Novela: El amor en los años sesenta

Cuentos, historias, relatos, novelas, reportajes y artículos de opinión que no tengan que ver con la poesía, todo dentro de una amplia libertad de expresión y, sobre todo, siempre observando un escrupuloso respeto hacia los intervinientes.

Moderador: Hallie Hernández Alfaro

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Óscar Distéfano
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Re: Novela: El amor en los años sesenta (PP1,PP2...PP7)

Mensaje sin leer por Óscar Distéfano »

Ana García escribió:Voy por el capítulo 6 y creo que te va a quedar una novela muy lograda, es enorme el cuidado y la limpieza que tienes con el texto. Se nota el mimo, el detalle.
Pintas muy bien el sometimiento de aquellos tiempos, el uso de la belleza para hacer lo que se quiera y otros detalles que marcan una época. Años en los que la mujer se dividía en: casadas, solteronas o monjas. Parece que no había más historias que labrar. Claro está que luego estaba esa parte social, de libertad femenina, que se ocultaba a cal y canto.
Te sigo leyendo .

Esa predicción que haces sobre la novela me ha llenado de fuerzas para seguir y del deseo de no decepcionarte. Corrijo mucho. Quizás sea la razón de la limpieza (un dato que me sirve mucho). Me estoy adentrando en ese mundo que sentí (aunque muy joven) a través de mis mayores y de lo que he aprendido de las anécdotas que quedan marcadas en cada sociedad. También me ha servido el hecho de que soy amante de la poesía de esa época, principalmente la norteamericana (Bob Dylan, Allen Gisberg), de la de Alejandra Pizarnik y Borges, y de tantos otros poemas que retrataron intensamente la revolución social que había llegado. La mujer tuvo, según creo, un papel fundamental en el despertar de la nueva conciencia colectiva, ya que eran ellas las que más atrevidas se mostraban para romper las hipócritas normas, tanto en el modo de vestir como en los comportamientos de la seducción. Aunque es cierto lo que dices, en cuanto que mucho se ocultaba de los ojos del populacho, ante el peligro de la reacción emocional que provoca la ignorancia.
Para mí, Ana, es un honor que me leas. Te considero una persona inteligente, culta, y con un talento admirable, tanto para la creación como para la crítica. Así, pues, este proyecto, gracias a tu participación, ya no tiene marcha atrás.

Un saludo amistoso.
Óscar


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Óscar Distéfano
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Re: Novela: El amor en los años sesenta (PP1,PP2...PP7)

Mensaje sin leer por Óscar Distéfano »

capítulo 8 PP

La mesa estaba dispuesta de una manera sencilla, bien ordenada y limpia, con el mantel y las servilletas de hilo, blanqueados con lavandina y almidonados. La costumbre de respetar la ceremonia del almuerzo; es decir, el horario y las formalidades de la presentación, había sido impuesta por Soledad, y secundada con rigor aumentado por Reinaldo. Utilizando su riguroso mando familiar, exigía un sagrado respeto por el rito (perfeccionado meticulosamente a través del tiempo). Nadie podía sentarse a la mesa una vez que la comida se había servido; y todos, aun Cirila, debían presentarse a la costumbre diaria con pulcritud. (Reinaldo controlaba personalmente que nadie dejara de lavarse las manos y peinarse, antes de sentarse a la mesa.) Matilde era la única que se atrevía a transgredir estas normas paternas. A cada tanto se hacía presente con ropas de dormir y el pelo recogido a los apurones, exteriorizando su eterna rebeldía, sacándole el jugo a su condición de hija consentida, y echando leña en la turbulenta caldera de los sentimientos de su hermano Facundo. (Este tipo de pequeñas injusticias acrecentaba en el espíritu de su hermano la hostilidad que sentía por su padre.) En sus recónditos propósitos, Matilde desafiaba la autoridad paterna, porque buscaba inconsciente y persistentemente el desgaste machista que quería dominarlo todo. Le había penetrado ya la conciencia de desafiar al hombre en todo. A diferencia de su madre, a quien reprochaba su actitud de hipócrita sumisión, ella luchaba por la democracia familiar (en especial por la igualdad del hombre y la mujer, que ella no confundía con los postulados del feminismo extremo). No aceptaba que el hombre, sólo por ser hombre, ejerciese a sus anchas un poder ciego y caprichoso del hogar y del mundo. Odiaba una frase que le había oído decir a su abuela: «Al hombre hay que servirle; las mujeres nacimos para eso». Sus ideales nacían de la renovadora corriente que leía en las revistas extranjeras y en las alborotadoras emisoras de radio que pululaban en el país. Con algunas de sus amigas en el colegio de monjas ejercitaron ya la rebelión a los valores «caducos» de la sociedad.

Reinaldo, que ignoraba por completo la secreta historia del engendramiento, había sentido por Matilde una debilidad rayana en la indulgencia sin límites, en las cuestiones familiares y en el entorno de la casa; pero, esta debilidad suya por su «hija», de permitirle todos sus caprichos, duró hasta que ella cumplió los quince años, cuando Matilde empezó a conocer el «mundanal ruido», y quiso formar parte de la revolución que se gestaba en el mundo. (La lucha más áspera fue cuando su hija pretendió salir sola, sin la compañía de Facundo.) Desde ese momento de adolescente rebeldía, Reinaldo cambió su trato, convirtiéndose en un clásico padre celoso que quería controlar todos los pasos de «su niña». Pero sus sentimientos no habían cambiado: se habían vuelto protectores. Si ella se mantenía dentro de la órbita paterna, recibía más regalos que una diosa pagana; y en su adoración, nunca había reparado en la creciente antipatía hacia él que iba acumulando su hijo Facundo. Su pasividad para con ella violentaba la tolerancia que Facundo sentía por cada escena discriminatoria que presenciaba.

Facundo, aunque hacía un esfuerzo para no demostrarlo abiertamente a los ojos de los demás, el hecho se evidenciaba deplorablemente a través de gestos sarcásticos y débiles reproches. Evidentemente, su amor filial había desaparecido a causa de su espíritu rebelde y del comportamiento injusto de su padre.

Matilde se negaba con persistencia a tomar en serio la rudeza que su padre pretendía imponer. Se pasaba el tiempo desafiándolo, clavando con bromas y caricias «el corazón del monstruo», aprovechando con más obstinación aquellas oportunidades en que éste se encontraba atado de manos. Si no podía conseguir algo que deseaba, debido a la intransigencia de su padre, esperaba, solo esperaba, un tiempo prudencial y volvía al ataque. Su más grande triunfo fue haber logrado el permiso para que un noviecito del barrio llegara por ella, para visitarla oficialmente los martes, jueves, sábados y domingos. A diferencia de su hermano Facundo, era evidente la preferencia de su padre por ella.



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A una orden de Reinaldo (leve movimiento de cabeza), Cirila sirvió el almuerzo. Ese día, el ambiente estaba más distendido; se dejó de lado el estricto formalismo, principalmente en lo que atañía a la charla, quedando desplazada la solemnidad de los otros días. Como un oficial que permite la algarabía de su tropa, Reinaldo dio a entender que el relajamiento se hacía como homenaje a la boda (entiéndase bien: no en homenaje a Matilde sino a la boda).
El buen humor se apoderó de todos, incluso del sempiterno señor malhumorado; y en varios momentos de la conversación aflojó la adusta expresión de su rostro, sonriendo (¡oh, milagro!) más de la cuenta, como si de su comportamiento de ese día dependiese la impresión que su hija se llevaría de él. ¿Pretendía, acaso, en una sola actitud a las cansadas, borrar los años de proceder inflexible que casi ahogaron la adolescencia de su hija?
A la derecha de Reinaldo, que se sentaba (lógicamente) a la cabecera, se ubicaba Soledad; a la izquierda, Matilde (en una época ese lugar fue impuesto a Facundo; pero éste, con el correr del tiempo, fue haciendo lo imposible por alejarse de la proximidad de su padre, pues la incomodidad que sentía sentándose a su lado se le hizo penosa); más allá, sentadas una frente a la otra, y con la opción de ocupar cualesquiera de los dos lugares, se ubicaban las hermanas Teresa y Cecilia; y en la otra cabecera, Facundo que, gracias a su persistencia, había alcanzado la conquista de su pequeño trono. Cirila disponía de la libertad de sentarse a la mesa y almorzar con ellos, aunque con la obligación de levantarse cada vez que alguien requiriera su servicio.
Instalada al lado de Facundo, a quien le profesaba un gran afecto, porque éste le festejaba ruidosamente sus disparatadas salidas, Cirila aprovechó el buen humor reinante para romper el silencio.
—Matilde tiene que comer bien ahora, porque a la noche no deberá ya cenar —sonreía pícaramente, mientras observaba por el rabillo del ojo la reacción de Reinaldo. Sabía que, si no afloraba en él la contrariedad, sus palabras tenían el visto bueno, eran aceptadas, y la variación sobre el tema se consideraba un hecho.
—Es cierto –respondió Soledad, sin captar la doble intencionalidad de la idea. Ella simplemente pensó que Cirila se refería al estado emocional que dificultaría la digestión.
Teresa, guiñando un ojo a su prima, se sonrió, mientras pensaba: «no tía, no se trata de eso».
—Matilde tiene que viajar a su luna de miel luego de la fiesta, y si carga mucho el estómago, le puede caer mal —siguió Facundo con la broma, en tanto sonreía al observar que su madre seguía sin percatarse del real sentido del tema. Quedó serio cuando fue bruscamente interrumpido por la voz áspera de su padre.
—¡Basta…, basta de bromas ordinarias! —increpó a todos.

El comportamiento de su hijo era el que siempre le disgustaba más a Reinaldo. Una broma podía ser hecha por mil personas; pero, tratándose de Facundo, siempre le encontraba el lado del mal gusto, ya sea por el tono de voz, por los gestos, o quizá simplemente por la costumbre de pretender que el joven se mantenga como eterno actor secundario de la escena familiar. En verdad, le molestaba las ínfulas de figuración, el sarcasmo que empleaba, el cinismo de no respetar el deseo paterno de mantenerse callado y oscuro. Era un sentimiento que no podía (como tampoco quería) superar, tal vez porque, a esas alturas, se encontraba ya convencido de que su hijo había escapado del estricto sendero educativo que había pergeñado para él. «Este desgraciado no cambiará ya nunca», solía pensar. Facundo, por su parte, consciente de la animadversión de su padre hacia él, juraba que triunfaría en la vida sin ayuda ni orientaciones de su progenitor. «Algún día le haré tragar su rencor hacia mí».
—El matrimonio no es una broma —siguió Reinaldo—. Es una cosa seria. Significa que uno debe cambiar, quiéralo o no, asumir las responsabilidades que implica, el dominio de la voluntad —mientras iba desgranando sus ideas, parecía querer encontrar términos y frases que punzantemente le llegaran al hijo—, el ejercicio de la jefatura de familia; y, más aún, cuando lleguen los hijos, abandonar el egoísmo de seguir buscando los placeres miserables de la vida, solo para uno mismo (seguía mirando, ésta vez, oblicuamente a su hijo).
—Por eso yo digo —interrumpió Soledad—, que ellos no deberían tener hijos hasta tanto Carlos se reciba de médico.
Reinaldo quedó rojo de la indignación. Siempre reaccionaba así cuando su mujer lo interrumpía (cambiando de tema), hecho que permanentemente sucedía, ya que Soledad, dominada por el despiste, nunca dejaba de caer ingenuamente en la impertinencia. Y lo más simpático (que muchas veces hacía reír a todos) de este hecho resultaba de la anunciada caída en la misma circunstancia una y otra vez. Casi veinte años de lucha sostenida le fueron insuficientes a Reinaldo para corregir ese «defecto» de su mujer. La miró con severidad, como un profesor a un alumno maleducado, salpicando de tensión la atmósfera (hecho del cual, Soledad, o no se percató o se hizo la desentendida); pero, al cabo de pocos segundos, teniendo en consideración la efemérides que estaban viviendo, se propuso ser tolerante y dejar para otra ocasión el desagravio de su autoridad (ocasión que se perdería en otras ocasiones).
—Pero, mamá… —replicó Matilde— ¿Cómo puedes decir semejante cosa? Así como tú, yo tampoco querría programar la llegada de los hijos.
Las palabras de su hija inocentemente le abrían la vieja herida. Le perturbó recordar aquel embarazo, precisamente de ella, que casi le costó la muerte social. Sin embargo, consciente de que nadie más que ella en esa mesa conocía el vergonzoso secreto, pudo recuperar rápidamente su naturalidad.
—Bien —dijo Reinaldo, aprovechando el momentáneo silencio creado—, ahora quiero yo terminar de darle mis consejos a Matilde. Sólo me anima el deseo de reforzar lo ya aprendido por ella en esta casa y en el colegio, y estoy seguro que le servirán para su vida futura —se calló unos segundos para cerciorarse de que había ganado la atención respetuosa de todos. Luego, prosiguió:
—Como te decía, hija, más aún cuando vengan los hijos deberás asumir la responsabilidad. Además de voluntad, te hará falta paciencia, mucha paciencia, porque las exigencias son inacabables y diarias. No existe en nuestro sistema social — («empieza a filosofar», pensaba sarcásticamente Facundo) —, no existe una forma práctica de aprender los secretos del matrimonio. Nadie puede enseñarte cómo ser una buena esposa y una buena madre. Esos son aprendizajes que llegan a través de nuestra propia piel; experiencias que nos llegan luego de vivir la vida. Por lo tanto, hija, mi consejo es que busques siempre apoyo en las buenas costumbres, en el ejemplo de tu familia. Desde luego que no te librarás de los momentos de desazón. Debes ser consciente de lo difícil que resulta sortear los primeros años de matrimonio —«¿Años…?», pensó, escandalizada, Matilde—. En el periodo de adaptación deben congeniar dos personas que en el fondo son distintas, dos universos diferentes. Además —prosiguió, mientras observaba con cierta expresión irónica a su mujer, pues pensaba en la influencia genética—, ten en cuenta que tu propio temperamento no es un punto a favor de la armonía. A partir de esta noche, cuando seas desposada por Carlos, tendrás que hacerte de paciencia y buscar congeniar con el hombre que será tu compañero en la vida.
Durante el «sermón» de su padre, aprovechando las veces que éste miraba hacia el techo en busca de mantener la concentración, Matilde guiñaba maliciosamente un ojo a su prima Teresa, como diciéndole: «Qué le vamos a hacer, hay que soportarlo», y las dos se esforzaban por contener la risa. Evidentemente, esa idolatría que llegó a sentir por su padre, había disminuido notablemente en Matilde. ¿Las razones? La pérdida por parte de Reinaldo de su escenario en el cambalache de la evolución. Se comportaba como un conservador caprichoso, que pretendía mantener las reglas de la década pasada, negándose tan siquiera a reflexionar sobre los grandes cambios de todo tipo que se estaban sucediendo en el mundo.
Facundo, apresurándose para meter cizaña, en una búsqueda eterna por desestabilizar la omnipotencia de su padre, lanzó mordazmente esta expresión de doble sentido:
—Por eso no me voy a casar nunca. Estoy pensando en estudiar para ser cura.
—¡Ah, qué hermosa idea, hijo! Es la mejor elección de vida que un hombre pueda hacer. –Soledad creía ingenuamente que su hijo estaba hablando en serio.
Hasta Cirila dejó escapar una sonora carcajada, que se apagó rápidamente ante la mirada censuradora de Reinaldo.

Matilde se veía más hermosa que nunca. Sus verdes ojos parecían resplandecer con más intensidad en aquel soleado mediodía. Se parecía mucho a su madre, en las facciones del rostro, en ciertos gestos afectados, y en la sonrisa que le nacía fácil, natural; aunque, la educación mejorada, la picardía (de la cual carecía Soledad) para entender al vuelo las frases de doble sentido, y su naturaleza de joven exenta de grandes sufrimientos todavía, le brindaban una personalidad más interesante que la de su madre. Carlos debería considerarse afortunado de ganarse para esposa a una mujer que sería una permanente exhibición de belleza para sus privilegiados ojos; aunque, el hecho de la compañía de tan delicado ser, conllevaba, al mismo tiempo, un compromiso peligroso pues, como a las flores de un jardín, la duración de la belleza y la exhalación del perfume, dependerían exclusivamente del cuidado.
—El que no sepa observar las reglas de la sociedad —dijo Reinaldo, mirando —¡otra vez!— maliciosamente a su hijo—, jamás podrá formar una familia honorable. —Luego, como pareciendo recordar, prosiguió:
—¡Eh, Matilde!, ¿vivirán, finalmente, con nosotros?
Ella miró a su madre con complicidad, para luego responder con evasiva a su padre:
—Estamos en eso, papá.
Reinaldo entendió que era una aprobación, pero Matilde quiso decir que el tema estaba todavía en estudio.
—¡Matilde! —gritó Soledad, cuando ésta se dirigía hacia su cuarto—. No te olvides que a las tres tenemos que visitar al padre Giménez. A las tres tenemos que estar en la parroquia. A las tres en punto.
—Sí, mamá. No puedo olvidarme de eso.


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Creo que no he descrito todavía el lugar especial donde vivían Cirila y las primas en casa de los Miranda. Era una construcción en el fondo del patio (el terreno total era de quince metros de frente por cuarenta de fondo; así, pues, existía terreno suficiente para que Soledad apartara el hábitat de la «servidumbre» del de su familia.) con dos habitaciones, un baño pequeño, sin cañería de agua caliente (en invierno calentaban el agua en la cocina y se bañaban en palangana), y un área de lavandería y tendedero de ropas. En una de las piezas dormían las hermanas Teresa y Cecilia, y la otra le correspondía a Cirila. A veces, por las noches, se escuchaban las canciones a capela que Cirila entonaba cuando se sentía espiritual, necesitada del legítimo afecto de una familia biológica. En estos meses fue que ella tomó la decisión de presentarse en el concurso de canto que organizaba la emisora de radio Guaraní. A escondidas de Soledad se inscribió para participar con la canción mejicana La media vuelta. Desde un mes antes de la competencia, Cirila se pasó cantando todo el santo día esa música, una y otra vez, hasta tal punto que Cecilia (otra romántica empedernida) se aprendió la letra de memoria, acompañando también ella a Cirila en su locura repetitiva. En toda la casa retumbaban, todos los días previos a la competencia, estos edulcorados versos:

Te vas porque yo quiero que te vayas,
a la hora que yo quiera te detengo,
yo sé que mi cariño te hace falta
porque, quieras o no, yo soy tu dueño.

Yo quiero que te vayas por el mundo
y quiero que conozcas mucha gente,
yo quiero que te besen otros labios
para que me compares hoy como siempre.

Si encuentras un amor que te comprenda
y sientes que te quiere más que nadie,
entonces yo daré la media vuelta
y me iré con el sol cuando muera la tarde.

Hasta el mismo Reinaldo empezó a tararear la canción y a pronunciar algunos de los versos que más se le habían pegado, pero luego, faltando tres días para la competencia, se arrepintió y prohibió que Cirila y Cecilia siguieran cantando. A esas alturas, Cirila soñaba ya todas las noches viéndose en el escenario cantando y derramando mares de lágrimas que buscaban impregnar de credibilidad a su interpretación (y la verdad es que, el día del concurso, a una cantidad sorprendente de personas sensibles le corrieron lágrimas por las mejillas).
En aquel concurso Cirila encontró el primer gran amor de su vida (no correspondido) en un cantante que también participaba en la competencia. El hecho de enamorarse con tanta facilidad, cuando un hombre apuesto se fijaba en ella (ya sea de puro curioso), fue una debilidad de su carácter que la llevó a lo largo de su vida a tener nueve hijos de distintos padres todos.
El falso galán, al ver que Cirila (con seudónimo: Dorita Gómez), cantaba más que bien (única rival verdadera), apeligrando su opción, buscó seducirla con el propósito de manipularla para hacerla renunciar a la carrera. (Hasta los organizadores del concurso odiaban la idea de que una mujer morena, petisa y feúcha, ganara la competencia.); pero, Dorita, quien amaba más la música que a los hombres, prefirió cortar, ahí, en el instante, esa pasión que le regalaban (de cualquier manera, si ella perdía, el interés del hombre no duraría), y ganó el concurso dejando en segundo lugar a su despechado carilindo. Y hasta para sorpresa de Cirila, el hecho de haber ganado el concurso, de escucharse por la radio su voz en toda la ciudad, de haberse ganado una popularidad que excedió los pronósticos, el carilindo volvió a la carga, otorgándole el mejor premio: una tórrida pasión que duró lo que duró sus tres meses de fama, pero suficiente para hacerla ver el lado iluminado de la vida.


