Novela: El amor en los años sesenta

Cuentos, historias, relatos, novelas, reportajes y artículos de opinión que no tengan que ver con la poesía, todo dentro de una amplia libertad de expresión y, sobre todo, siempre observando un escrupuloso respeto hacia los intervinientes.

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Óscar Distéfano
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Novela: El amor en los años sesenta

Mensaje sin leer por Óscar Distéfano »

Primera parte, Capítulo 1:
PP 1

Aquél 7 de febrero de 1959 (catorce meses antes del casamiento), con el calor sofocante que obligó a Carlos a ponerse una camisilla de algodón debajo de la camisa para que le absorbiera en algo el sudor permanente que le empapaba la piel, llegó hasta el dúplex donde vivía Ramiro —su compañero de facultad— con Carolina, la flamante esposa (hacía tres meses que se casaron). Era sábado, casi las tres de la tarde, y Carlos pensó que podrían estar disfrutando de un momento íntimo, detalle que se le había escapado. Pulsó el timbre con un vago sentimiento de culpa y esperó. Se percató, aliviado, que se encontraba guarecido bajo la sombra de un exuberante árbol de mango plantado en la vereda.
—Eh… ¿Qué tal Carlos? —dijo Ramiro, luego de abrir la puerta.
—Bien —respondió Carlos, animado por constatar que eran infundados sus presentimientos—. ¿Y el matrimonio, cómo te trata?
—Más que mejor.
—Me alegro, amigo. Eso es bueno porque, con tu ejemplo, se nos podrán salir de la cabeza las tantas cosas negativas que se dicen de esa institución. Recuerdo el pensamiento de un sabio: «Para casarte, cuando eres joven es temprano y cuando eres viejo es tarde».
Se rieron ambos.
—Pasa… Vamos.
—Gracias —dijo Carlos, mientras le daba unas palmaditas de afecto a su amigo en la espalda.
Una vez dentro, Carlos vio a una mujer de espaldas que estaba hojeando un libro; y no era Carolina, porque a ella la pudo divisar, desde un ángulo adecuado, ajetreada en la cocina. La mujer vestía un jean gastado y una remera azul marino, calzaba unas sandalias de cuero crudo (se podía apreciar la pulcritud de sus finos y blancos pies), tenía la cabellera suelta que le caía casi hasta la cintura, y el cuerpo bien proporcionado y vigoroso, donde resaltaban las caderas redondeadas y firmes. Todo el conjunto tenía el aspecto de una obra pictórica, con el mismo atractivo enigmático de aquella mujer de espaldas en la ventana pintada por Dalí.
—Te presento a Matilde —dijo Ramiro, señalándola. Ella ya se estaba volteando luego de oír que la puerta se cerró.
—Hola... Encantada —dijo, con una voz susurrante.
Carlos trataba de esconder su petrificado semblante. Frente a él se encontraba la mujer de sus sueños. Todo lo que observaba coincidía con su ideal de mujer.

En la facultad había escuchado, en una charla informal, decir a un profesor que el amor es un proceso biológico cuyo asiento es el cerebro, porque es allí donde ocurren las reacciones hormonales y eléctricas que van a hacer que sintamos todo lo que se siente. En aquel momento Carlos pensó que si para la ciencia tenía que ver la testosterona, los estrógenos, la dopamina, para él era cuestión de magia, un lazo que se crea entre dos personas, no se sabe cómo ni por qué, pero que hace que se atraigan misteriosamente, que se entiendan a la perfección y que se abran el uno al otro en distintos planos. Él lo resolvía así de simple.
Cuando chocaron sus miradas, pensó que no eran naturales, que eran los ojos verdes más bellos de todos los ojos verdes que había conocido; ojos que destilaban tentaciones y deseos, que le ofrecían un mundo de vida dichosa. Su rostro con un ligero aire exótico, su nariz respingada, su piel blanquísima (Carlos no se consideraba racista, pero adoraba a las mujeres bien blancas); todo ese conjunto que armonizaba como una perfecta obra de arte, lo impresionaron vivamente, hasta el extremo de pensar: «Esta mujer será mi esposa». Su conciencia, su subconsciencia, su inconsciencia, se pusieron de acuerdo sin condiciones, sin observaciones, en que él se dejara llevar por el fuerte sentimiento que le nacía. Todo su ser le abrió el camino para enamorarse de verdad y por primera vez en su vida (y en el acto). Todo le parecía encantador: desde su precioso cuerpo hasta el sonido Marilyn de su voz. Matilde sería para él, si lograse conquistarla, un regalo de la vida, que de por sí era ya un regalo del cielo.
—Hola... Encantado —respondió él, sin percatarse de que estaba repitiendo el mismo saludo casi con la misma inflexión de voz (consecuencia de su agitación que lo llevaba a la torpeza).
—Hola, Carlos —saludó, a su vez, Carolina, desde la cocina—. Hace tiempo que no te vemos por estos lares. Ella era mi compañera en el colegio María Auxiliadora. Nunca me visita esta ingrata. Hoy, de pura casualidad, apareció.
—Hola, Carol (así la llamaban) —replicó Carlos—. En realidad, tuve un impulso misterioso para venir hoy a tu casa. Quizás recibí una llamada sobrenatural inevitable e ineludible del destino —terminó diciendo actoralmente, mientras dirigía una mirada de falsa resignación a Matilde, quien asintió la broma con una sonrisa cómplice.

