoias, sus pensamientos de que no merecía la pena sacrificar su vida por unos ideales, etc...
Me gusta leer tu prosa.
Te felicito.
Un abrazo.
Responder

Volver a “Foro de Prosa”