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Cuando Reinaldo no viajaba al aserradero y tenía que hacer oficina en Asunción, no rompía su rito de comer en ayunas dos dientes de ajo con una cucharada de aceite de oliva. Había leído, hacía años, que era un alimento con grandes beneficios para distintos órganos del cuerpo, como los riñones, la vejiga y el hígado; y asimismo, que beneficiaba el sistema circulatorio, muy bueno para mantener en equilibrio su presión alta. El problema que se creaba con esta costumbre era que Soledad no soportaba el olor fuerte que su marido despedía.
—Hoy hueles peor que nunca —le dijo Soledad, con sincera aversión por el olor que despedía su marido—. Generalmente, no suele ser así. ¿Acaso no masticaste la rama de perejil? ¿Tomaste tu vaso de leche?
—¡Claro que sí! Quizás fueron dientes muy grandes o de alguna planta muy bien abonada los que consumí.
—Es que ese olor a azufre te sale por los poros—siguió quejándose ella.
—Mira, Soledad —le dijo él, hace más de quince años que consumo ajos en ayunas, y no entiendo cómo no has aprendido a tolerarlos. Te he dicho desde hace años que deberías tú también acostumbrarte a comer ajos. Aporta numerosos beneficios para la salud, principalmente, en tu caso, para eliminar los problemas nerviosos, para combatir la depresión y elevar tus defensas.
—Estás loco. Es muy desagradable su olor. Solo me gusta en las comidas.
—Bien, bien, mujer… Agregaré yogures para combatir el mal olor.
Este tipo de conversación habrán tenido ellos incontables veces. Él seguía consumiendo todos los días sus dientes de ajo, y ella a cada tanto le reclamaba su mal olor. Quizás a Soledad, ese continuo reclamo le servía para convertir esa costumbre en una «debilidad», así como hacen muchas esposas ante un marido que tiene el vicio del tabaco o el alcohol, para hacerlos sentirse en falta y negociar en desventaja algún antojo material.

Reinaldo, para no «molestar» a Soledad, se levantaba temprano, preparaba su mate que sorbía mientras trajinaba por la cocina y el baño, y salía de su casa sin desayunar, para ir al trabajo donde, a las ocho y media de la mañana se presentaba una señora que llevaba las empanadas de carne y de pollo, tortillones de papa, los sándwiches de milanesa, de huevo con tomate y mayonesa casera, los villarroás de huevo y de patitas de pollo, milanesas de mondongo, y abundante mandioca (que no se cobraba), en un canasto de mimbre, protegidos por un blanco mantel de algodón. Reinaldo, quien estaba ya atacado por la diabetes y la hipertensión, a causa de comer todos los días durante veinticinco años esa comida frita y grasosa, comenzó a sentir dolores de estómago; y su incómoda situación física se complicó cuando empezó a sufrir de eructos y espantosas flatulencias, hasta que una madrugada, un agudo dolor en la boca del estómago lo despertó.
—¡Soledad! ¡Soledad!, despierta por favor —le clamó a su mujer.
—¿Qué te pasa? —le preguntó ella, sobresaltada.
—Parece que tuve un infarto. Me duele y me arde el pecho. Llama un taxi y llévame al hospital —decía Reinaldo, realmente asustado.
El alboroto que se armó en la casa, y el trajín de salir disparando al hospital y regresar casi al amanecer, con la noticia de que eran los gases los que habían creado esos dolores, repercutió severamente en su imagen de hombre fuerte y dominante. Facundo hacía todo tipo de comentarios jocosos sobre el «infarto» de su padre.

Llegados a este punto es necesario aclarar algo para la buena comprensión de esta parte de la historia. A Reinaldo lo ascendieron a gerente administrativo el día que cumplió cincuenta y dos años. Dado que la pericia adquirida sobre el funcionamiento de la empresa era amplia, su nuevo cargo le hacía sentirse como un pez en el agua. En su larga carrera dentro de la compañía había pasado por todas las postas del proceso de comercio e industrialización de la madera, desde la tala de árboles por los hacheros, el transporte con carros alzaprimas estirados por yuntas de bueyes hasta la «planchada» (barrancos a orillas del río Ypané), la preparación de la jangada sobre maderas livianas como el cedro o sobre tambores vacíos sellados, y el envío en esas improvisadas balsas, con los jangaderos y sus largas tacuaras, hasta la ciudad de Buenos Aires, en una odisea que duraba semanas (Reinaldo había hecho uno de esos viajes en su juventud). Los troncos que no eran aprobados por los inspectores enviados desde la Argentina para su exportación, eran llevados al aserradero de la empresa, donde los trozaban para diferentes usos dentro del país; y si resultaban ser maderas duras, se destinaban exclusivamente para la producción de durmientes para vías de ferrocarril o parquets, que eran exportados directamente a Europa y Asia.
Los patrones de Reinaldo estaban preparando su jubilación para dentro de tres años, porque ahí estaría cumpliendo los treinta años de servicio y aporte al seguro social; y como estaban en conocimiento de los problemas de salud del fiel empleado, querían prevenir cualquier complicación que perjudicase los intereses de la empresa, y aprovechar para un recambio en el recurso humano (amén de traspasar sus conocimientos a otro empleado más joven). Cuando a Reinaldo le comunicaron estos preparativos, pudo percibir que su nuevo cargo no era un reconocimiento a su trayectoria sino una tramoya que buscaba eliminar la dependencia que la empresa tenía de él, y el entusiasmo que sintió en un primer momento por su nuevo puesto mermó considerablemente, hecho que creó un círculo vicioso, pues sus jefes pensaban que la merma se debía a problemas de su estado físico que estaba repercutiendo en su capacidad de mando, por lo que se felicitaron a sí mismos por habérseles ocurrido la tan buena idea de encaminar la baja. «Ya no soy útil para ellos», pensó el desilusionado empleado.
De ahí que esos problemas estomacales bien pudieron tener su causa en la preocupación por tener que jubilarse. Lo último que quería en el mundo era irse a su casa para no hacer nada; sería como perder lanza, escudo, yelmo y coraza, para seguir combatiendo en los campos de la vida.


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Ana García
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Re: Novela: El amor en los años sesenta (PP1,PP2...PP8)

Mensaje sin leer por Ana García »

Acabo de leer el cap. 7 en el que veo a la madre dominante, la que cambia al padre por el hijo, la que teme la soledad por encima de todo.
Supongo que has formado un árbol genealógico de los personajes que entraran en a novela. Primero nos presentas su forma de ver la vida y después sabremos los porqués de sus actos.
Un placer de lectura.
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Óscar Distéfano
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Re: Novela: El amor en los años sesenta (PP1,PP2...PP8)

Mensaje sin leer por Óscar Distéfano »

Ana García escribió:Acabo de leer el cap. 7 en el que veo a la madre dominante, la que cambia al padre por el hijo, la que teme la soledad por encima de todo.
Supongo que has formado un árbol genealógico de los personajes que entraran en a novela. Primero nos presentas su forma de ver la vida y después sabremos los porqués de sus actos.
Un placer de lectura.

Estoy en deuda contigo (no he podido aún devolverte la gentileza de leerme). No sabes lo importante que te has vuelto para mí. Aparte de la admiración que te tengo como poeta y prosista, ahora nace en mí un sentimiento de gratitud enorme, debido al estímulo que me produce tu apoyo en la construcción de esta novela. Más que nunca estoy decidido a concluir este trabajo. Y esta convicción te la debo a ti.
Te comento que la novela tiene la mitad de mi vida en bosquejos, escrituras y reescrituras. He desarrollado una escaleta que va enriqueciéndose en la medida que surgen las ideas; y es este patrón el que me ayuda a no confundir los tiempos, los caracteres de los personajes, y la ubicación de la historia en la época correspondiente.

Estoy a tu disposición para lo que mandes.
Un asaludo de amistad.
Óscar


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Re: Novela: El amor en los años sesenta (PP1,PP2...PP8)

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Capítulo 9 PP


En el año 1955 Carlos tenía diecisiete años y seguía siendo virgen. A esa edad esta situación lo tenía ya preocupado. En los corros de todos los días (en el colegio y en el barrio), sus amigos se pasaban alardeando de mujeres y de sexo, se jactaban de sus hazañas amorosas, contaban sus historias eróticas, manifestaban abiertamente sus performances con muchachas que todos conocían, y él tenía que quedarse callado y disimular su castidad. Y no es que padeciese de una falta de interés por las mujeres, no; al contrario, definitivamente se sentía heterosexual y con ansias de alcanzar su hombría. Llegó a ese estado de incómoda masculinidad casi sin darse cuenta, quizás por una cuestión de timidez, o por una falta de «valentía» en el momento clave en que debía actuar, o por no animarse a beber tres o cuatro vasos de cerveza para conseguir el coraje suficiente, o como consecuencia del comportamiento de su primer amor, Julia (dos años menor que él), una chica menudita que vivía a tres cuadras de su casa, hermana de sus amigos Osmar y Omar (no eran mellizos), con quien desde dos años atrás mantenía ya encuentros muy íntimos (se acariciaban desnudos en la casa cuando nadie estaba), pero con quien nunca había llegado al acto sexual por oposición tajante de ella. Y no es que no haya forzado el bloqueo. Dos veces recibió terribles arañazos en la espalda, mordidas en los brazos, contusiones de todo tipo, que solo le sirvieron como «pruebas irrefutables de sus victorias carnales» frente a sus amigos. Dos años estuvo calentando la relación, hasta que vino un amigo suyo a desvirgar a Julia en el día menos pensado. El esfuerzo que él realizó todo el tiempo no le sirvió de nada; al contrario, le favoreció a su amigo Chiquitín (un tipo flacucho, feo, de piel oscura, de familia muy humilde, carente de buena educación).
—Pero…, ¿cómo hiciste? —le había interrogado, cuando su amigo le comentó el hecho, extrañado, extrañado y sorprendido —. ¿Cómo lo lograste, si yo estuve procurando durante meses y meses?
—Hiciste un buen trabajo de ablande —le dijo Chiquitín, riéndose de su propia broma —. Solo te faltó forzar un poco más la embestida. Hay mujeres que, para no sentirse culpables de ceder, necesitan experimentar una especie de violación.
Al contrario de lo que podría esperarse —que Carlos se enojara—, éste se sintió admirado de la forma pacífica en que su amigo había logrado vencer las defensas de su amor de siempre. Además, se sintió como un imbécil, como el único culpable de lo sucedido; y, por más que, un año más tarde él también pudo alcanzar la gloria de la cópula con ella («te debía ésta», le había dicho ella), nunca se perdonó a sí mismo no haber sido el primer abanderado de aquel desfile concupiscente en que se convirtió la vida sexual de Julia. Ese fue el momento más amargo de su vida juvenil. Y se le reveló la naturaleza inestable de la mujer. «Infinitas veces te ha dicho: te amo, y mira lo que ha hecho», le atizaba su demonio sarcástico. Se le rompió el corazón y, por una cuestión de orgullo varonil, tuvo que romper con ella, sin solucionar su problema de castidad. Pasó casi tres meses doblado en su cama, hasta que un día se liberó como de una herida cicatrizada de aquel malsano sentimiento.
Por suerte para Carlos, ya curado, ya libre de su relación torcida con Julia (él había creído que se trataba de un amor puro), un día, su amigo Monchi, también de diecisiete años, hijo de una familia adinerada del barrio, propietaria de una fábrica de fideos y de tres estaciones de servicio (de cuyas cajas se apropiaba para sus gastos a escondidas de su padre), gordito entonces (muy gordo después), que por entonces padecía ya de una incipiente adicción por la comida, y que tenía la costumbre de invitarlo a él a comer (le acomplejaba comer solo), en horarios entre las comidas normales de una familia, bifes o milanesas a caballo con papas fritas (su perdición), le invitó una tardecita para ir a lo de las putas, a un prostíbulo que había conocido la semana pasada. Le dijo que él se encargaría de todos los gastos, que no se preocupara de nada.
—Pero, Monchi, te confieso que soy virgen —le dijo Carlos, con la intención de adelantarse a cualquier divulgación posterior por boca de alguna puta.
—Tranquilo, amigo, yo me desvirgué a los quince años (dudoso dato), y recién la semana pasada tuve mi «segunda vez», cuando «hacerme la paja» me estaba volviendo loco, porque cada día crecía mi calentura.
Fue una experiencia bastante agradable para Carlos. La prostituta que le tocó en suerte era muy amable, muy comprensible, nada fría. Tenía unas tetas enormes (le comentó que se hacía confeccionar sus corpiños porque no encontraba en plaza sus medidas). Cuando Carlos le confesó que era casto, ella fue muy tolerante y delicada, «muy gente», en su trato con él, como si le hiciera sentirse nuevamente romántica embadurnarse con la inocencia.
Así como era virgen, encima tenía que adaptarse a esos enormes pechos que nada tenían de eróticos, sino más bien le parecían un fenómeno de circo, un espectáculo que servía para el asombro antes que para la estimulación sexual. «Dios mío –pensó Carlos-, ¿es esto real?» Le dio la impresión de que iba a acostarse con alguna prima de una mujer «barbuda», carente de femineidad. Pero, de cualquier manera, su comportamiento, su paciencia de ella, hizo que Carlos «se hiciese hombre» con normalidad, sin ningún tropiezo o dificultad. Se sintió muy contento de haber completado su ciclo masculino. Se había sacado un gran peso de encima, y siempre agradeció a su amigo Monchi el favor que le hizo. «Para eso están los amigos», le dijo una vez este, en uno de esos reconocimientos.
Pero, así como fue agradable la experiencia, fue también un poco desagradable. Luego de la consumación, cuando se estaba higienizando, recordó la eyaculación precoz que había sufrido («Muy rápido, carajo»), y descubrió la llamativa irritación de su glande que, aunque no le pareció grave en aquel momento, sí le preocupó porque se trataba de una vagina bastante distendida la que había causado el problema. «Hablaré de esto con el tío Pablito cuando venga», se dijo a sí mismo, tranquilizándose con respecto al asunto.
Cuando, luego de algunos meses, el tío Pablito llegó a Asunción, Carlos se cargó de coraje y le comentó abiertamente su problema.
—Estoy casi seguro que te provocaste esa irritación, no solo por el sexo que tuviste, sino también por la masturbación, que produce resequedad y, por ende, facilita las lesiones. Te recomiendo mucha higiene, lava tu parte con jabones neutros que contengan glicerina; también puedo recomendarte té de manzanilla, zumo de hojas de guayaba, crema de aloe vera, que ayudan contra el ardor y la irritación, pero no descartes la idea de visitar un médico, porque tengo un amigo que tuvo que circuncidarse para solucionar su problema.
—¿Y te comentó cómo le resultó la circuncisión? — A Carlos le interesó esa viabilidad.
—Sí, me comentó. Me dijo que el cambio fue radicalmente favorable.
—¿Y por qué se asocia la circuncisión con el judaísmo? —preguntó Carlos, teniendo en cuenta esa creencia popular de que tal práctica significaba una conversión a esa religión, una traición a la religión católica.
—Puras estupideces —le respondió el tío Pablito—. ¿Qué tiene que ver un problema de pene con la religión?

Lo concreto es que este hecho le impidió asumir el papel de macho alfa con que tanto había soñado, pues mostró, a medida que pasaba el tiempo, una sensibilidad muy revelada. Las mujeres le sonreían, le incitaban, y él fue desarrollando el temor de ser vilipendiado por «bajo rendimiento».


000


Recostado en su cama, el día de su boda, solo en la habitación que guardaba tantos recuerdos de su infancia y adolescencia, Carlos se debatía en una dualidad de sentimientos. Por un lado, sentía el cosquilleo de la aventura matrimonial, circunstancia que la vida le otorgaba como fuente generadora de dicha y prosperidad; mientras, por el otro, le acometía una sensación de desamparo, como un repliegue de su ángel de la guarda (diciéndole: «¡Uf!, de aquí en adelante, la tarea será más pesada para nosotros»). A pesar de lo mucho que ya le habían hablado sobre los detalles vivenciales del matrimonio, un leve temor, alimentándose de su inexperiencia, de la falta total de conocimientos reales de cómo manejar una familia, iba creciendo en él al paso de los minutos. Recordaba a su padre, pensaba en su futuro suegro, y en ninguna de las dos historias de vida encontraba un ejemplo a seguir. No eran estos hombres los que hubiese podido emular. Se sentía solo como un cachorro de tigre defenestrado en medio de un páramo acechante.
Carlos estaba realmente preocupado. Se repetía a sí mismo: «Casarse es un paso serio en la vida de cualquier hombre». Por momentos parecía debilitarse su voluntad, y le acometían ganas de obstaculizar la ceremonia, de posponer la fecha, de seguir los consejos de su madre; pero, más allá del tumulto que se armaría en ambas familias (aunque Catalina quizás aprobase una insolencia así); más allá de su crisis emocional, el pensar en una vida sin Matilde, a quien realmente amaba, se convenció de quitarse esos pensamientos ridículos y dejar que los acontecimientos siguieran su curso ya trazado. Esos pensamientos eran solo voces de demonios que pretendían impedir su inminente dicha.
«Apurar la hombría»: recordaba estas palabras de su madre. En el fondo, quizá tuviese algo de razón. Es cierto; desde hacía un tiempo venía imaginando el cuadro de su rutina futura, donde el cuerpo desnudo de su bella esposa paseaba con naturalidad frente a sus ojos, y él era dueño de modificar las escenas a su antojo. «¡Ser hombre realizado de una vez por todas, carajo!», pareció ser la idea motora que había sospechado Catalina. Catorce meses de noviazgo con bloqueos eróticos insensatos había acrecentado al máximo su apetito venéreo (¿para qué negarlo?).

Matilde se casaba con él sin haberse entregado sexualmente durante el noviazgo; y no es que él no lo haya intentado, pero fueron todos intentos infructuosos que siempre chocaban contra la muralla infranqueable. Suponía, entonces, que se casaba con una mujer virgen, que era verdad lo que Matilde le había confesado, una razón más para influir poderosamente en su determinación, no solo por la jactancia varonil, sino porque estaba convencido de que él la educaría a su manera en las cuestiones de la carnalidad. Él crearía con ella el hábito sexual propio, solo de ellos, con su estilo, su sello, su grado de fogosidad, sus ritmos, como un lazo que los uniera aún más. Al comparar el proceso de Julia con el de Matilde, se percató de que eran casos muy diferentes. Con Julia no se concretó por culpa de una falla suya: había entrado en el círculo vicioso de una eterna previa con una torpe utilización de las manos, de los dedos, y también se debía al sincero miedo al dolor que la muchacha sentía ante cada inminente penetración; en el caso de Matilde, la connotación tenía, evidentemente una génesis religiosa que luego se convirtió en convicción social. A muchas amigas suyas les había sucedido que luego de entregarse, fueron vilmente abandonadas. Y se juró a sí misma que eso a ella no le sucedería, que prefería quedarse a vestir santos antes que entregarse a un hombre siendo soltera. De toda la revolución sexual que se vivía en esa época, lo que más detestaba era que se considerase al sexo como un pasatiempo más, como una distracción, como un juego que se había desprendido del sentimiento.