Carlos recordaba con nitidez cómo fue que dejó de estudiar aquella tarde, para venir al encuentro donde se bifurcaría su destino. Después de haber pasado todo el día en su casa, ya hojeando su libro de biología, ya echándose en el sofá con la mirada clavada en el techo; de pronto, como movido por una voluntad sobrehumana, aplastando la colilla de cigarrillo contra el cenicero, dio un salto intuitivo desde el sofá hasta la puerta, y decidió ir a la casa de su compañero de facultad Ramiro para pedirle prestado unos apuntes (mentira, estaba aburrido, quería más que nada distraerse, perder el tiempo).
Carlos siempre tuvo que lidiar con el sentimiento del aburrimiento, desde muy joven; diríamos que desde niño. Recordaba aquella intensa necesidad de hacer algo, sin tener en la conciencia de qué se trataba esa deseada actividad; y cuando descubría qué era lo que quería, su voluntad no le obedecía. Nadie entendía por qué el niño se quedaba absorto con la mirada perdida. Nadie sabía si lo suyo era una enfermedad o un estado natural de su alma. Su madre, como todas las madres del mundo que aman a sus hijos, percibía, adivinaba, ese problema de su hijo, y realizaba ingentes esfuerzos buscando distraerlo. Luego llegó a pensar que podría tratarse de algún malestar físico, o de alguna malformación psíquica. Cuando, en la infancia, el estado letárgico de Carlos llegó a extremos exasperantes, predijo con absoluta responsabilidad que su hijo era autista. Solo los médicos, a duras penas, llegaron a persuadirla de que era una persona normal, y que su único problema era un soberano tedio (parecido al spleen de Baudelaire) que se debía tratar a nivel psiquiátrico, algo así como que todo lo que veía y tocaba le parecían cosas consumadas, sin vida, cuerpos opacos que no le resultaban sugerentes, que nada tenía algo que pudiera estimular su interés, su creatividad. Todo estaba ya imaginado, compuesto, producido, todo estaba hecho, el mundo carecía de novedad. Sentía el prurito de sentarse a esperar, si no la inmortalidad, el fin aburrido de sus días. El año pasado estuvo a un paso de abandonar su carrera. Le había dicho a su madre que se equivocó de vocación; pero, recordó que ella, debido a su enérgico carácter le había señalado:

No, señor: primero terminas esta carrera y luego haz lo que quieras. Si quieres estudiar otra cosa, tendrás que esperar.
Todos los seres humanos tenemos nuestras crisis en cualquier actividad de la vida. Creo que hasta el general Stroessner se cansa, a
veces, de ser presidente, pero igual sigue adelante. Todos sorteamos esos ánimos caídos y seguimos hasta donde nuestro destino
nos lleve. Además, me irrita que no tengas la conciencia de apreciar el enorme gasto que representa costear una carrera como la
tuya. Este tema no debes volver a plantearlo nunca más. Primero me traes el título de médico y luego haz lo que quieras de tu vida.