000


Aproximadamente un mes antes de la boda, Los amigos Ramiro y Carlos en compañía de Carol y Matilde, decidieron hacer un viaje en moto, para visitar una cascada impresionante que existía a ciento cincuenta kilómetros de Asunción: el Salto Cristal, con una majestuosa caída de agua cristalina, donde uno podía, luego de maravillarse con la imagen de esa caída, aislarse del gentío, subiendo o bajando por el curso, para disfrutar de un picnic íntimo y vivificador. Era un domingo. Ramiro era dueño de una Harley-Davidson 1959 (le apasionaban las motos), y le pudo conseguir otra, con un amigo, a Carlos para el paseo. Hicieron el trayecto a velocidad crucero, disfrutando del aire libre y de la brisa (conste que se encontraban en un febrero caluroso) y de los paisajes exóticos por la carretera que conducía al famoso salto. Muy cerca del paradisiaco lugar, aguas abajo, había un balneario con un buen restaurante.
Luego de disfrutar una jornada espléndida, cuando se encontraban de regreso y estando a mitad de trayecto, en un lugar inhóspito, se abatió sobre ellos un aguacero súbito y copioso que los empapó por completo. Era un suceso no previsto, ya que el tiempo no había presentado en ningún momento indicios de que eso fuera a suceder. Es más, una hora después parecía como si nada hubiera pasado: el sol se mantenía en su lugar brillando con la misma intensidad que antes de la lluvia. Lo que sí se sentía con agobio era el vaho que subía del asfalto y las espinillas de agua que lanzaban los neumáticos. Bueno, pero así es el trópico. Al llegar a un caserío encontraron un hospedaje, y alquilaron un cuarto para cada pareja. Como ese día, Matilde, llevaba un short y una blusa de algodón, de tela muy fina, al hacer contacto con el agua, las prendas se volvieron semitransparentes, se pegaron a su cuerpo y se podía apreciar en su entera magnitud las líneas de su cuerpo, hasta los más ínfimos detalles. Y lo peor para el deseo exacerbado de Carlos era que ella se movía con absoluta naturalidad, sin tratar de esconder ni taparse ni hacer ademán alguno de pudor ante su semidesnudez.
Por suerte, encontraron en el baño dos toallas bastante amplias, con agradable olor a flores de jazmín, cáscara de limón y orégano (oliendo y oliendo llegaron a esta conclusión). A Carlos, quien estaba acostumbrado a ver gente roñosa en los hospitales, le sorprendió este delicado detalle de las toallas limpias y aromadas. Matilde salió del baño envuelta en el toallón, con las ropas torcidas, casi secas, y Carlos hizo lo mismo. Pusieron sus prendas a secar con el ventilador, y luego se acostaron en una misma cama (a pesar de que había dos en el cuarto) con intenciones de esperar mientras charlaban sobre la boda, sobre la vida futura, y se acariciaban.
Carlos ya no daba más. Trece meses esperando vencer las vallas que ella seguía sosteniendo, le parecía demasiado tiempo. Pensó que ese era un momento adecuado para intentar una vez más vencer las malditas vallas. Empezó con los besos y caricias que siempre ella permitía; pero, cuando pretendió adentrarse en las profundidades del deseo, ella lo contuvo decididamente.
—Pero si estamos a las puertas de casarnos, mi amor. ¿Por qué así?
—Una cosa es el casamiento, y otra lo que quieres. Un deseo no lleva al otro.
—Déjame acariciarte un poco, Matilde. —Hizo un intento de meter la mano bajo la toalla, pero ella se negó rotundamente a seguir con el juego, y le dijo:
—Ten paciencia conmigo, mi amor, ¿cuál es el apuro si en verdad me quieres? Estarás acostumbrado a otro tipo de mujeres más liberales; pero, así como dice mi mamá, yo no acepto la revolución desesperada, la apertura loca, aspirar esos vientos de libertinajes que nos llegan; no estoy ansiosa por ser una mujer moderna. En el presente me ves acostada aquí a tu lado y sé que aprecias lo que soy; pero, así también, si seguimos juntos, en el futuro me verás lo que seré entonces, esa que quiero que también aprecies. Por eso, y porque te amo con sinceridad, mi responsabilidad es cuidar la conciencia de la Matilde del futuro. Quiero que mañana te sientas seguro y orgulloso de mí.
No había caso. Este argumento lo desarmó. Insistir significaría crear una atmósfera desagradable entre ellos, comportarse como un vicioso sexópata. Carlos fue muy consciente de ello. Gracias a un gran esfuerzo pudo controlar sus arrebatos; replegó su instinto ante la idea de que, en verdad, faltaba muy poco para la boda. Sabía que tenerla como él querría solo era cuestión de pocas semanas (¡treinta días!). Sabía que en poco tiempo más aplacaría el deseo ferviente de verla desnuda todos los días, año tras año, de recibir la inocente ofrenda de la primera noche, y el placer de intervenir como un pequeño sol en la maduración de la fruta. «Una vida con ella y después morir en paz», se decía, convencido de encontrarse frente a la mujer de su vida, fuente inagotable de su dicha futura. «Debo dejar de hacerme el loco y ser más cauteloso», se increpó a sí mismo.


000


Carlos sobrellevaba, desde aquella su primera experiencia sexual, el problema físico-sicológico que lo guardaba hasta ese día como un molestoso secreto: las irritaciones del glande. El sufrimiento durante y luego de cada acto sexual se volvió esporádico solo gracias al permanente tratamiento que hacía con los remedios naturales y el cuidadoso aseo. A cada tanto sufría los siempre molestosos ardores, pero aprendió a utilizar condones (no le gustaban) y cremas que facilitaban enormemente su gestión viril. Y su otro problema, el de la eyaculación precoz, seguía apareciendo indefectiblemente en cada acto (con el uso del condón mejoró el tiempo de aguante). Una vez, casi se murió de vergüenza cuando no pudo contenerse estando con una compañera en la sala de su casa en ausencia de sus padres, a quien había conquistado luego de unos seis meses de insistencia. Luego de ese acto abortado, nunca más ella quiso nada con él). Debido a estos problemas, jamás podía repetir en una misma noche el goce, mientras sus amigos siempre se jactaban de hacerlo dos y tres veces, sin ningún impedimento. Era consciente de que se encontraba frente a una deficiencia que, por suerte, la castidad de Matilde no percibiría, ya que ella no tenía forma de hacer comparaciones. Indirectamente, haciéndose pasar por un supuesto amigo del que buscaba sanar aquel trastorno, había averiguado con un profesor suyo de facultad, las características y posibles soluciones de su mal. Éste le había dado un claro panorama diciéndole que había que extirpar el prepucio; es decir, hacerse una circuncisión para eliminar la extrema sensibilidad de la cabeza del miembro.
—Una vez libre y aireado el glande, el roce con los calzoncillos se encargará de dejarlo para mil batallas, y solucionará ambos problemas que te aquejan —le había dicho el galeno, con sonrisa cómplice que no pudo tranquilizar al joven estudiante, ya que debía sortear para ese efecto un calvario social por la divulgación de su secreto, además de no tener claro todavía las consecuencias somáticas.
Pero Carlos, no sólo por negligencia o vergüenza, fue postergando la intervención quirúrgica y, llegado el día de su casamiento, seguía soportando la pesadumbre de la irresolución. La circuncisión tenía para él, más allá de otros factores, connotaciones religiosas. Creía que era una práctica ritual exclusiva del judaísmo («Si te haces, te conviertes», algo así); y, aunque luego se informó y supo que otras religiones también lo practicaban, le costaba desprenderse de tal prejuicio, lo cual le causaba un motivo más de vacilación. Por otro lado, Carlos había estudiado profundamente su problema, apelando a los libros de la biblioteca de la facultad; y, según lo estudiado, le quedó un cierto temor ante las consecuencias negativas posoperatorias. Ante la duda académica, consultó con un médico alternativo, quien le aseguró que no era necesaria una intervención quirúrgica, que tratara de evitar las tantas historias que le metían en la cabeza. «Una cosa es hacerte al poco de nacer y, otra muy distinta, a la edad tuya. Conozco casos de infecciones graves», le había dicho el médico naturista.
—La mutilación siempre es motivo de preocupación —le dijo—. El dolor, ardor y enrojecimiento, se trata con una receta en base a manzanilla, vinagre de manzana, hojas de guayaba y gel de aloe vera, y debes mantener el miembro seco y limpio, usar ropa interior de algodón, no quedarte nunca con ropa sudada en tu cuerpo y no utilices ropa ajustada. Le dio las indicaciones de cómo hacer el tratamiento, y la verdad es que siempre le fue bastante bien cuando respetaba estas recetas.
Él no era un hombre muy seguro de sí mismo. Varias experiencias con mujeres, que le avergonzaban, hacían tambalear, en no pocas ocasiones, su autoestima. Aquel hecho que marcó con fea cicatriz su carácter, cuando en forma pusilánime permitió que su amigo de su primera juventud (Chiquitín), aprovechando un caprichoso proceder suyo, se acostara con su novia (el primer gran amor de su vida), fue determinante para sus primeras batallas seductoras. El dolor que le causó aquella alegre traición, nunca más le devolvió esa hermosa ilusión de creerse el sultán del harén. Empezó a transitar por el mundo como se caminaría por un campo minado.
Todo esto le preocupaba. Por lo que ella le había asegurado, se casaría con una joven casta (hasta ese momento, nunca se había acostado con una virgen), y sabía que se encontraría con la grave dificultad de la penetración. ¿Qué iba a suceder si el dolor lo bloqueaba? A pesar de que todo ese día se estaba haciendo el tratamiento natural en su casa, no estaba tranquilo respecto al rendimiento satisfactorio que pudiera tener en la luna de miel. Imaginando que la circuncisión era realmente la única solución a su problema, maldecía no haber sido lo suficientemente corajudo para sobrepasar las chanzas de sus compañeros, el embarazo ante su familia, los ridículos impedimentos religiosos, y resolver su problema en el mismo hospital de la facultad. Ahora era ya tarde. La única alternativa que le quedaba, si el problema se volvía insuperable, era comentárselo a su esposa en la noche nupcial, o inventar algún motivo valedero que impidiese despertar sentimientos de lástima en ella. Después de todo, se tornaría ridículo ventilar un problema tan suyo y viejo, un problema que jamás se atrevió a confesar ni a su propia madre. «Veremos qué pasa —pensó—. Tampoco es un problema que no se pueda sobrellevar».
Las horas que pasaban iban apretando el nudo de la emoción que sentía en la garganta. «Voy a casarme y superar todos los problemas que se presenten», se decía, como para darse ánimo. «¡Fuera, malditos demonios! Las cosas sucederán para mi suerte». . . «¡Fuera, malditos demonios! ¡Fuera, malditos demonios!»…
Se levantó, decidido a dejar de cuestionarse. Hizo unas cien flexiones y otros ejercicios diversos, se dio una ducha fría, y fue a integrarse a la conversa familiar. La boda era para él un hecho esperado e irreversible.


000


Horacio llegó de Buenos Aires al barrio, haciéndose cruzar el río Paraguay por «paseros». Había dejado sus valijas en la casa de una humilde señora que vendía empanadas y yuyos en la frontera, luego de prometerle una buena propina por el favor. Por recomendaciones de sus amigos desistió de la idea de registrarse en un hotel, hospedaje, casa de familia o cualquier lugar donde la policía llevaba a cabo controles estrictos de extranjeros que ingresaban al país. Lógicamente que traía un pasaporte con nombre falso, pero prefirió no quemar todos los cartuchos de entrada; así, pues, más bien estaba buscando un lugar menos llamativo, necesitaba alquilar un lugar independiente que no fuera controlado estrictamente por la policía. Encontró un departamento (más bien era la parte de servicio doméstico de una casa que los dueños aislaron para renta con unos metros de muros) cuya dueña no le había pedido ni contrato ni documentos, porque él le había entregado la suma correspondiente a seis meses de alquiler.
—¿De qué parte de Argentina es usted?
—Soy porteño. De Buenos Aires soy, señora —le respondió él.
—¡Ah, la grande y hermosa Buenos Aires. Dicen que es la París de Sudamérica.
—Más bien la Italia, diría yo —dijo el joven—. Yo mismo soy descendiente, por parte de mi madre, de tanos.
—¿Y qué le trae por estos pagos, joven?
—Mi bisabuela era paraguaya y vengo a buscar parientes, si es que los hay.
—¿De qué pueblo?
—De Curuguaty
—¡Ah! —dijo la señora— Es el lugar donde vivió exiliado el general Artigas.
—Conozco la historia —dijo a su vez Horacio—. Me dijeron que mi bisabuela le había servido al General.
—Pero, qué bueno… Me gusta, mi hijo, que vengas a buscar tus raíces. Por lo visto que fuiste muy bien educado por tus padres.
A Horacio, el barrio le gustó mucho por la calma que reinaba todo el tiempo. No lo asustó, tal como le habían prevenido algunas personas consultadas; al contrario, se enamoró de él. Le gustaba volver por la noche y caminar por sus calles sin encontrar a nadie malintencionado a su paso. Era uno de los pocos barrios que no tenía patrullaje policial nocturno, probablemente porque ahí vivían concentrados casi todos los malhechores de toda clase, y la policía no deseaba remover el avispero, por temor a que el panal se dispersara por otros barrios. También convendría aclarar que en el lugar actuaban más bien «descuidistas» y pequeños rateros que no alcanzaban a provocar el interés policial, porque eran casos que se solucionaban entre vecinos con la venia de la autoridad. Y Horacio andaba de aquí para allá con tranquilidad, porque era un experto karateka.
A Horacio, de cuyo rostro y hábitos pronto se acostumbraron los habitantes del barrio, le gustaba el color de la noche (con escasas bombillas eléctricas), ese infinito de oscuridad luchando con la luz de la luna que se desparramaba por las fachadas de las casas y por las piedras de las calles. Le gustaban las sombras que se creaban a partir de cosas que se elevaban. Las madrugadas claras, trasparentes, con olor a flores (muchos jazmines), de los múltiples jardines que abundaban cuadra tras cuadra. Parecía que la gente había nacido con los mismos gustos, que todos estaban impulsados por el mismo gen de conquistar una vida sin mala leche. El caso es que Horacio se adaptó rápidamente a la forma de vida de esa gente, y se dedicó a respetar para ser respetado. Con un perfil bajo, bajísimo, evitó meterse en cualquier tipo de discusión con nadie. Al contrario, se hizo querer rápidamente porque era un guitarrista admirable y cantante de voz afinada, aunque no resaltante. Su único inconveniente como artista era que no tenía como repertorio ninguna música paraguaya, y el paraguayo cuando se emborracha en una peña ya empieza a pedir temas de Emiliano R. Fernández y otros compositores que escribieron en guaraní casi puro. Inconveniente que fue muy pronto subsanado. Unos tres meses le llevó defenderse bastante bien en varias guaranias y polkas en castellano, evitando todavía meterse con el engorroso idioma guaraní. Pero su especialidad era el tango, música que también gustaba al paraguayo medio.
El caso es que se puso a convivir con muchas ganas de conquistar la calma que necesitaba para hacer lo que vino a hacer en el Paraguay, sin que ninguno sintiera la necesidad de interrogarlo más allá de la curiosidad convencional.


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Ana García
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Re: Novela: El amor en los años sesenta (PP1,PP2...PP8)

Mensaje sin leer por Ana García »

Óscar Distéfano escribió:
Ana García escribió:Acabo de leer el cap. 7 en el que veo a la madre dominante, la que cambia al padre por el hijo, la que teme la soledad por encima de todo.
Supongo que has formado un árbol genealógico de los personajes que entraran en a novela. Primero nos presentas su forma de ver la vida y después sabremos los porqués de sus actos.
Un placer de lectura.

Estoy en deuda contigo (no he podido aún devolverte la gentileza de leerme). No sabes lo importante que te has vuelto para mí. Aparte de la admiración que te tengo como poeta y prosista, ahora nace en mí un sentimiento de gratitud enorme, debido al estímulo que me produce tu apoyo en la construcción de esta novela. Más que nunca estoy decidido a concluir este trabajo. Y esta convicción te la debo a ti.
Te comento que la novela tiene la mitad de mi vida en bosquejos, escrituras y reescrituras. He desarrollado una escaleta que va enriqueciéndose en la medida que surgen las ideas; y es este patrón el que me ayuda a no confundir los tiempos, los caracteres de los personajes, y la ubicación de la historia en la época correspondiente.

Estoy a tu disposición para lo que mandes.
Un asaludo de amistad.
Óscar
Lo más difícil es mantener los tiempos, no correr en pos de otra idea sin acabar la anterior. Eres muy hábil en ese punto. Cuando termines la novela me gustará ver ese organigrama familiar.
Deuda saldada con los siguientes capítulos.
Ánimo, compañero.
Un abrazo.
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Arturo Rodríguez Milliet
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Re: Novela: El amor en los años sesenta (PP1,PP2...PP9)

Mensaje sin leer por Arturo Rodríguez Milliet »

Excelente Óscar!
Deliberadamente deje acumular varios capitulos para evitar la lectura a cuenta gotas,
y ahora me encuentro con esta interesante novela que tienes entre manos.
Una impecable ambientación de la época con un perfil psicológico bien definido en
cada personaje, perfectamente adecuado a sus particulares circunstancias.
Una historía que atrapa y te mantiene atento a su hilo discursivo que avanza equilibradamente
en cada una de sus subtramas. Un lujo de lectura que he disfrutado este fin de semana.
Sigue adelante amigo, va muy bien. Un fraternal abrazo.
Te presento a mi padre, el que está a su lado es mi hijo.
Si los sumas y divides entre dos, obtendrás su promedio...
ese soy yo. Mucho gusto!
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Óscar Distéfano
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Re: Novela: El amor en los años sesenta (PP1,PP2...PP8)

Mensaje sin leer por Óscar Distéfano »

Ana García escribió:Lo más difícil es mantener los tiempos, no correr en pos de otra idea sin acabar la anterior. Eres muy hábil en ese punto. Cuando termines la novela me gustará ver ese organigrama familiar.
Deuda saldada con los siguientes capítulos.
Ánimo, compañero.
Un abrazo.

Mil gracias, Ana. Tus palabras son muy alentadoras. Me encantará mostrate mis bosquejos y todo cuanto atañe a la preparación de este trabajo, una vez que lo culmine, ya que los bosquejos también se corrigen.

Un abrazo fraterno.
Óscar


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Óscar Distéfano
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Re: Novela: El amor en los años sesenta (PP1,PP2...PP9)

Mensaje sin leer por Óscar Distéfano »

Arturo Rodríguez Milliet escribió:Excelente Óscar!
Deliberadamente deje acumular varios capitulos para evitar la lectura a cuenta gotas,
y ahora me encuentro con esta interesante novela que tienes entre manos.
Una impecable ambientación de la época con un perfil psicológico bien definido en
cada personaje, perfectamente adecuado a sus particulares circunstancias.
Una historía que atrapa y te mantiene atento a su hilo discursivo que avanza equilibradamente
en cada una de sus subtramas. Un lujo de lectura que he disfrutado este fin de semana.
Sigue adelante amigo, va muy bien. Un fraternal abrazo.

Qué agradable sorpresa, amigo. No te imaginas lo bien que me ha hecho tu comentario. Sabes que este trabajo es de mucha paciencia y voluntad; y tenerte como lector es, para mí, una fuente de estímulo. Conozco tu formación profesional y tu grado de educación personal, lo cual me hace sentir protegido. Ojalá la historia te siga gustando. Te agradecería que me hicieras notar cualquier detalle que te resulte desubicado o mal descripto.

Un abrazo de amistad.
Óscar


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Re: Novela: El amor en los años sesenta (PP1,PP2...PP9)

Mensaje sin leer por Óscar Distéfano »

PP 10

Las iniciales MM de Marilyn Monroe fueron un detalle que Soledad le comentó a su marido, estando aún en sobremesa el día de la boda; le hizo ver que coincidía con el de Matilde Miranda. Este tipo de pequeñas supersticiones tenían mucha importancia para Soledad. Ella creía en estas coincidencias involuntarias del destino, en las influencias secretas que existían en el inframundo, en determinados sucesos, como causas que proporcionan buena o mala suerte; y, además, amaba los amuletos de la suerte y todo tipo de objetos o símbolos que representaran algún misterioso poder sobrenatural. Todo esto, sin influir en su incondicional catolicismo.
Soledad —como ya lo habíamos señalado— era una de esas mujeres que frecuentaban las peluquerías dos y tres veces por semana. Su pelo había pasado ya por todas las pruebas de peinados y coloraciones (una de sus últimas ocurrencias había sido un grana que llamaba la atención desde varias cuadras). Alguna vez fue rubia, otra vez pelirroja y otras tantas con toda la gama del castaño. Los acabados le resultaban siempre insatisfactorios, y las quejas en contra de sus peluqueras (porque probaba con varias, aunque luego regresaba invariablemente con Aniuska) no cesaban nunca. Gracias a esta manía, siempre se la veía presentable y elegante (apariencia que ella explicaba diciendo: «la gente siente más respeto por las personas que cuidan de sí mismas»). Una vez, mientras aleccionaba confidencialmente a su hija para las relaciones conyugales, le había dicho con mucha convicción:
—De los matrimonios, ¿quién es el marido que no se sentirá halagado de tener una esposa como yo, bien vestida, aseada (que toma baño dos veces por día) y con buen carácter? Aun los más celosos y absorbentes ven con buenos ojos la vanidad femenina. En mi caso, siempre he recibido la aprobación de tu padre, jamás me ha creado problemas por ser como soy. No debes escatimar gastos cuando de tu presencia se trata porque, finalmente, no es gasto sino inversión, inversión que se reditúa en bienestar y alegría familiar.


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Aquel día de la boda, estando la familia sentada a la mesa, aprovechó la ocasión para aconsejar a su hija, como si se tratase del último momento para enseñarle todas las cuestiones pendientes.
—Yo, hija —empezó diciendo, mientras miraba a su marido, con el propósito de desalentarlo ante hipotéticas intervenciones—, te ruego encarecidamente que no te abandones nunca. La mayoría de nuestras mujeres, al casarse, piensan que ya han atrapado a su hombre, y se quedan en sus casas muy campantes, engordando como chanchas, pariendo cada año, y envejeciendo más rápido de lo normal. Llegan a los cuarenta hechas unos adefesios, se vuelven cornudas conscientes, y regalan desdicha a sus hijos, parientes y amigos, hasta reventar de algún aneurisma o abandonadas por sus maridos.
—Es cierto, mamá, tienes toda la razón del mundo —aceptó Matilde, resignada ya a soportar la avalancha de consejos de sus padres. No es que no estuviera de acuerdo con el modo de pensar de su madre; más bien le daba la razón con sinceridad; el problema radicaba en que la estaban atosigando en un momento muy inoportuno, según su entender. Por eso no quería ya escuchar a sus padres, deseaba que las horas pasaran volando, que llegase la noche, la hora de la boda, para hacerse dueña de una vez por todas de su vida, su mundo y su futuro.
—Además… —seguía Soledad, convencida de su papel de preceptora—, ser la esposa de un médico tiene sus bemoles. Ellos no tienen horarios: en los casos de urgencias son despertados aun en las horas de la madrugada. Su condición de servidores públicos hace que siempre sean interrumpidos en su privacidad. Generalmente, no disponen de su tiempo libre. Y todos estos inconvenientes deberás aceptarlos con mucha paciencia. Habrá noches en que dormirás sola.
—Vivir con hombres así —interrumpió Reinaldo, que ya no soportaba el monólogo pedagógico de su mujer (solo él se creía con la capacidad intelectual para sentar cátedras de convivencia a sus hijos. Siempre había considerado a Soledad con escasa formación académica), vivir con hombres así —repitió— requiere por parte de la mujer de mucha abnegación, paciencia y vocación.
—Yo no soportaría casarme con un médico que pasa más horas en los hospitales que en su casa —arguyó Teresa, que, a pesar de su juventud, se mostraba bastante segura de sus criterios—. Ellos se muestran siempre fríos ante el dolor humano. Nunca lloran cuando una persona, incluso un ser querido, se muere.
—Los médicos, los abogados, los sacerdotes viven de las desgracias ajenas —exteriorizó alegremente Cirila. Ella hablaba normalmente sin ninguna responsabilidad.

Facundo, en medio de su desfachatada visión de la vida, no aceptaba las bromas relacionadas con la religión. Había heredado de su abuela materna el miedo enfermizo al infierno. Temeroso siempre de la ira de Dios, se había convertido en la especie medieval de devotos que cumplen los preceptos solo por miedo al fuego eterno. Se volvió supersticioso hasta en la forma de levantarse de la cama (respetaba esa creencia popular de que debería hacerlo con el pie derecho).
—¿Qué cosas dices, mujer? —le increpó Facundo— No deberías hablar así de los clérigos.
—Bah… —fue la respuesta de Cirila, mientras se alejaba cocina adentro—. Ellos son demasiado vivos. Se aprovechan de la ignorancia del… —y ya no se la oyó terminar su frase.

Cecilia era la única que permanecía callada. Ya en plena adolescencia, la timidez insuperable que sentía, hacía de su vida un calvario. Apenas la miraban se ruborizaba hasta los cabellos; y, en esas situaciones, esbozaba una débil sonrisa, como suplicando que la dejaran escondida en su mundo. Pasar desapercibida era su conflicto diario, a pesar de poseer una singular belleza y carecer de motivos para sentir vergüenza de sí misma (aunque ella se había inventado el estigma de ser un tanto morocha y tener las cejas espesas). Quizás el desapego temprano del calor familiar fuese también una razón de su frágil temperamento. En el estudio, sin embargo, avanzaba con brillantez, pareciendo descargar en esa actividad la enjundia que llevaba escondida. Sin embargo, guardaba un secreto en lo más hondo de su memoria: se sintió desgraciadamente atraída por Carlos, el novio con quien su prima se estaba casando. A partir de conocerlo fue otra persona.

—Yo creo que Matilde será feliz en su matrimonio —arremetió de nuevo Cirila, mientras regresaba de la cocina para retirar los platos y servir el postre.
—Ya lo creo —agregó Teresa—. Tienen que ser dichosos porque se aman. Ella sentía una envidia sana por su prima. Presentía que los flujos de la conquista de ésta le alcanzarían tarde o temprano. Desde muy joven estableció metas concretas. Soñaba con casarse también ella y tener una casa bonita. No pretendía otra cosa del destino que no fuese la formación de un hogar: tener un hombre para ella sola (que la amara), a quien dedicarle toda su atención, toda la ferviente sed de amar que sentía; y traer hijos al mundo, para convertirse en la mejor ama de casa y madre de la tierra. Cuando pensaba en estas cosas, sus hoyuelos afloraban con la hermosa sonrisa, y derramaba simpatía contagiosa sobre las personas que la rodeaban.
—Pero hay que tener en cuenta que el amor no lo es todo, muchachas. No se puede vivir sólo de amor.
Soledad pensaba en su propia experiencia mientras hablaba. Se veía a sí misma caminar por el largo y oscuro corredor de su pasado, donde había acallado varias llamadas del amor, tratando de justificar esa vida matrimonial suya de conveniencia. Pretendía trasmitir a su hija los principios (medias verdades) adquiridos después de la determinación de casarse con un hombre equivocado para su corazón, pero que, además de salvarla del escarnio, le proporcionó una vida serenamente aceptable. Trataba, siempre que podía, de advertir a su hija sobre los peligros del sentimentalismo, hacerla consciente de la realidad cotidiana de la vida, y no enceguecerse ante las situaciones desagradables que, naturalmente, debía sortear. Que la fantasía de la juventud no la engañase con la imagen de un futuro solo de dicha sin grietas.
—No te preocupes, mamá —intervino Matilde—. Estaremos bien con Carlos. Estoy segura que solucionaremos cualquier problema que surja en el futuro. Él es un hombre que escucha y admite el diálogo. ¡Me estoy casando con un futuro médico! —exclamó en tono de animación.
Esto último decía haciendo alusión directa a la manera egoísta como su padre había encarado siempre el matrimonio.

Reinaldo, amante de los dulces, iba por su segundo postre. Había decidido callarse (en verdad, permanentemente hablaba poco, como si temiese desnudar su alma, aunque escuchaba y analizaba todo cuanto se decía). «Lo que yo espero es que sus problemas, que estoy seguro los tendrán, no me vengan encima», pensó.

Así fue terminando el almuerzo, con la excitante idea de la boda flotando en la conversación. Sin diferenciarse mucho de los otros días en cuanto a las formalidades, sin embargo, cada miembro de la familia guardaba en sus adentros las alegres emociones que el acontecimiento les provocaba. Indudablemente se trataba de una despedida triste y alegre al mismo tiempo. A partir del día siguiente, Matilde ya no estaría viviendo con ellos. Echarían de menos la gracia, la alegría de vivir y sus alborotos en el movimiento diario de la casa. Cirila sentía ya una genuina pena. Estaba tan acostumbrada a Matilde que presentía para sí la insoportable soledad de su ausencia, y sabía que la nostalgia le haría derramar quién sabe cuántas lágrimas.
—Parecerá que te has muerto un poco —sentenció, mirando con un dejo de tristeza a quien consideraba una hermana menor y una hija al mismo tiempo.
Soledad se mostró visiblemente enojada (y la secundó Facundo). Ella, al igual que su hijo, era abiertamente supersticiosa, y veía en las palabras de Cirila un mal presagio, como un llamado al despertar de la parca, como una invitación endemoniada, para que ésta entrase en acción, ante la magnífica oportunidad que se le presentaba. «Los demonios siempre quieren aguar la fiesta», pensó Soledad.
Matilde, sin embargo, conociendo y apreciando infinitamente a Cirila, interpretó a cabalidad el significado de aquel sentimiento.
—Matilde, no te olvides: tienes turno en la peluquería para las cuatro —dijo Soledad a su hija, mientras se dirigía a su cuarto para echarse una siesta y llegar espléndida a la hora del magno suceso familiar.
—¿En lo de Aniuska?
—Sí —le respondió su madre—. No te preocupes. Tu cabeza estará
cubierta todo el tiempo por tu tocado. Es poco trabajo lo que tiene que hacer.
—Mamá: yo quiero que mi cabeza esté impecable para mi marido
y no presentable para la gente.
—Claro que sí, mi hija. Yo solo te decía porque no será un peinado de concurso de belleza. Siempre confié en ella.
—Entiendo —dijo Matilde—, dando por terminada la conversación.


000


La condición que impuso Reinaldo para permitir que el perro viviera en la casa fue que él le pusiera el nombre. Creyendo trasmitir una idea brillante, le llamó Mao. Era una abreviatura de Mao Tse-tung, el legendario líder comunista de china. Lo hizo para molestar a un vecino a quien veía con inclinación socialista, aunque el pobre pasaba por su vereda todos los domingos con una Biblia en la mano camino a misa. Este hombre de Dios, Obdulio Franco, había participado en la gran huelga de 1958, apoyada por el famoso militante comunista Oscar Creydt. Lo apresaron, lo torturaron hasta el cansancio, y luego lo dejaron libre cuando constataron su nula ideología comunista. Después de eso, don Obdulio, a quien le quedaron secuelas de los golpes, no pudo sacarse el susto ni el miedo por el resto de su vida. Y, ahora, tenía en Reinaldo un permanente acosador de su pasado.
—A mí no me engaña —le dijo a su mujer. Está compartiendo todo el tiempo con curas comunistas.
—Pero, ¿por qué te metes en su vida? ¿Acaso es peligroso? ¿En qué te molesta? —le dijo Soledad, fastidiada.
—Los comunistas son ateos, gente sin alma. Buscan destruir el mundo occidental y cristiano. Este vecino quiere despistar con su Biblia en la mano. Estos son soldados del anticristo.
—¡No me interesa hablar de estas cosas, Reinaldo! —respondió cortante la mujer, poniendo punto final a la conversación con un gesto de desdén. En verdad, le importaba un comino la geopolítica. Para ella el mundo era su entorno. Todo lo demás, problemas del pato Donald.


000


En el segundo día después del casamiento, estando aún Carlos y Matilde en plena luna de miel, sucedió en la casa de los Miranda un hecho que habría resultado natural, si no fuese porque parecía el misterioso eslabón de una cadena premonitoria que, con otros hechos similares, tomaría forma definitiva en la mente de Carlos. Mao, el perro mimado de Matilde, un cooker que le había regalado su anterior novio, unas semanas antes de romperse el noviazgo, se enfermó. (Matilde, «quien ya no estaba enamorada», a instancias de su madre, rompió aquella relación, cuando el noviazgo se hizo interminable y sin visos de un compromiso matrimonial.) El perro se enfermó súbitamente de leishmaniasis, y amaneció aquel día hecho un despojo: el pelo parado, los ojos enrojecidos, los músculos atrofiados, que le impedían pararse y caminar con normalidad. Era triste ver a Mao (un animal lleno de energía que ladraba a su sombra) en una repentina lasitud, después de haber contagiado su alegría de vivir y logrado su «carta de ciudadanía» tras el asentimiento del mismísimo Reinaldo (aunque nuestro amo y señor sentía una natural aversión por los perros; una cosa era su comportamiento cuando estaba presente su hija, y otra muy diferente, cuando se encontraban a solas con el porfiado animal; prefería, a todas luces, la docilidad e inteligencia de los gatos).

Carlos (otro de los «simpatizantes» de la especie canina) odiaba al perro de los Miranda, no sólo por ser perro o por fastidiarlo en sus momentos de privacidad con Matilde, sino también por ser regalo del «otro». Tanto odiaba al cachorro que había deseado su muerte con toda la tirria acumulada. En varias ocasiones, estando solo en la sala, se imaginaba de qué forma desearía ver morir al detestable bicho. «¿Cómo se puede matar a un perro sin armar un escándalo por ello?». El animal era una lagartija negra con pintas blancas, que se deslizaba por todos los vericuetos de la casa, se metía entre las piernas (en más de una ocasión estuvo a un centímetro de accidentar a Soledad), subía y bajaba de los sillones, se trepaba de un salto a los brazos de su dueña, ladraba a cualquier cosa que se adentrara en su territorio, hermoso, juguetón hasta la impertinencia. En forma exasperante importunaba a Carlos (parecía de adrede), le mordía la botamanga del pantalón cada vez que llegaba a la casa, y éste no podía manifestar su fastidio por temor a pasar como una persona insensible (por esa época empezaba a surgir en el mundo entero movimientos organizados de defensa a la ecología y a los animales; esto último, fundamentalmente, ante la indignación que provocaban las noticias sobre la extinción de algunas especies, sobre la «crueldad» taurina, y los safaris que se organizaban en África para las fotografías de los ricos y famosos con sus «trofeos» muertos). Debía callarse, morderse las uñas, roer su odio (secuela de los celos), sonreír como un imbécil al pequeño demonio cada vez que se oponía a que abrazara o besase a Matilde (mostraba los incisivos y se apretujaba en el regazo de su dueña, el muy maldito).
Ese día, Soledad, llorando por ella y por su hija, le participaba a su marido la triste noticia: la enfermedad es muy difícil de curar, el tratamiento era caro y, según el veterinario, el sacrificio era la mejor opción para evitar riesgos de contagio.
—¿Estás segura, mujer —dijo Reinaldo quien, al igual que su yerno, repudiaba el fastidioso comportamiento del animal. Le sacaba de sus casillas la absoluta falta de disciplina del perro, a pesar de los latigazos que a diario recibía de sus propias manos. No obstante, mostrando una hipócrita conmiseración, siguió explicando:
—Mira que, no pocas veces, los análisis han resultado inexactos —dijo, mientras pensaba: «que esta vez sean exactos ».
—Es probable, y ¡ojalá así sea!, pero tiene todos los síntomas y son contundentes. Cada hora le veo más postrado… ¡Dios mío!, Matilde se va a morir de tristeza.
—¡Cuánto lo siento, querida! —fue la exclamación de escondido fingimiento de Reinaldo. Sentía que, ¡por fin!, descansaría de los excrementos aparecidos en los lugares menos indicados, del tufillo que le repugnaba, de los ladridos nerviosos, de su rostro triste en el comedor esperando los mendrugos, de… (evidentemente, Reinaldo exageraba un poco sobre el tema, pero era así: con la muerte del perro tuvo la misma sensación que cuando se mata una mosca molestosa o una araña portadora de algún peligro).

Sacrificaron al animal. Facundo también sintió alivio ante el silencio, ante «la paz» que cayó sobre la casa (finalmente resultó que el pobre perro tenía tras sí un ejército de enemigos silenciosos). Cirila, sin embargo, que apreciaba sinceramente al animal, hizo de «llorona» todo ese día, lamentándose ante la injusticia del destino (siempre mostraba ese dolor mezclado de rabia ante la muerte de seres jóvenes), derramando lágrimas sin inhibición alguna, más allá de lo que la formalidad toleraba. «Quiere congraciarse con Matilde —pensó Teresa—, porque nada le creo sobre ese alarde de dolor». «Es una exagerada». «¿Cómo se puede llorar, así, por un simple perro?». «¿Cómo llorará frente a un familiar?».

Habíamos dicho que esta muerte formaba parte de una cadena premonitoria. Es así. Cuando varios días después, Carlos y Matilde, a su regreso de la luna de miel se enteraron de la mala noticia, en la mente de él se hizo conciencia la sospecha de que la fatalidad, una vez más, hacía realidad un deseo suyo. Nunca, hasta ese momento, había relacionado dos acontecimientos de su pasado entre sí. Esta nueva circunstancia produjo en su mente la revelación. Inmediatamente después de escuchar la noticia, le vinieron en mente los recuerdos de las muertes de su padre y de un compañero suyo de colegio. Reconstruyó, primeramente, los detalles de la terrible muerte de su progenitor, y fundamentalmente, la piedad criminal que le había embargado al verlo sin esperanzas de recuperación alguna. Recordaba la eutanasia aliviadora que fervientemente había deseado para él, cuando los médicos le permitieron la visita en la sala de cuidados intensivos, donde su padre se debatía entre la vida y la muerte. Y recordaba con sobrecogedora intranquilidad el deceso que se produjo apenas unas horas después de aquel desalmado deseo. Seguidamente, recordó nítidamente que en época de su adolescencia, habiendo deseado también fervientemente la muerte de un compañero de colegio que le hacía la vida imposible (lo acosaba con la abierta disposición a dejarlo en ridículo, como consecuencia de una discusión baladí que sostuvieron durante un partido de básquet, por la indiferencia que Carlos mostró ante un pedido de pase de pelota), se había dado el mismo desenlace mortal. El trágico accidente que mató a su cruel condiscípulo, se le apareció en todos sus espantosos detalles. En aquel lejano pasado, él se había sentido culpable de la desgracia. Llegó a creer que una mano sobrenatural había caído para vengar el tormento al cual el finado le tenía sometido. Era el mismo sentimiento de culpa que le torturó cuando la muerte de su padre. Era el mismo sentimiento que ahora regresaba, como si los demonios (o los dioses descarriados) estuviesen complaciendo nuevamente esos antojos perversos suyos. Otra vez se repetía la extraña circunstancia; esta vez, con la muerte del perro.


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Ana García
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Re: Novela: El amor en los años sesenta (PP1,PP2...PP10...)

Mensaje sin leer por Ana García »

Siguiendo con el capitulo 8.
En este capitulo aparece de lleno la figura del hermano (Facundo), despreciado por su padre. Recordé el libro de Saramago "caín" y una frase muy elocuente que resume el porqué de la muerte de Abel:
Qué diablo de Dios es éste que, para enaltecer a Abel, desprecia a Caín
Espero que Facundo no se cargue a su hermana, jajaja. El padre potencia el odio en el hijo. Será un protagonista interesante.
Es curioso que en una casa donde se lleva a rajatabla las normas sociales, aparezca Cirila y sus nueve hijos. La excesiva moralina confrontada con la libertad sexual.

Dorita Gómez), cantaba más que bien (única rival verdadera), apeligrando su opción.
Apeligrando es una palabra en desuso por estos lares. Lo busqué en el diccionario RAE y encontré que se mantenía vigente en tu tierra y en algún otro lugar. Qué bueno el rescate.

A ver qué te parece este cambio:
Si no podía conseguir algo que deseaba, debido a la intransigencia de su padre, esperaba, solo esperaba, un tiempo prudencial y volvía al ataque.

Yo eliminaría esa coma.
Ya me contarás.
Un abrazo.
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Óscar Distéfano
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Re: Novela: El amor en los años sesenta (PP1,PP2...PP10...)

Mensaje sin leer por Óscar Distéfano »

Espero que Facundo no se cargue a su hermana, jajaja. El padre potencia el odio en el hijo. Será un protagonista interesante.
El problema de Facundo era su apavorada religiosidad (creía ciégamente en el infierno, aunque sabemos que dentro del clero se producen los mayores excesos). Su concupiscencia llegaba hasta sus primas, y ahí se detenía. Ciertamente, Facundo será un protagonista importante.

Es curioso que en una casa donde se lleva a rajatabla las normas sociales, aparezca Cirila y sus nueve hijos. La excesiva moralina confrontada con la libertad sexual.
Cirila era la mujer romántica por excelencia: se enamoraba fácilmente de cualquiera que se fijara en ella; y los embarazos eran "accidentes" que no estaban previstos por ella. Se puede afirmar que a ella la disgustaba el tener que cargar con esos hijos. Para la tranquilidad de ella encontró el refugio de la Casa Cuna para sus hijos muy chicos (apensa destetados), y luego la casa familiar de los distintos padres.

Dorita Gómez), cantaba más que bien (única rival verdadera), apeligrando su opción.
Apeligrando es una palabra en desuso por estos lares. Lo busqué en el diccionario RAE y encontré que se mantenía vigente en tu tierra y en algún otro lugar. Qué bueno el rescate.

Gracias por este detalle.

A ver qué te parece este cambio:
Si no podía conseguir algo que deseaba, debido a la intransigencia de su padre, esperaba, solo esperaba, un tiempo prudencial y volvía al ataque.

Tu sugerencia será atendida y es agradecida. Había olvidado que en las frases cortas se pueden eliminar las comas, por más normativas que lo justifiquen.

Como tú lo sabrás mejor que yo, el trabajo de corrección es un verdadero via crucis: son interminables los pequeños errores que vamos encontrando.
Un abrazo con agradecimiento.
Óscar


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Óscar Distéfano
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Re: Novela: El amor en los años sesenta (PP1,PP2...PP11...)

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Capítulo 11 PP


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El enlace civil se realizó en la casa de Carlos, ocho días antes que la boda religiosa, en una ceremonia organizada absolutamente por Catalina. Todo fue muy sencillo, con muy escasos invitados, solo parientes y amigos muy allegados, controlados rigurosamente, porque odiaba la intrusión de personas desconocidas que se dedicaban a frecuentar este tipo de eventos solo para comer y beber.
Catalina, poniendo su vanidad en juego, organizó un refrigerio (ostentando la mantelería y cristalería europea que sus hermanas habían cedido a su favor en la partición de la herencia), con finos bocaditos, vinos y champanes chilenos y franceses, que era servido por dos mozos impecablemente vestidos de negro, refrigerio que fue aprobado mentalmente por Soledad. Le pareció óptimo todo lo que su consuegra había hecho para el realce de la ceremonia; realce que pudo apreciarse al otro día en varias fotografías de los diarios El País y La Tribuna; y unos días más tarde en la revista Ñandé.

Matilde estaba más hermosa que nunca, cubierta con un vestido acampanado de vichy, confeccionado con un tejido a cuadros muy simple en dos colores, similar al que se utilizaba en los trapos de cocina, que le copió a Brigitte Bardot cuando ésta se casó con Jacques Charrier en 1959. A Soledad no le hizo ninguna gracia aquella elección; pero al observar las revistas que su hija le había mostrado, se percató de que era una moda que recorría el mundo y, además, a ella la dejaba con ese aura de humildad e inocencia encantadoras. Matilde eligió una tela de cuadritos blancos con verde malva, que hacía juego con una cartera chiquita, redonda, de color verde oscuro y con sus verdes ojos maquillados con bastante buen gusto.

Carlos estaba vestido con pantalón marrón café, camisa blanca y saco de hilo color crema (sport elegante), sin corbata. El buen gusto en el vestir reinaba en el ambiente. Quien más quien menos se había preocupado en presentarse lo mejor posible. Estuvo presente el tío Pablito, aunque no así las dos tías, quienes carecían ya de voluntad para tan largo viaje. Había traído una oveja y un cerdo enorme, vivos en jaulas, y él mismo se encargó a los pocos días de carnearlos ahí, en el patio de la casa, para la fiesta.

Como muchos católicos, ambas familias se habían preguntado hasta dónde el matrimonio civil es válido delante de los ojos del Señor. El padre Giménez les había aclarado que la religión católica siempre ha enseñado que aquellos que se casan por la ley y se separan pueden volver a casarse por la iglesia, entendiendo que el matrimonio por la ley no se encuentra legitimado todavía delante de Dios.
—¿Pero, qué significa eso, padre? —había preguntado Soledad.
—Esto significa, hija mía —decía— que, antes del matrimonio religioso, los esposos no pueden dormir juntos. El llevar a cabo los actos de intimidad sexual sin la bendición de Dios, bendición que se concede solo en la celebración del Sacramento del matrimonio, es fornicación, un pecado mortal. En la Biblia, la palabra fornicación se refiere a algunas formas de contacto físico íntimo fuera del matrimonio. El sexo prematrimonial es un pecado tan grave como el adulterio.
Ambas familias entendieron que las cosas eran así; y, al terminar la ceremonia, Matilde volvió a la casa de sus padres a esperar la ceremonia religiosa, mientras siguió viviendo esa semana en su casa. El comportamiento era como si fueran novios todavía.
—Esta semana será la más larga de mi vida —le dijo Carlos a su prometida en el sofá de la sala, mientras le llenaba de besos y caricias que aumentaban su libido como un volcán en inminente erupción.
—No creas que para mí no será —replicó Matilde—. Falta muy poco, mi amor; ten paciencia; luego seré totalmente tuya, solo tuya.
Esa semana, en las paredes de ambas casas, empezaron a colgarse fotografías prolijamente enmarcadas del acontecimiento civil, mientras otras eran colocadas sobre repisas y aparadores. En el hogar se respiraba ese aire de esperanza y gratitud a la vida que nace de visualizar un venturoso futuro. Como el afecto familiar era tan sincero y fuerte, todos los habitantes de la casa se movieron esa semana con sonrisas en los labios y una emoción que les hacía latir con mayor ritmo el corazón.


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La ceremonia del casamiento religioso se llevó a cabo en una capilla antigua y de construcción acogedora del barrio colindante al de la familia Miranda. Era más bien pequeña, con capacidad para unas cincuenta personas, que casi siempre rebosaba de gente, y éstas se resignaban a observar y escuchar la ceremonia agolpadas en la puerta principal, en las ventanas de los costados o, en último caso, poniendo atención desde la vereda. Quizás el tamaño de la capilla haya sido el principal factor de su encanto, pues era un verdadero privilegio encontrarse en su interior cómodamente sentado, por lo emocionantemente artístico de su arquitectura, con el regalo visual de la mucha madera tallada en su interior, el decorado minimalista de exquisito gusto, con el cien por ciento de plantas y flores naturales, el Cristo imponente, admirable, que consistía en una enorme plancha de un metro por dos de hierro forjado, donde se hallaban incrustados proporcionalmente la cabeza, las manos y los pies de Cristo, sin cuerpo. Era una obra realmente bella, obra de primer mundo perdida en una capilla perdida de un país perdido en el mundo.
Se lo reconocía como templo preferido de los más pudientes por el costoso revestimiento con mármol de carrara moldurados de sus paredes y pilares, los exquisitos cuadros sobre el martirio y el hermoso altar de madera cubierto con dos manteles, uno de lino y el otro de ao Po'i (tela en base a hilo de algodón), que había construido (y regalado) uno de los más renombrados arquitectos de la ciudad (homosexual solterón, dueño de una cuantiosa fortuna).
—Este vicioso «108 » —le dijo Reinaldo, en su oído, a Soledad— quiere ganarse el cielo como en la época de las indulgencias. Intenta comprar con mármol su salvación.
—No seas ordinario —le reclamó ella—. ¿Por qué tú también utilizas esa expresión grosera?
Reinaldo era abiertamente homofóbico. Hacía seis meses, el primero de setiembre de 1959 un trágico suceso sacudió a la sociedad paraguaya, cuando el locutor de radio Comuneros, Bernardo Aranda, murió calcinado en la habitación de un inquilinato, en el barrio donde vivía Carlos. Según la Policía, Aranda habría sido asesinado en un «ajuste de cuentas entre homosexuales». Sus asesinos incendiaron la habitación para borrar evidencias o dejar algún macabro mensaje. La reacción represiva por parte de la dictadura desencadenó una verdadera «cacería de brujos» contra los presuntos miembros de la comunidad homosexual de la época. Las autoridades confeccionaron una lista de ciento ocho personas, todas del sexo masculino, a quienes consideraban homosexuales, y procedieron a arrestarlas y torturarlas sin misericordia, en la búsqueda de los asesinos de Aranda. Nunca se probó si alguno de los «108» detenidos tuvo relación con el crimen. Pero corrió la voz de que el operativo se realizó para encubrir el relacionamiento que Aranda mantenía con un hijo de Stroessner, Gustavo, cuya homosexualidad se quería tapar a toda costa. El caso pasó a ser conocido como la historia de «los 108 y un quemado», que era contada en voz baja, ya que había un acuerdo implícito de no hablar públicamente del tema. Quienes integraban la lista de «los 108» pasaron a ser consideradas personas indeseables para gran parte de la sociedad (muchos de ellos se fueron a vivir al extranjero) y, por extensión, a quienes se consideraba ser homosexual, se les decía: «Es un 108»".
—Este también se encuentra en la lista de «los 108» —respondió Reinaldo, como justificando su odio.
—Bien sabes que ese fue un caso de absoluta injusticia. A mucha gente decente se le ha mancillado en su honor; además, se cuenta que los policías que participaron del operativo ejercieron chantajes, robaron en los allanamientos, y llegaron a violar a las mujeres de los que se encontraban en la lista.
—Esas son habladurías. Lo cierto es que el gobierno les dio una gran lección a estos «desviados ».
—Pero, mira de lo que me obligas a hablar en la boda de mi hija —protestó Soledad—. Es un tema morboso. ¡Déjame en paz!

El servicio parroquial tenía la presumida fama de ser más costoso que el de las parroquias aledañas (de todo el país). Soledad, más allá de que ella era una asidua colaboradora en la limpieza y la renovación de plantas y flores de la coqueta capilla, había encargado (con recargo de precio) la alfombra roja que se extendía desde el atrio hasta el altar; y ella misma, con la ayuda incansable de Cirila y las sobrinas, se hizo cargo del decorado del templo con tules blancos, abundantes lirios y rosas blancos y cirios coloridos ubicados sobre pedestales de hierro artesanalmente trabajados. De banco en banco fueron hermoseados el paseo central, los pilares que separaban las pequeñas naves, y todos los ventanales (con cariño lavó personalmente los vitrales que siempre había apreciado en las ceremonias rituales de los domingos). Contrató, además, el coro de la iglesia, un renombrado grupo de padres del barrio, que sentían la fe con mayor intensidad a través de la música, y regalaban su arte a la parroquia para congraciarse con la curia y el cielo.


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A decir verdad, la ceremonia religiosa estuvo a la altura del magno acontecimiento; no así la fiesta llevada a cabo en el local de la Asociación de empleados bancarios, donde el padre de Carlos había sido uno de sus recordados presidentes. A Soledad le disgustaron ciertos desaliños en el servicio, algunas fallas en el suministro eléctrico (que no era sino intermitente contrariedad provocada por la vieja usina a diesel que ya no daba abasto en la ciudad), la falta de profesionalismo de algunos integrantes de la orquesta (dos o tres de ellos se presentaron en camisa, sin saco ni corbata), y el fatal accidente de que las pastas se habían pasado un tanto de cocción. «Estaban empasteladas», criticó Soledad, ante la impasible circunspección de su marido. Pero la insatisfacción parecía, más bien, una quisquillosidad antes que una real impresión. Su espíritu perfeccionista siempre le hacía pasar estos sinsabores, ya que a la fiesta no le faltó nada (según infinidad de asistentes que declaraban su complacencia): la orquesta hizo una excelente presentación, inundando el ambiente de composiciones bien ejecutadas en inglés y en español (sólo al final, a la hora de las corbatas desatadas, se entusiasmaron con algunos chirriantes rocanroles que escandalizaron a Catalina, y le hicieron sufrir mares por el mal auditivo que padecía. «Se divierten con alborotos, como los indígenas, murmuró, cuando se retiraba apresuradamente de la fiesta); y no pusieron reparos en trabajar una hora más de lo establecido en el contrato. Los mozos, impecablemente vestidos, servían con mucha cortesía las distintas mesas. No dejaban ningún detalle librado al azar. Todo lo hacían con esmero. Aunque, para decirlo con franqueza, ante una pequeña propina, se lograba comprar sus voluntades (costumbre que ya era folclórica en el país), y la atención hacia la tal mesa se volvía abiertamente complaciente. Se esmeraban el doble, sirviendo al sobornador lo mejor y la mayor cantidad de bebidas y comidas.
El decorado del salón, ideado y dirigido según el gusto de Soledad (con algunas tímidas intervenciones de Matilde), se encontraba impecable: la iluminación con luces de colores, donde predominaba el verde, le daba una atmósfera cálida, íntima, relajante; las flores de todo tipo, adquiridas sin discreción, realzaban el aspecto primaveral y juvenil; y, las mesas con sus manteles blancos, sus graciosos centros de mesa, el piso que relucía de tanto brillo, y los invitados, que respondieron al llamado vestidos elegantemente, convertían a la reunión en una gala que agradaba a parientes de ambos desposados. Podríamos afirmar que la imagen de la familia, no sólo estaba salvada, sino que aumentaba en distinción a los ojos de todo el mundo.
Matilde, enfundada en su sobrio traje blanco repleto de bordados manuales y lentejuelas (exquisita obra artesanal de confecciones Hebe, la modista del centro), ceñido al cuerpo, de tal suerte que hacía resaltar las armoniosas líneas desde los hombros hasta las caderas, recorriendo del brazo de su flamante marido, visitaba cada una de las mesas, saludando con su abierta sonrisa, sacándose fotos con la parentela y amigos, de una punta del salón a la otra, radiante, dichosa (¡Qué bella estaba!), agradecida del gran momento que le tocaba vivir. Mirarlos era un deleite: jóvenes ambos; él, llamativamente apuesto; hermosa, delgada, sin una gota de grasa demás, ella, trasmitían la provocadora emoción de una vida que prometía felicidad eterna. Como en las películas de Hollywood. Las personas mayores, principalmente aquellas que habían vivido experiencias similares, regresaban con nostalgia a sus lejanas épocas de esplendor; y los jóvenes, huérfanos aún de las agitaciones existenciales, se dejaban llevar, contagiados por la magia de la atmósfera, por ensoñaciones, donde pretendían para sí mismos idéntico destino. Carol y Ramiro estuvieron entre los invitados privilegiados, en compañía de tres o cuatro compañeros de facultad más. Carlos se negó a aceptar la fastuosidad que su madre le había ofrecido. Prefería que le regalara el dinero para sus primeros tiempos de casado. Pero, aun así, la fiesta fue todo un éxito social, y ello gracias a la voluntad de Soledad.

Reinaldo, quien estaba para cumplir los cincuenta y dos años en octubre, no dejaba de atormentarse con la idea que estaba haciéndose mayor —y que le llevaba doce años a su hermosa mujer, a quien veía esplendorosa aquella noche—. El marido más suertudo del mundo se sentía envejecer, aunque a su edad ni mucho menos se le podía tildar de anciano. Esta obsesión por la edad empezó a fijarse en su mente desde que traspasó la barrera de los cincuenta años (cincuentón). Cuando cumplió cuarenta, su esposa le había regalado un prendedor de oro tallado con la famosa frase: «La vida empieza a los cuarenta». «¿Y ahora qué», pensó cuándo cumplió los cincuenta. No es que él se sintiera viejo; es solo que tomó conciencia del tempus fugit en toda su dimensión: ese pulular de gente joven, hermosas señoritas que esperaban la llegada del amor, esas risas francas con sonido a futuro, esos contoneos sensuales de los bailarines, demasiadas cosas estaban perdidas ya para él, demasiados recuerdos sentía cargados en su memoria, y mucha diferencia de extensión vital notaba entre lo vivido y el hipotético porvivir. Como dice el tango: «Veinte años no es nada», o la gente del vulgo: «Se ha acortado ya el camino». Él, debido a su carácter apocado, dominado por un eterno pánico escénico, que nunca logró ser un verdadero protagonista de la vida, sentado, a veces solo porque Soledad trajinaba de aquí para allá, ya no formaba parte del argumento de la obra: era solo el observador, el público dentro del teatro de la vida. —Y esto duele a cualquiera.

En medio de toda esa parafernalia de la farra, en donde los amigos le insinuaban procaces sugerencias para el momento íntimo que se avecinaba, Carlos, muy a pesar suyo, súbitamente se sintió inmerso en la inseguridad de no encontrarse a la altura de los acontecimientos que su naturaleza varonil le exigía. Para decirlo sin ambages, la extraordinaria belleza de la novia, moviéndose como una reina que apetecía los néctares y las ambrosías demandadas por su coronamiento, sumada a su viejo problema viril, comenzaban a intimidarlo. No es que dudase del éxito de la carrera (pensándolo bien, ya lo había ganado), pero quería para sí el laurel mayor, la gloria sin reparos; y la amenazante imposibilidad de sostenerse en la gloria no lo dejaba disfrutar plenamente de su conquista. Con sucesivos tragos de whisky, y repitiéndose mentalmente la frase: «¡Fuera, malditos demonios!» logró mantener la confianza en sí mismo, y fue relajándose en las manos apretadas de su adorada esposa.
Ella no lo soltaba ni un instante porque, como apoyándose, también temblaba de emoción. Recordaba su noviazgo, los innocuos forcejeos clandestinos que las escasas ocasiones le habían permitido a Carlos, intentos de manoseos que ella nunca consintió. Había logrado la orgullosa condición de casarse virgen; pero, como una ciudad largamente asediada, no tenía la certeza de ofrecer al invasor el botín sublime que codiciaba. Dudas, pequeñas aflicciones que escondía tras su recatada dicha.
—¿Ves, mi amor? Todo llega. Ahora soy toda tuya —le susurró al oído, en un momento dado.
—Yo solo me enamoré de tu sonrisa con hoyuelo y tuve que casarme contigo entera.
—¡Eh! —exclamó ella; pues entonces solo tendrás mi sonrisa en la luna de miel.
—No, no, mi vida. Era una broma. Lo cierto es que eres toda mía —le respondió él, sonriéndole con complicidad—. Ahora eres mi Afrodita, mi diosa griega.

Poco después, alguien apagó las luces y, al encenderlas de nuevo, los novios habían desaparecido. Los aplausos no se hicieron esperar, y los rostros, los gritos de euforia, las risas de espontánea confabulación auguraban para los recién casados una exaltada noche de placer.

Unos días antes, Soledad había solicitado los servicios de su «pruebero» para conocer de antemano, a través de las cartas, el resultado de la fiesta. Una vez más, el vidente no se había equivocado.
—Exacto, tal como lo anunciaste —le comentaría al otro día, al tiempo que le daba una propina extra, de puro contenta que estaba. Nadie, ni las personas de su mayor confianza habían puesto reparos a la fiesta; al contrario, con lágrimas en los ojos, le hablaban maravillas de la histórica noche.

También influyó, para el final sin contratiempos de la jarana, la época difícil de dictadura militar que se vivía en el país. El edicto policial, que prohibía cualquier reunión social después de la una de la madrugada, finalmente favoreció preventivamente cualquier hipotético desborde de los jóvenes inadaptados, que siempre aparecen cuando los efectos del alcohol los liberan de sus inhibiciones.
Este hecho y aquellos comentarios de parientes y amigos, evidenciados en las lujosas fotografías (pruebas inequívocas que aparecieron, tras celosos trámites, en las páginas de Sociales de los periódicos de la ciudad), terminaron por convencer a Soledad de que la fiesta había resultado un éxito, haciéndole olvidar sus quisquillosidades anteriores. El único (aunque pequeño) inconveniente que sacó a Soledad de sus casillas fue la exagerada congoja de Cirila. La pobre mujer, si bien sus emociones eran sinceras, se pasó la noche hundida en un comportamiento lacrimógeno (no sabemos si influenciada por las radionovelas que estaba saturada de escuchar), pero que, con enérgico disgusto, Soledad se encargó de enviar a la zona de servicio.
Cuando llegó a su casa, aunque pesaba sobre la familia la deuda adquirida para la costosa velada, sintió que la misión estaba cumplida. Por primera vez, después de varios meses, esa noche pudo dormir aliviada y satisfecha.


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Al otro día, Reinaldo, luego de recoger su diario en el porche de su casa, se sentó en su sillón de mimbre a tomar su mate y leer las noticias. Después de todo, la boda había resultado satisfactoria para su juicio, y una paz interior se apoderó de él, mientras la brisa fresca de aquella mañana de mayo acariciaba su torso desnudo (andar sin camisa fue una costumbre de siempre de Reinaldo). Era el domingo, 10 de abril de 1960. Cuando unos minutos más tarde estuvo comentando a su mujer la noticia sobre el casamiento, le dijo también:
—Por suerte, todo salió bien. Todo este tiempo tuve en mente ese dicho: «Año bisiesto, año siniestro» —. Era una broma, ya que Reinaldo sabía lo crédula que era su esposa.
—¡Dios mío! —dijo Soledad—. ¿Este año es bisiesto?
—Sí, es bisiesto.
—¿Para qué me cuentas? Ahora estaré preocupada hasta que termine el año.


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Cuando Cirila se fue a barrer la vereda y recoger las hojas secas y regar las plantas, encontró en una esquina del jardín de la casa de los Miranda dos velas rojas con moños también rojos, una botella de aguardiente vacía, de cuyo interior sacó un trozo de papel con el nombre de Matilde y de Carlos y dos plumas de cabureí, y una muñeca de trapo clavada con una aguja de crochet. Las velas estaban ya consumidas. Muerta de miedo, pegó un grito histérico que se oyó hasta tres casas más allá, mientras corría a contarle el descubrimiento a Soledad. Ésta casi se volvió loca. Se fue corriendo junto al padre Giménez, con quien comentó el caso y a quien pidió la fórmula para anular el hechizo.
—¿No han tocado nada? —preguntó el hombre de Dios.
—No, padre, nada se ha tocado. He dado esa orden —dijo Soledad, con la expresión lívida aún en el rostro.
—Bien… Es mejor así —dijo el padre Giménez; y luego de recoger los elementos divinos (incienso y agua bendita) para la anulación del embrujo, ya en camino en el auto de la parroquia, prosiguió—:
—Esto es un trabajo de desamarre porque alguien le quiere provocar daño a la pareja, desean vaciar de amor sus corazones; lo más probable es que, al no lograr impedir la boda, estén buscando que la pareja no se entienda, que se confronten y luego se separen; pero no hay que preocuparse mucho, de nada les servirá si Matilde y Carlos tienen el respaldo de su fe.
Al llegar a la casa varios vecinos se encontraban ya fisgoneando en la vereda. Cirila hablaba con unas señoras, comentándoles con lujo de detalles el suceso, y éstas se santiguaban a cada complemento que oían.
Es difícil aceptar que el padre Giménez, un jesuita formado en España, con una profunda formación teológica y eclesiástica, se haya vuelto proclive a creer en estas supersticiones del pueblo; más bien se puede entender como un respeto hacia tales creencias. Se dice que, antes de su expulsión del Paraguay, por orden del rey Carlos III mediante la Pragmática Sanción del veintisiete de febrero de 1767, los jesuitas tenían muy organizada la vida social y religiosa, con ceremonias alegres a la usanza de los mismos indios, sus celebraciones dominicales, su vida sacramental. Procuraban la difusión de los valores evangélicos, pero sin imposiciones, sin negar sus creencias. Era un progresismo que no gustó a mucha gente. De ahí que, la postura del padre Giménez, con aquel mismo espíritu jesuita, se pueda interpretar como un «seguir la corriente» de lo que nuestra familia Miranda creía, fundamentalmente Soledad y Facundo.
—Usted sabe, padre, que somos una familia de fe. ¿Eso basta, entonces, para ser inmunes a estos ataques diabólicos? —preguntó Soledad, siempre preocupada de que el nuevo matrimonio sea perseguido por la desgracia.
—A veces el diablo vence las defensas de la fe —dijo el sacerdote con aplomo y franqueza—, ¿por qué negarlo?, y puede ejercer su maligno poder a pesar de encontrarse uno en gracia; pero, si además de la fe, una persona católica nunca se ha metido con este tipo de trabajos, que no es lo mismo que decir «si no crees en eso no te pasará nada», es más que seguro que será inmune. Por más que neguemos su existencia, estos embrujos son obras del diablo, no debemos desentendernos de sus efectos. Ni Dios puede negar la existencia del diablo. Aunque seamos todos creyentes de Jesucristo, existe la maldad en la tierra y en la gente, unos son más malos y otros menos, pero existe la maldad diabólica. Si a pesar de saber que existe, nunca hemos tratado de usar esos «poderes negros» para perjudicar a alguna persona, deseándole cosas malas; entonces, no tenemos de qué preocuparnos, nada de eso podrá nunca tocarnos..., «es eso lo que nos salva». Mantengamos la calma, y nunca hagamos o digamos lo que a nosotros no nos gustaría que nos lo hicieran..., y estaremos a salvo de cualquier «trabajo negro», por muy poderoso que este sea.
El padre Giménez pidió un trozo de tela negra de cualquier índole, lo que sea. Cirila dijo que solo recordaba una camisa negra de Reinaldo.
—Pues, tráelo, hija…, ¿qué esperas? —reclamó con urgencia, Soledad.
—Sí, tía madrina —dijo Cirila, apresurándose a cumplir la orden recibida.
Una vez que tuvo la tela en su poder, el padre Giménez recogió con mucho cuidado todos los elementos del hechizo y los depositó sobre el lomo de la camisa que estaba extendida en el césped, y una vez concluida esa labor los envolvió con no menos cuidado, ceremoniosamente, ante la mirada de una buena cantidad de curiosos congregados ya a esa hora, pidió le trajeran hojas de periódicos, y con ellos envolvió a su vez el bulto de la camisa negra y dio orden a Cirila para que lo llevara al auto. Luego, sacó una botellita de vidrio de su bolsillo, la abrió y empezó a rociar todo el lugar con agua bendita, mientras decía unas palabras imperativas en latín que nadie entendía. Y para concluir esta especie de exorcismo, el padre pidió rezar el padrenuestro a todos los presentes. No solo Soledad, sino todos los vecinos y amigos quedaron sumamente aliviados.


La compasión es la manifestación civilizada del desprecio.



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Óscar Distéfano
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Re: Novela: El amor en los años sesenta (PP1,PP2...PP12...)

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PP12


El Peugeot que era ahora de Carlos se encontraba en buenas condiciones. Decidió, entonces, el emocionado joven utilizarlo para el viaje de luna de miel, ya que el lugar donde irían distaba menos de cincuenta kilómetros de Asunción. Luego de un riguroso mantenimiento, el rodado estuvo listo, impecablemente lavado y encerado. A bordo del mismo, la flamante pareja se dirigió hacia la ciudad balnearia de San Bernardino. Diez kilómetros antes de llegar a destino, fueron detenidos por una barrera policial.
—¿Documentos? —dijo un oficial alto, de expresión soberbia que calzaba unas botas hasta las rodillas. «Botas de caballería», pensó extrañado Carlos. Sucede que la milicia trataba con desdén a los polis. El golpe de estado del cincuenta y cuatro había llevado a cabo exclusivamente la fuerza militar, sin intervención de la policía; de ahí que existía una apropiación del poder por parte de los militares. A partir de ese golpe la policía pasó a ser una fuerza de segundo orden. Y lo que extrañó a Carlos fue la posibilidad de que ambas fuerzas hayan estado trabajando juntas; pero, teniendo en cuenta la indumentaria, el corte de pelo (más largo que el de los militares), la forma menos rigurosa de comportarse, pensó que esas botas no eran sino una forma patética de admiración —tal vez también de envidia— que el policía sentía por los militares.
El oficial llevaba un bigote finísimo, extremadamente bien delineado, que se acariciaba a cada tanto con los dedos pulgar e índice, en tanto que levantaba el mentón como para demostrar un aire de orgullosa autoridad. Carlos, mientras le pasaba los documentos, supuso que le llevaría mucho tiempo cuidar aquel bigote tipo Clark Gable.
—Aquí tiene, señor oficial. —Carlos sabía que a más respetuoso trato, menos inconvenientes se creaban con estos esbirros del poder.
—¿De dónde vienen? —preguntó el gubernativo, mientras cotejaba los nombres en un libro que tenía entre las manos.
—De Asunción —respondió Carlos, aunque sintió deseos de contestarle: «¿Y a usted qué le importa?».
—¿Destino? —preguntó el oficial, como un autómata («¿Y a usted qué le importa?», pensó de nuevo Carlos). Se notaba que era una pregunta retórica, inútil (por no decir estúpida), lanzada solo para reafirmar la autoridad.
—Acá, San Bernardino. Acabamos de casarnos, señor oficial —dijo Carlos con sorna, tratando de acortar el interrogatorio.
—¡Ah!, de luna de miel… Qué bueno… ¿No les sobró algún vinito por ahí?
—Sí, claro —respondió, Carlos, mientras se bajaba del auto para dirigirse a la valijera y sacar una botella de vino, unos bocaditos y entregárselos al policía.
—¡Ah!... ¿Es usted pariente del general Martínez? —preguntó el oficial, al notar el apellido de Carlos.
—Es mi tío —mintió Carlos. Sabía que jamás el policía iría a corroborar si era cierto o no lo que le decía.
—Bien. Bien…Gracias, mil gracias, jefecito. Saludos a mi general Martínez, de parte del oficial Fabio Queiroz. ¡Viva el general Stroessner! —dijo, mientras ordenaba a sus demás hombres a despejar el paso.
—Dictadura de mierda —fue todo lo que Carlos masculló, mientras marchaban raudamente hacia la ciudad.
—¿No te gusta nuestro gobierno? —le preguntó Matilde, solo con intenciones de ir conociendo más a su marido. Recordó a su padre hablar maravillas del general Stroessner.
—A ti tampoco debería gustarte —respondió Carlos—. Ahora que eres mi mujer tenemos que estar de acuerdo en ciertas verdades fundamentales de la vida política. Sabemos que tu familia es de extracción liberal; y la mía, colorada. Son dos partidos políticos radicalmente opuestos en sus concepciones; pero, eso es aceptable en una democracia. Jamás te pediré que cambies de partido, si no lo deseas; pero sí te exigiré que rechaces la injusticia, la barbarie de un régimen ilegítimo que llegó al poder por la fuerza bruta.
—Entiendo, mi amor, y creo que tienes toda la razón —le dijo, mientras se acercó a él para estamparle un beso en la mejilla.

Llegaron al lugar que habían escogido. Se trataba de un acogedor chalecito a orillas del lago Ypacaraí, sobre una costa balnearia cerca del centro urbano de la ciudad. La casa fue cedida en préstamo por el compañero y amigo Ramiro como regalo de boda. En Paraguay, de clima tropical, donde nunca había nevado, el verano duraba casi ocho meses, el verano-verano era un infierno, y los mosquitos se constituían en la peor plaga que pudiera existir (entraban en la boca al hablar). Sin embargo, de tanto en tanto, había noches en que la brisa irrumpía persistentemente, haciendo posible una velada agradable al aire libre.
Aquella noche de abril, ya con el calor insufrible un tanto replegado, bajo un cielo hondo en su inmensidad, tachonado de cercanas (colgadas) estrellas, con un intenso claro de luna que derramaba su luz sobre el lago, el lugar se encontraba libre de los malditos dípteros. La brisa, que crecía y se calmaba intermitentemente, llegaba en oleajes. Habría sido un deleite sentarse en la terraza de madera que daba al lago, escuchar un instrumental de O sole mio, beber unas cervezas y disfrutar, en compañía de la mujer amada, la impresionante creación que se mostraba esplendorosa ante los ojos (hubiese servido a Carlos para atemperar los ánimos y sujetar la espontaneidad que se le escapaba); pero no fue así. El desconcierto de su deseo tantos meses aplacado, exigía el recogimiento íntimo urgente, el apremio de la desnudez, la gula de la boca dispuesta, el deseo visual del cuerpo desnudo en la alcoba.
Entrada ya la madrugada, en medio de un silencio profundo, contrastante con el bullicio y la animación que habían vivido en la fiesta, se encontraron en ese lugar paradisíaco, donde las sacerdotisas del amor dispusieron el altar del divino sacrificio. La naturaleza, en todo su esplendor nocturno, con sus enormes árboles susurrando y balanceándose en la brisa, creaba el ambiente propicio, exacto, para una luna de miel inolvidable. Era como si los comprensivos dioses, en esa circunstancia perfecta, otorgasen también ellos su regalo de bodas.
Además del perceptible nerviosismo de Carlos, en quien estaba depositado la responsabilidad de la conducción del momento íntimo, Matilde también, ante el desconocimiento de los compases que estaba obligada a danzar, contribuyó a subir los decibeles de la tensión. Mientras Carlos abría la puerta, se miraban, reían casi forzados por el requisito, se besaban maquinalmente, volvían a reír sin razones evidentes. Seguía escuchándose la música instrumental italiana que pasaban por la radio; ahora se oía la melodía de Torna Sorrento.

El largo y controlado noviazgo influía decisivamente en el apresto de la pareja. Tanto tiempo de prudencia, de absoluto bloqueo de sus ímpetus carnales, provocaba una terrible falta de naturalidad en Carlos. Catorce largos meses sentado en la sala de los Miranda, no más allá de besos y caricias, imposibilitado de romper las vallas que comprimían el deseo, lo habían resignado a una angustiosa espera. Catorce meses sin sexo (con su novia), torturado por la idea de poseer el cuerpo de su amada, de hacer todo lo que su fantasía había creado, de palparla y acariciarla y estrujarla (recordaba que, a veces, ella se levantaba de un salto y se iba a beber agua o a preparar un jugo en la cocina, solo porque necesitaba escapar del éxtasis).

Ella, bloqueada por completo de las cuestiones del instinto (su convicción moral fue un verdadero sabueso en este menester), dominada por la áspera educación religiosa y familiar, había vivido el recatado noviazgo como algo que no puede vivirse de otra manera, convencida de que el goce de la carne empezaba a aprenderse después del casamiento con la guía del hombre.
—Estoy recordando una cita de Jane Austen: «La felicidad en el matrimonio depende enteramente de la suerte». ¿Qué piensas, mi amor? ¿Estás de acuerdo? —dijo Matilde, refiriéndose a la afirmación de una de sus autoras favoritas.
—No estoy de acuerdo —le siguió Carlos—. Yo pienso que, habiendo empezado bien, congeniando entre nosotros, sintiéndonos felices ambos, ¿qué papel podría desempeñar la suerte? Solo estaría de acuerdo si factores foráneos y azarosos interfirieran; pero, si de nosotros dependiera, ninguna fuerza maligna podría truncar nuestra dicha. ¿No te parece?
—Cierto, muy cierto. Solo la fuerza de Dios podrá separarnos —dijo Matilde, agradecida por las palabras optimistas de su flamante marido—. Pero Dios nunca querrá eso.
Entonces, levantando sus brazos (Carlos era más de diez centímetros más alto que Matilde), abriendo la boca y rehaciendo su habitual expresión seductora, abrazó a su marido en puntas de pie, y éste la besó apasionadamente.

Ya en la cama, con la venia social que le otorgó la libreta de familia y todo su libre albedrío a disposición, con el camino abierto para el arrebato lujurioso, se encontraban, sin embargo, un tanto confusos. Carlos, a pesar de la no escasa experiencia (ganada en los prostíbulos, con muchachas fáciles de su barrio y con condiscípulas de la facultad), se sintió un tanto vacilante frente a la situación que lo sobrepasaba, a esa entrega demasiado sumisa de su esposa. Recordó a una de las pacientes y avezadas putas que le había desnudado los secretos de la relación carnal, tratando de rescatar aquellas sabias lecciones que tanto necesitaba en ese momento. La realidad lo superaba. Había secuestrado a esa doncella con el arma de una rúbrica en un libro; y, ahora, ella se encontraba a merced de todos sus antojos, sumisa, dispuesta a cumplir los deseos de su «secuestrador». Una situación simple, clara —¿no es así? —, que se había dado para el disfrute suyo. Solo que Carlos carecía de la capacidad para ver tan lúcido la realidad.
La belleza turbadora que veía en su flamante esposa exigía una actuación sin evasivas. El compromiso de lograr una noche de amor para el recuerdo, atentaba directamente sobre la confianza en sí mismo; y el razonamiento excesivo que todo lo analizaba, impedía dejarse llevar por el vértigo del instinto, lo cual hacía crecer aún más su nerviosismo (le sudaban ya las manos). Conste que el joven había revisado a fondo el Kamasutra, se había documentado sobre cómo tratar a una mujer virgen, y había cuidado su físico, su parte íntima, con esmero, utilizando todas las recetas más efectivas de la medicina natural que le recomendaron. No obstante, en cuestión de minutos se encontró en un callejón sin salida, en una disyuntiva desagradable: apurarse, caer en lo precipitado, o luchar para aplacar sus instintos y buscar una velada controlada, acorde con el largo tiempo del que disponían. «Mis venerados demonios», pensó. Lo cierto es que estaba racionalizando demasiado la situación, y eso podría volverse en su contra (se volvió).

Matilde, por su parte, a pesar de las dudas, no se dejó llevar por la turbación que la amenazaba, y optó por dejar en manos de su marido toda responsabilidad e iniciativa de la consumación conyugal. «¡Sé tú mi guía, mi señor!».

Luego, el profundo amor que sentían, sublime sentimiento que tolera las limitaciones, abrigaba la expectativa de que los nuevos amantes salieran airosos de aquella primera experiencia.

Desde la cama, a través del gran ventanal, podía divisarse el lago, donde la brisa seguía jugueteando con el reflejo de la luna. Al cabo de un diálogo intrascendente, más dueño de sí por la calma que brinda la conciencia de la dura lucha desembocada en la conquista (y por repetirse unas diez veces: «déjate de boberías, imbécil. ¿No ves que esto no es un examen de facultad?»), Carlos se adentró en las caricias, en el juego fascinante del tacto, que poco a poco iba relajando a ambos, predisponiéndolos al ahondamiento del amor carnal.

Matilde respondió favorablemente, entregándose sin retaceos a todo lo que su marido sugería. En un momento dado, se soltó delicada y suavemente de los brazos de Carlos para dirigirse al baño, desvestirse y ponerse el camisón negro transparente que su madre le había comprado para la ocasión. Al salir, luego de soltarse la cabellera, su figura deslumbrante dejó a Carlos sumido en absoluto embeleso. Ella estaba más hermosa que nunca, con el cabello suelto cayéndole sobre los hombros, con los senos firmes liberados del sostén, con los ojos húmedos que intensificaba el color verde de sus pupilas, con la cómplice sonrisa con hoyuelos que aumentaba su sensualidad, con su cintura fina, con sus caderas compactas, con su cuerpo saturado de femineidad. El cuarto se iluminó con un resplandor inesperado. No es que antes las cosas carecieran de sentido; pero, de golpe, todo adquirió, como por arte de magia, el milagro de la perfección, todas las cosas parecieron recibir el soplo de la vida. «Es sólo una mujer, pero es también una diosa. Ni poseyéndola diez veces esta noche me sentiría satisfecho», pensó Carlos.
Matilde era de una blancura de marfil, el cuerpo levemente inclinado hacia atrás le brindaba un aire señorial que acentuaba su ya de por sí apabullante belleza, e hizo nacer en Carlos la fantasía de estar frente a una casta doncella encaminándose hacia el altar del sacrificio.
Increíblemente (gracias al instinto), Matilde sentía que minuto a minuto aumentaba su deseo sexual. Estaba dispuesta a responder a los estímulos de su pareja y de acabar con los acendrados tabúes para disfrutar de su sexualidad en compañía del hombre de su vida. Ante la mirada de su marido se sentía más sexy durante esos instantes, más dispuesta a sonreír con coquetería y a introducirse en el juego erótico.

Él sintió un nudo en la garganta. Siempre fue consciente de que se estaba esposando con una mujer hermosa, pero su imaginación no había visualizado tan magnífico cuadro. En ropas íntimas le parecía cien veces más atractiva que en ropa de calle. Se encontraba ante un espectáculo que sobrepasaba todos los límites de su sueño. Se sentía un hombre realmente afortunado. Sintió que levitaba en la cama. «Y pensar que será mía toda la vida», pensó, ingenuamente.

Matilde, un tanto dominada todavía por el pudor, hizo un ademán de cubrirse con las manos. Este detalle agradó más aún a Carlos. El encogimiento de ella le trasmitía esa dulce sensación de superioridad que relaja. Se sintió más dueño de la situación, al igual que un profesor frente a un alumno novato.
—Apaga la luz, por favor —le susurró ella—, después de unos apasionados besos. Aunque se manifestaba la timidez para mostrarse desnuda, los inconvenientes psicológicos parecieron replegarse.
—No —le dijo Carlos—, no quiero dejar de mirarte. En todo caso, evitaré la luz directa. —Apagó la luz central y abrió un poco más la puerta del baño que permanecía con la luz encendida.
—Qué tranquilo es este lugar… Gracias por traerme aquí —comentó Matilde, mientras se acomodaba entre los brazos de Carlos, e iba creciendo en ella los llamados del instinto.
—¿Escuchas el susurro de las hojas? —le preguntó Carlos, contagiado por el sentimiento que trasmitía su enamorada esposa, en tanto las bocas se buscaron afanosamente, y los cuerpos, entrelazados, iniciaron la ardiente lucha por el placer.
Ella huía del delirio y luego regresaba; él se animaba cada vez más. El brioso corcel se iba desbocando. La ancha y oscura pradera era una tentación para el galope. El ritmo crecía con un unísono compás de los corazones. Las manos, por momentos abiertas y extendidas, parecían querer aferrarse a las márgenes del cielo. Emergía la salvaje y humana repetición de milenios, el rito de los músculos, de la sangre agolpada, el milagro de la creación, esa eterna búsqueda insaciable, impulso que la razón desconoce, agresión sublime que sus garras acerca a las almas. Extraviados ambos de todo convencionalismo, flotando en una dimensión astral infinita, desgarrando el velo de la naturaleza, llegaron a consumar de hecho el matrimonio. Matilde, a través de incesantes súplicas (gritos mezclados de dolor y placer), no tuvo necesidad de demostrar que era su primera vez (lo corroboró él sobre la sábana). Al principio de las caricias se sintió un poco nerviosa, ya que su fantasía había idealizado en demasía aquella experiencia. No fue como muchas de sus amigas le habían contado, ni como había leído en algunas revistas. Una de sus grandes preocupaciones era saber si realmente le iba a doler mucho esa primera vez, y si llegaría a tener el «milagroso» orgasmo, el sublime placer al hacer el amor, puesto que seguramente los nervios y el miedo la traicionarían; pero, ni fue fuerte el dolor ni sangró demasiado, y estuvo segura que llegó al orgasmo, aunque sintió una perfectible desconexión con su marido en el momento culminante. A ella, naturalmente, y quizás porque sus expectativas eran más realistas, le gustó muchísimo esa extraordinaria experiencia que pasaría a formar parte de una de las celebraciones habituales de su matrimonio, y que lo disfrutaría gracias al amor inmenso que sentía por su hombre. Su optimismo le llevaba a pensar que, poco a poco, iría perdiendo el miedo al dolor y al pudor, y aprender un poco más sobre cómo hacer el amor para llegar a un vínculo perfecto y conquistar el mayor placer con su pareja. Era su primera vez, y resultó un momento muy especial, más allá de los nervios y el miedo al dolor, porque el hombre que se encontraba a su lado era un hombre especial, en quien había depositado toda su confianza. Que la experiencia haya resultado técnicamente mejorable, le resultaba lógico y sin trascendencia, ya que la perfección no se logra de la noche a la mañana.

Por el lado de Carlos, a él le pareció haber cumplido con aceptable decoro su primera embestida semental, principalmente en cuanto que pudo controlar al maldito demonio de la eyaculación precoz. El galope duró el tiempo necesario, ni mucho ni poco, pero suficiente para impedir el martirio de la autocompasión, para sentir el alivio del deber cumplido. Habría preferido, por supuesto, que las cosas hubieran sucedido más lentamente, con mayor control mental de la situación, mejor comunicación instintiva, y no que se sintieran un tanto alejados el uno del otro. No pudo regular la progresión del ritmo. No logró contenerse para auscultar los impulsos de su hembra. Pero no era para afligirse, pues disponía de todo el tiempo de su vida para ir mejorando, para perfeccionar su viril desempeño (lo importante era la conciencia del hecho); aunque se le había revelado la verdad de lo difícil que le resultaría ser un buen amante. Por suerte, la constatación de haberse alzado con la virginidad de su mujer, además de orgullo, le brindaba tranquilidad ante la imposibilidad de no ser exclusivo y único; y le hacía suponer que ella no iría a cuestionar absolutamente nada de lo sucedido ni lo que iría a suceder, y viviría expectante exclusivamente de él para ir conociendo el universo del erotismo. Sabía que no podían existir en la mente de su ahora esposa odiosas comparaciones que pudieran crear suspicacias y conjeturas. Recordaba con desbordante dicha el momento cuando Matilde dejó caer ambos brazos, la cabeza ladeada, quedando inmóvil y blanca como un cadáver que murió de felicidad.
Carlos, para que su dicha no fuera total, experimentó dos contrariedades (no graves, pero…): tal como una vez le había manifestado, Matilde no pudo tolerar que él dispusiera de sus senos a su antojo; y, luego del dificultoso acto, volvió a sentir las molestias de la irritación, aunque se cuidó de esconder el hecho porque le parecían leves y pensó que iría desapareciendo paulatinamente. Durante la locura del ajetreo casi no había sentido molestia alguna, a pesar del empecinado esfuerzo al cual le obligó la oposición lógica de su mujer, debido a los dolores que ella también sufría; pero, ahora, un leve ardor empezaba a molestarle, persuadiéndolo de que sería casi imposible una segunda vez (y eso que la noche se estaba haciendo larga e incitante). Estuvieron en calma, en silencio, unos minutos, como sopesando los efectos del crucial acto, cada uno reflexionando a su manera desde su esfera.

Matilde, que sólo se guiaba por intuición y razones teóricas, había sentido dolor y placer; y notó, además de satisfacción por haberse adentrado en el club de la sexualidad, aunque muy levemente, ese leve distanciamiento de su hombre durante el acto, una falta de compenetración espiritual (intuición femenina), una oscura percepción de que su marido estuvo lidiando con algún oscuro conflicto. Era algo así como pensar más en el vaso que en el agua que se ha de beber (con sed acuciante). Con las secuelas aún de la molestia de su zona lastimada, se sentía un tanto incómoda: su único deseo era irse al baño a lavarse con agua tibia. Para ella la cosa había sucedido normalmente. Quizás, de acuerdo a su íntima percepción, hubiese podido cuestionar el comportamiento un tanto individualista de su marido, pero se negó a hacerlo. Aceptó el resultado de aquel primer encuentro íntimo como óptimo, con la esperanza de lograr paulatinamente la compenetración más esencial que esperaba («lo lograría gracias al amor incondicional que sentía por ese hombre que juró acompañarla en la aventura de la vida»). Sin poder evitarlo (fruto de su odiosa educación), la embargaba una cierta turbación, la necesidad de lavarse y cubrirse las partes pudendas de su cuerpo. Era como si faltara aún acostumbrarse en el territorio de la intimidad. No entendía muy bien por qué le resultaba difícil la complicidad conyugal con su marido, puesto que tenía la convicción absoluta de su amor por él. Sin embargo, esforzándose por lograr la familiaridad, preguntó:
—¿Cuántos hijos quieres tener, mi amor?
—Todos los que la vida desee brindarnos. Criar hijos nunca será un problema para nosotros —le dijo él.
Matilde sintió que aquellas palabras de su marido no trasmitían la convicción y el candor que su expectativa esperaba. Mientras le escuchaba decir esas bellas palabras, la expresión de su rostro era seria, no trasmitía ternura. Le sentía inconexo a su marido. Y como era una mujer con alta autoestima y consciente de su valer, le disparó:
—¿Pasa algo contigo, amor?... Te siento intranquilo… ¿Acaso te decepcioné? ¿Ya no me quieres como antes?
—No, no, no…, por favor, no pienses así. Te quiero más que antes. Eres el amor de mi vida… ¡Nunca te dejaré de amar! —expresó Carlos, como esos presos nerviosos que a toda costa quieren demostrar con palabras exaltadas su inocencia.
—¿Y por qué te siento un tanto inquieto y lejano? ¿Por qué no me haces sentir como cuando éramos novios?
—Soy raro a veces, mi vida, hasta el punto en que ni yo me entiendo (era cierto). No te preocupes, por favor. Ha de ser mi genética. Viste que mi mamá es también así: a veces amanece feliz; y, otras, melancólica, y no puede explicar el porqué. Pero yo te amo, no lo dudes nunca; te amo de aquí a la luna ida y vuelta.
Matilde se sintió satisfecha con las palabras de su marido. Se acurrucó entre los brazos de él, como si irían a dormirse. La aurora empezaba a entrar por los resquicios que encontraba, y una fina llovizna iba mojando los cristales del ventanal. «La vida se vive una sola vez», pensó, consciente de la dichosa etapa alcanzada en la maratón de su futura felicidad.


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Por más que Carlos siempre haya sido un hombre sensato, cuidadoso en no cometer errores en la vida, errores que le perjudicaran de una manera nefasta, funesta, deplorable, esa noche cometió uno de los más desgraciados: más preocupado por sí mismo, por calificar el examen de su propia actuación, se había desconectado, en los momentos más sensibles, del yo de su mujer; y, ahora, disponiéndose a fumar un cigarrillo (vicio que desagradaba a todos, y que se propuso dejar antes de recibirse), en vez de proteger los decisivos primeros pasos de esa relación frágil que es el matrimonio, dejó (torpemente) que el alma femenina se distanciara y el cuerpo se levantase, para dirigirse sola al baño. ¿Acaso no correspondía pegarse a ella como una ventosa, si es que experimentaba realmente el desbordante amor y la loca pasión que se decía a sí mismo sentir? No dejarla respirar. Llenarla de caricias, de besos, de lascivia, a toda hora, todos esos momentos, todos esos segundos cruciales de los que disponían para ellos solos. Vivir intensamente la intimidad tuvo que haber sido su disposición, su única razón de ser. Pero no fue así. Le faltó, ciertamente, ese abandono total, olvidado del entorno, de su misma existencia, que solía mostrar en los furtivos momentos en la sala de los Miranda. Hubo un descuido, un gran descuido de su parte. ¿La causa? Le fue imposible esconder la tensión expectante que sentía, un latente nerviosismo que no le permitía entregarse con espontaneidad al presente absoluto. Cuando Matilde regresó del baño, cubierta la intimidad, como símbolo de un repentino pudor, metiéndose bajo las sábanas y acurrucándose junto a su cuerpo, ni siquiera ahí reaccionó. La abrazaba, es cierto, pero sin la efusión de los amantes hambrientos, «sin dejar de pensar en sus cosas (¡maldito egoísta!)». En realidad, se encontraba muy compungido ante dos incómodas ideas que le martillaban el cerebro: una era la traba que su mujer le había impuesto en cuanto a tocar, palpar, hurgar su cuerpo, los senos, la zona baja; es decir, la dificultad que opuso ante un contacto físico pleno; y otra, la de repetir el acto sexual. No entendía por qué le costaba a Matilde ayudarle en la iniciativa —por qué se quedaba tan quieta, tan a la espera —, y le disgustaba pensar que alguna falla suya (no imaginaba qué) fuera la razón. Y este disgusto, esta disconformidad, quizás haya hecho nacer la necesidad de repetir el acto (pensando en normalizar los hechos), pero no estaba seguro de poder lograr una segunda vez (aunque despierta se encontraba la libido). Sentía miedo de la frialdad y del posible dolor; y el miedo, a su vez, le impedía concentrarse para una segunda embestida. Y el miedo le volvía torpe. Y el miedo le hacía sudar las manos. La paz infinita del lugar y la serena y amorosa y paciente actitud de su mujer, hicieron que se fuera relajando lentamente, hasta sentir gratamente el nuevo cosquillear del deseo.

Aquí fue donde surgió el problema que determinaría el rumbo (o el tumbo) de la caminata conyugal. Nuestra mente, muchas veces, agrava nuestros problemas debido a una sugestión absurda. Cuando sentimos miedo inmotivado, en ese instante, nuestra mente encuentra algo que temer: el sonido de las hojas, los movimientos de una rata, el viento que cierra una ventana, etcétera; cualquier ruido que durante el día nos resulta intrascendente, se convierte de pronto en algo paralizante. En la naturaleza de Matilde existía una reacción automática ante la más mínima sospecha de indolencia que un ser querido pudiera ocultarle. En este caso (existiendo esa percepción, debido a la actitud contraída de Carlos), por más condescendencia que ella mostrase, por más que su fuero interno le exigiese una soltura coherente con la situación, no pudo demostrar la abierta y natural predisposición que tales circunstancias prometen (su percepción había agrandado el problema). Remolonamente, iba entregándose al contagio de la pasión, como si algún pequeño demonio se burlase de su renuncia a la terquedad. Y esta femenina renuencia, activaba aún más las hormonas de Carlos.
—No, no…, mi amor. Dame un poco de tiempo —le rogó ella, no como una negativa, sino como un reclamo de mayor afectividad (concepto clave), cuando él quiso iniciar, en una reacción refleja, apremiante y machista, nuevamente el contacto.
Él intentó cambiar la expresión de extrañeza, pero los músculos de sus facciones se paralizaron. Se sintió rechazado, como que estaba siendo castigado por «su mala performance de la primera vez, pero él estaba siendo castigado por su ‘segunda vez’: pensaba solo en el sexo, en su rendimiento, en cumplir con lo que él creía debería ser su actuación».
—¿Qué te pasa, mi amor? ¿Ya no sientes ganas?
—No es eso. Ven, abrázame. Lo que pasa es que soy un tanto lenta para…—dijo Matilde, sin terminar la frase. Quería decirle a su flamante marido, al hombre con quien se acostaría todas las noches, que ella necesitaba una previa más sensible, más tierna, menos compulsiva; pero se calló, no dijo más nada; entendía que la perfección no podría ser lograda de inmediato. Tenía la absoluta confianza en el futuro.
—Entiendo —dijo él, sin querer entender.
Aceptar como condición un comportamiento romántico le resultaba riguroso, incómodo, incompatible con la necesidad que le acuciaba en aquel momento. Pero él también se calló, se guardó sus pensamientos (disponía de todo el futuro para buscar la dicha necesaria).

¿Por qué, a veces, los seres humanos emprendemos tareas imposibles e innecesarias? No era perentorio que Carlos tratara de alcanzar su «segunda vez» esa noche (ella no le instaba a ello, nada ni nadie le exigían); es más, él sabía que se encontraría ante una faena ingrata (¿cuántas veces no había probado ya con mujeres menos estrechas, que le hicieron sortear, sin embargo, verdaderos vía crucis?), sabía que no quería hacer lo que hacía (buscar a como dé lugar la noche lujuriosa perfecta). Él era hombre de «una sola vez», o de «cada doce a quince horas». Sabía que corría el riesgo de caer donde más tarde tristemente cayó; sin embargo, con el acoso de los malditos demonios de su infierno interior, se dejó llevar por la fatalidad.

¡Pobre Carlos! Tuvo dos momentos dramáticos en su luna de miel: en el primero fue un amante mediocre que combatió en un ritmo sexual desmejorado; en el segundo fue un hombre desmejorado que batalló en un ritmo mediocre» Reconozco que esta observación mía es un tanto maligna: es muy fácil criticar a un amante impotente a causa de sus dificultades físicas. Pero, siendo él un avanzado estudiante de medicina, cualquiera lo condenaría, ya que tuvo mucho tiempo para ganarse una salud perfecta. Si ahora se lo veía con dudas de su rendimiento, con esa lesión ridícula, era únicamente por culpa suya. Su enfermedad —si es que puede llamarse enfermedad a su padecimiento— era ciento por ciento curable, rápidamente curable, y su negligente actitud lo llevó a esa vergonzosa situación.

Por supuesto que la negativa de Matilde (mal interpretada por él) acicateaba su deseo, y daba inicio a la forma tortuosa en que harían el amor durante los próximos trece años.


La compasión es la manifestación civilizada del desprecio.



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Óscar Distéfano
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Re: Novela: El amor en los años sesenta (PP1,PP2...PP12...)

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Capítulo 13 PP


Como en el célebre dilema del huevo y la gallina, no sabríamos si, entre la impotencia o el estado nervioso, cuál de ellos germinó primero; pero, sí, era patente, que un hecho alimentaba al otro, en tanto que dejaba a nuestro disminuido amante hundirse lentamente en un mar de turbación. Tampoco podemos determinar en qué instante se produjo la chispa que encendió la zozobra (probablemente haya sido cuando, por una cuestión de hombría, se empecinó en «hacer dos veces»). El hombre no entendía con claridad por qué se hallaba metido en semejante embrollo. En los primeros momentos del segundo intento, hasta el fatídico instante de la flaccidez, todo parecía discurrir con absoluta normalidad. Ante la brisa sexual, se había mostrado vigoroso, con las alas desplegadas, listo para emprender el voluptuoso vuelo; pero (quizás), cuando se apoyó en las blancas colinas de los muslos abiertos, una pequeña molestia en la piel irritada o la actitud aún fría de la hembra (quien sentía ya las vibraciones negativas del macho), fueran la causa que volvió imposible el remonte. Los músculos de las alas se aflojaron, temerosos, desobedientes al mandato de la mente, y el pobre recién casado, metiéndose el rabo entre las piernas, sudoroso, inhibido, se apoyó en una excusa que, felizmente, se le ocurrió para ganar tiempo.
—Voy al baño —le dijo a su mujer, con infantiles gestos que pretendían trasmitir una urgencia fisiológica.
—¿Te sientes mal?
—No, mi amor. Voy a estar bien. No te preocupes.
Una vez encerrado en el sanitario, dio rienda suelta a su desesperación. «Sabía, sabía que esto pasaría —pensó—… ¡Mierda!... ¡Demonios! ¿Cómo viene a sucederme a mí, justo a mí, algo tan catastrófico?... Estoy perdido. No encuentro forma de salir de este atolladero. ¿Qué pensará de mí? Me verá como un lisiado, como un hombre incompleto. ¡Qué mala impresión estoy dejando, carajo!..., en el día más importante de nuestra relación».
Se bañó con agua fría, se envolvió por completo la cabeza con la toalla mojada, tratando de refrescar la frente que parecía arderle, apretujándola contra sí; se hizo unos masajes rápidos, unas sacudidas locas, como espoleando al miserable para que reaccionara; se concentró, apoyando la cabeza contra la pared, con los ojos cerrados, apelando a todos los trucos mentales que conocía para estimular los músculos de su zona baja; pero, estos, parecían haberse caído para siempre, abandonándolo a la triste condición de los eunucos (de los que quieren y no pueden).
Si Carlos hubiese abierto su espíritu a la comprensión de su mujer, estamos seguros de que ésta (con el instinto maternal que la inundaba) habría recibido indulgentemente la confidencia, y el problema no habría creado esa fisura que fue abriéndose hasta convertirse en un abismo. Pero, no, tan joven e inexperto como era (su machismo acendrado), no pudo impedir que el aire se enrareciera, temeroso de la humillación, al reconocerse virilmente disminuido frente a los ojos de su esposa. «¡Jamás permitiré que mi mujer se entere de mi guerra interior! Esto lo resolveré muy pronto».
Si las cosas habían resultado aceptablemente, ¿por qué buscó la segunda vez? Una segunda vez que ahora resultaba un fracaso total, una zancadilla del infierno. Ciertamente, para Carlos, hacerlo una sola vez también era un problema. Por lo que había aprendido entre amigos y algunas personas mayores, llegó a la conclusión de que era necesario hacerlo por lo menos dos veces. Recordaba, por ejemplo, a su compañero Ramiro —con quien solía conversar de estas cuestiones—, cuando le confesó que tuvo seis o siete orgasmos la noche de su boda. A pesar de lo increíble que le resultaba el hecho, terminó por creerle, y le envidió esas codiciadas cualidades. Otro pensamiento que le acosaba era el hecho de que, por ser esa noche su luna de miel, noche inolvidable que queda en el recuerdo, en la memoria histórica de toda pareja, estaba dejando una mala imagen. Imaginaba el futuro con sentimiento de culpa, donde recordaría en no pocas ocasiones lo sucedido. «Una sola vez aquella noche», le mataba de vergüenza. Según el carácter y la delicadeza de Matilde, ella no le recordaría esto jamás; pero, atrapado ya en su vértigo, su fantasía le traicionaba haciéndole imaginarse la visión de su interminable desencanto.
Carlos amaba a su bella mujer. De ese sentimiento no dudaba; es más, estaba convencido de que la amaría, si no toda la vida, por mucho, muchísimo tiempo. De ahí que la indolencia mostrada por él y percibida por Matilde aquella primera noche de luna de miel, fue un triste malentendido que crearía una fisura in crescendo, que los iría separando como una falla sísmica convertida en gran cañón. La verdadera causa del comportamiento a veces retraído de Carlos, se debía a unos permanentes e inexplicables ataques de hastío que sufría desde su adolescencia, cuando repentinamente perdió su fe religiosa, a causa del acoso sexual al cual le sometió aquel sacerdote salesiano, profesor suyo. Carlos había sido monaguillo, devoto ferviente, que acudía a los servicios dominicales aunque cayesen truenos y centellas, en las lloviznas del invierno como en los terribles calores del verano. En la fiebre de su fe, durante el oficio, cuando el sermón le permitía volar la imaginación, su fantasía solía llevarlo a desear su propia muerte por Cristo. Anhelaba con toda su alma ser un mártir, para emular esas desgraciadas historias de santos que le había fascinado leer. «Si en este momento, algún hereje criminal entra intempestivamente al templo y, con un arma de fuego, por ejemplo, se propone dispararle a la hostia, en el momento exacto en que el sacerdote la levanta, diciendo: «Este es el cuerpo de Cristo», yo no dudaría en interponerme entre la bala y el pan sagrado, para morir con la feliz certeza de alcanzar el cielo».
Como dije, había perdido la fe religiosa (aunque no la creencia en Dios), para caer en un frío escepticismo ante las normas morales. En aquella conducta sacerdotal, que escondía deleznable desviación (no por el hecho de descubrir la homosexualidad del cura, sino por esconderla tras la máscara de la santidad), encontró razones para cuestionar las propias virtudes adquiridas, encontrando bajo sus ropajes los mismos vicios inherentes al hombre. Era como hastiarse de ser un hombre bueno.

Por otra parte, existía en lo más hondo de las convicciones de Matilde un criterio muy particular sobre la indecencia. Ella consideraba que el sexo sin amor (es decir, sin el arrobamiento incorrupto, sin el embeleso, sin el hechizo de la atracción) caía irremisiblemente en un acto espiritualmente insustancial, en lo que comúnmente se denomina acto pornográfico. No confundamos, sin embargo, esa perspectiva con la vieja creencia cristiana de que el sexo por el sexo y para el sexo era una práctica sucia, deshonesta a los ojos del Creador. No, Matilde no pensaba que el sexo, ni en el caso que se lo practicara sin amor, fuese un acto indigno, inmoral; más bien, ella percibía el sexo, cuando emerge solo en su forma carnal y primitiva, como una demostración patente de que el amor verdadero no se manifiesta. Al aflorar, en una pareja, el extravío del sexo explícito, se debe aceptar que algo no anda del todo bien en cuanto a los sentimientos, que el amor ha sido descuidado, se encuentra en peligro de caer en lo sórdido, precisando imperiosamente, para su recuperación, el regreso a las prácticas de sincero afecto en los preámbulos amorosos. En resumen, Matilde creía en la sublimación del sexo, así como detestaba el sexo vicioso, el sexo por el sexo y el sexo de la prostitución.


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Avanzaba la noche. Carlos volvió del baño con la firme resolución de relajarse (relajar el cuerpo, y esperar que el espíritu recuperase su autonomía). Se recostó al lado de su mujer. No soportó estar así ni cinco minutos. Se levantó, caminó hasta el ventanal fumando y observando (sin ver) el temblor del lago. Avanzaba la noche. La llovizna persistía como una invasión de melancolía. Notó que Matilde lo observaba sin entender nada. Masculló un comentario trivial sobre el panorama, sin esperar respuesta, sólo para ganar tiempo (esperando que la impotencia desapareciera de su miembro y de su mente). Volvió a recostarse, mientras sonreía estúpidamente, y besaba a su esposa con la intención de convencerla de que todo (principalmente, su propio apetito sexual) crecía en la normalidad. Cerró los ojos y, como era su costumbre ante situaciones parecidas (de ideas fijas y perturbadoras), se puso a repetir incontables veces esta frase: «Todo va a salir bien», con todas las combinaciones sintácticas posibles: «Va a salir todo bien», «Bien todo va a salir», «Salir bien todo va a», «A salir bien va todo»… Esto lo hacía para evitar la mecanización de la frase y, por ende, el desvío de la concentración en el contenido.
—¿Cómo estás, amor? —preguntó Matilde, con inocencia, tratando de ayudar en la creación de un clima familiar y tranquilo.
—Levántate —le dijo.
—¿Para qué? —preguntó ella, extrañada por el tono de voz.
—Levántate —repitió Carlos.
Ella obedeció. Él se acercó, le dio un beso, la abrazó un largo rato en silencio, y luego prosiguió con cariñosas palabras:
—Salgamos a la terraza a ver el amanecer. Ha parado de lloviznar.
Ese cambio de humor de Carlos al ordenar: “Levántate”, no era sino un
juego sicológico que siempre había empleado con su madre desde chico. Su objetivo era estremecer al interlocutor o, en todo caso, intimidar, para crear luego la alegría que produce la distención. Es lo que pasó con Matilde, porque Carlos la vio sonreír con dulzura cuando le habló de salir a la terraza.
Ambos se cubrieron y salieron. La terraza era como un balcón enorme de madera, a dos o tres metros de altura sobre el nivel del lago y a unos treinta metros de distancia. Ahí, sentados sobre un almohadón y la manta en un único sillón (ella en su regazo), vieron la salida del sol sobre el lago. Fue una idea muy acertada de Carlos, puesto que se produjo la comunión espiritual, la aparición de esa fuerza rara que los unía como dos imanes y los hacía sentirse el uno para el otro. El esplendor de la naturaleza hizo su magia. Estuvieron como media hora así, abrazados, sin intenciones eróticas, a puro sentimiento, a puro amor, disfrutando de la gama de colores indescriptibles que bajaban de las nubes para reflejarse en el espejo inmóvil del lago.

Carlos no era un hombre muy seguro de sí mismo. Varias experiencias que le avergonzaban las tenía bien guardadas en la memoria; historias de cobardías, de pusilanimidad. Uno de los recuerdos más martirizantes era el de un compañero de escuela (cuya muerte accidental había deseado) que se pasó la vida cargándole por su cabello parado. Aunque su madre le disciplinaba para llevar el pelo muy corto, a las dos semanas de visitar la peluquería ya era visible su cabeza con forma de un redondo cepillo. «Puerco espín», le decía su condiscípulo, haciéndole todo tipo de muecas y gestos obscenos que causaban la hilaridad entre los compañeros. Hasta ahora le dolía su mansedumbre, la falta de reacción que le hubiese ayudado a reforzar su propia entereza, para hacerse hombre digno de sí mismo; le dolía haber permitido tanta humillación, que solo terminó cuando la fuerza del destino cayó en su ayuda, aunque luego mucho le dolió el trágico final que le tocó en suerte al compañero: había muerto electrocutado con la ducha eléctrica en el baño de su casa.
Como su naturaleza sexual no era muy fogosa que digamos (muchos de sus amigos vivían pendientes todo el tiempo de la posibilidad de hacer el amor), y se reducía a esporádicos encuentros, siempre postergaba el enfrentamiento directo con su deficiencia orgánica (posponía indefinidamente la circuncisión porque las irritaciones no llegaban a extremos alarmantes). Y cuando conoció los profilácticos, fue como una salvación para él; estos le sirvieron de mucho para atenuar los ardores que padecía en cada acto. El problema resurgió en toda su magnitud aquella noche, cuando se percató de que, con su mujer, no podía estar usando condones. «¿Qué pensará ella, que soy un tarado, que tengo alguna enfermedad venérea?». Ya habían acordado de que no se cuidarían de tener hijos. Ese tema estaba zanjado. El embarazo de ella no se negociaba. Tanto ella como la familia completa esperaban el nacimiento de la criatura, a más tardar en un año. Además, advirtió de que la goma le impedía mantener una buena erección por el tiempo que él necesitaba. Apenas pasaban unos minutos y ya no le funcionaba. Definitivamente, no le gustaba utilizarlos.

Carlos tenía la tendencia de llevarse bien con todo el mundo, o al menos, trataba siempre de granjearse la benevolencia de la gente, y todavía más la de parientes y amigos. A pesar de su aparente extroversión, era, más bien, tímido, y sufría de pánico escénico. Le costaba una gran batalla interna cada intervención pública que estaba obligado a hacer. Exponer una clase, por ejemplo, frente a compañeros y profesor, apuraba su incipiente calvicie. Por más que hubiese estudiado bien la lección, le resultaba un tormento trasmitir sus ideas. Esta faceta de su carácter afloraba esa noche con más nitidez que nunca. Le aterraba la idea de quedar mal frente a su flamante esposa.
Volvió a besarla y, esta vez, sintió que alcanzaría un momento de febril lascivia, de mejor orgasmo. Pero no fue así. A los pocos segundos, la frágil esperanza se sintió rendida, antes de emprender el vuelo. Su apetito venéreo se quedó atrapado en su mente. En silencio, sin justificar su reacción, se levantó, dirigiéndose nuevamente al baño.
Mientras Carlos se encontraba encerrado, Matilde, un tanto extrañada por la conducta de su marido al cortar bruscamente las caricias; y como persona de convicciones frágiles que era, no se hizo esperar para hundirse (también ella) en un mar de dudas. El pensamiento que la sacó del equilibrio de sus emociones fue la duda sobre los sentimientos reales de su marido hacia ella. Había escuchado y leído por ahí, que los hombres, en su gran mayoría, confunden obsesión carnal con verdadero sentimiento; son capaces, durante esa obnubilación, de aceptar todas las condiciones exigidas por la mujer y la sociedad; y, una vez alcanzado el objetivo sexual (la cópula), despiertan a la realidad, sienten evaporado el hechizo, ven a la mujer como un juguete estropeado por ellos mismos, y pierden todo interés en la relación. Es cierto que en el país, en esa época, no existía el divorcio, lo cual obligaba a los hombres a ser un poco más serios en sus juramentos esponsales. «Quizás nunca me quiso —volvió a pensar, Matilde—, y sólo quería llegar a esto (refiriéndose al hurto de su virginidad)». Y a pesar de que Carlos, en los penosos años sucesivos siempre procuró demostrarle su amor, la autenticidad de sus sentimientos, ya sea con sorpresivas y permanentes muestras de cariño, ya sea con demostraciones infatigables de interés sexual, ella, marcada a fuego por la sospecha de aquella noche, jamás pudo extirpar de su mente la idea de que Carlos podría no amarla con sinceridad, tal como ella lo amaba, tal como ella había soñado. Esa actitud distante y fría percibida por ella, viéndolo como un animal satisfecho (con sus instintos saciados), y que ahora se sentía como ese mismo animal pero enjaulado, provocaban en su mente pensamientos encadenados que desembocaban en estados de resentimiento que se enfrentaban al gran amor que sentía. En los años posteriores, cada vez que Carlos mostraba ganas de hacer el amor, ella, indefectiblemente, pensaría: «se pone cariñoso sólo porque quiere eso». Y a pesar de todo, tuvo el temor de ser ella la causa del problema. Sintió que no había resultado buena amante. Se preguntaba si no era ella la responsable de esa «frialdad» de su marido. Estaba asustada. Necesitaba que Carlos le certifique su amor con urgencia.

Mientras tanto, dentro del baño, Carlos, decidió darse una ducha, esta vez, con agua bien caliente, como en un acto de autoflagelación, con el fin de eliminar los virus malsanos de su cuerpo y de su espíritu. Hizo nuevamente un intento de concentración (al único efecto de lograr la erección), recuperando imágenes de mujeres desnudas en su memoria, mujeres reales de carne y hueso que había tenido la suerte de disfrutar, y figuras femeninas inolvidables de revistas y filmes pornográficos. Recordaba escenas de su propio pasado sexual, con putas ardientes que gemían (o fingían gemir) de placer. Se aferraba a esos episodios e imágenes con el desesperado afán de lograr, a través de ese voyerismo mental, el despertar de su virilidad. Pero, nada. Poco a poco iba perdiendo la esperanza de conseguir la esquiva rigidez. Con sus amigos siempre bromeaba sobre estas situaciones de impotencia, pero jamás pensó que podría darse de una manera tan dramática con él. La omnipotencia de la juventud, rebosante de lascivia, descreía (y se burlaba) de los casos de disfunciones, y consideraba que sólo los hombres de edad son propensos a estos tipos de trastornos. Recordaba escenas suyas en el transporte público, en algunas salas atestadas, o en otros lugares apretujados donde se había encontrado pegado a alguna mujer, cómo su deseo se encendía fácilmente, llegando, inclusive, en algunos casos, a dejarlo en situaciones embarazosas, principalmente cuando se ponía uno de esos pantalones ajustados al cuerpo, que beatles y rollingstones habían puesto de moda. Había caído en la ingenua trampa de angustiarse, porque esa misma angustia creaba la impotencia.
Salió del baño con la autoestima por el suelo. Ciertamente, no había perdido la esperanza de que, en cualquier momento, el «miserable» despertara; aunque, mayor era la sospecha de que, al menos durante esa noche, la situación no le sería favorable. Se acostó nuevamente al lado de su también ensimismada mujer, sintiéndose tan apocado, tan en deuda con la virilidad, que no encontraba un hilo para la conversación. La expresión imprecisa de Matilde (creyó leer en sus ojos una cierta desilusión), que evitaba la mirada directa, lo desconcertó aún más, dejándolo literalmente fuera de combate. Finalmente, cuando se convenció de que el camino sexual se encontraba intransitable ya esa noche, y sabiendo que cualquier intento no haría sino profundizar la crisis, se decidió a cerrar ese nefasto capítulo de su luna de miel, con una idea que ya le rondaba, y esperar que el tiempo, el largo futuro, se encargara de hacer un borrón y cuenta nueva. «Pésimo, pésimo…»
—Me siento indispuesto, mi amor —hacía gestos de sentir espasmos—. Un agudo dolor de vientre me ha atacado. Quizás sea una indigestión… —dijo, mientras se movía en la cama, tratando de dramatizar su estado y darle visos de veracidad.
—Justamente, traje yo un botiquín de primeros auxilios; tengo unos calmantes —se apresuró a decir ella, mientras sonreía con cierto aire triunfal (nada más que por haber sido precavida «su madre»).
Carlos interpretó esas palabras como una sensación de alivio que su mujer sentía ante la desazón creada por él, a pesar de embargarle la frustración de haber sido incapaz de poseerla plenamente. En cierta forma, esa falsa indisposición, resultaba un respiro para ambos. La nueva circunstancia era como el cambio de un tema desagradable durante una conversación insostenible. Caía, para ambos, como anillo al dedo. Se volvió más distendido cambiar los papeles de amantes por el de enfermo y enfermera. Como se ve, no fue el hecho en sí el problema, sino toda esa locura de pensamiento que bullía en la mente de Carlos. Los malditos demonios de la frustración danzaban la danza triunfal de la alegría. Debido a la inexperiencia, bastante lejos se encontraban de ser una pareja unida, complementada, fundida en una sola voluntad. Y esa noche surgió la primera mentira en Carlos (la puntada fatal del alacrán sobre la rana). Más tarde sentiría unos tremendos sentimientos de culpa; pero, con el tiempo, poco a poco, fue disculpándose a sí mismo, al tiempo que empezaba a practicar con naturalidad las pequeñas mentiras piadosas que ya no le creaban ningún remordimiento.

Para cerrar este capítulo, solo preguntaré: ¿No fue Matilde muy comprensiva aquella noche? ¿No fue ella quien se tuvo que tragar los sapos más grandes?



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