—Ponte cómodo —le dijo Ramiro, apuntando con el dedo el sofá a modo de pistola—. Ahí —señalando la cocina— está Carol preparando un jugo. Este calor de mierda nos deshidrata. Mira la hora que es y no afloja… Por suerte la sombra del mango cubre todo el dúplex por la tarde.
—Es cierto. En tu casa hace menos calor. Tienes suerte por el árbol —dijo Carlos.
—No es suerte, amigo. El árbol y la orientación me hicieron decidirme a alquilar este dúplex.
Rieron todos. Luego Ramiro se dirigió a la cocina para ayudar a su mujer con la bandeja y los vasos (quería darle una mano a su amigo dejándolo solo con Matilde).

Carlos hizo un gesto de cabeza invitando a Matilde a sentarse a su lado en el sofá. Ella aceptó con naturalidad, como si se tratara de la invitación de un viejo amigo. Este gesto de ella puso contento a Carlos y lo insufló de un optimismo y una esperanza poderosos en cuanto a su determinación por conquistarla. Le parecía milagroso ese cruce de destinos. El proceso evolutivo del mundo había creado dos rumbos afines, complementarios, que se encontraron, luego de millones de años, esa tarde calurosa de febrero del 59, por azar, por obra y gracia del terrible aburrimiento que había sentido en su casa, coincidiendo en día, hora, juventud, disposición de ánimo, química, en todo.

Gracias a que Ramiro tardó en regresar, pues hizo como que se le ocurrió la idea de preparar unos sándwiches, Carlos tuvo la ocasión de intercambiar las primeras importantes palabras con Matilde (era crucial para la primera impresión).
—¿Hasta qué hora te quedarás?... ¿Hay alguna fuerza enemiga que te impida compartir con nosotros esta tarde?
Ella sonrió (magnetismo puro). Le gustó mucho esa expresión fuerza enemiga, hasta tal punto que venció los últimos obstáculos de la cautela, para abandonarse a la espontaneidad.
—No existe. Tengo tiempo y la confianza de mis padres —dijo sonriendo, con voz determinada que aumentó el contento y optimismo de Carlos.
—¡Qué bueno!, porque tengo muchas ganas de conocerte más.
—Yo también. Me caes simpático —dijo ella, demostrando una asombrosa franqueza, una inusual reacción, porque Carlos esperaba la acostumbrada postura defensiva, recatada y pudorosa de las mujeres que había conocido. Él no sabía que ella estaba ya insuflada de la osada frescura de la juventud de los años sesenta; no sabía que Matilde era una mujer instruida, que leía mucho, sensible a la revolución social que se estaba gestando en el mundo.
—Supongo que tendrás novio. De lo contrario, no sabría explicarme por qué no lo tienes.
—No, no tengo; y es porque hace un mes que rompí con una relación de casi dos años.
—¡Oh! ¿Y podrías decirme el porqué de la ruptura? Me intriga. Si hubiera sido yo, no lo hubiera permitido.
—Ahora no puedo decirte el porqué. Mi ángel de la guarda no me lo permite. En cuanto a que si tú fueras él, mi ex tampoco me ha permitido —dijo Matilde, con sonrisa y gestos que denotaban su imperturbable y graciosa autoestima.
Ramiro y su esposa habían captado el terremoto emocional que estaba soportando Carlos; y quizás por apiadarse de un sentimiento tan genuino, o porque Carol deseaba un novio serio para su amiga —que había cumplido ya los veinte años, y cruzado la línea roja de la soltería —, empezaron a actuar en conjunto, como esas viejas parejas casamenteras de los palacios del siglo dieciocho.

Carlos estaba cada vez más satisfecho de que las cosas se dieran tan favorables para él. Entendía que Matilde se sentía a gusto a su lado; y esa manifestación de que el alma femenina de ella se encontraba libre, disponible para la recepción de un nuevo amor, le dejaron francamente feliz. La química, la simpatía mutua, las edades (él, veintidós; ella, veinte), la poderosa ayuda del azar, todo indicaba que él se convertía en el primero («Ojalá fuera el único») en la fila de los pretendientes. La miraba embelesado. Quiso decirle una lisonja; pero, antes de abrir la boca, aparecieron Ramiro y Carolina con una bandeja, jarra y vasos de vidrio, que depositaron en la mesita frente a los sofás. Los sándwiches se sirvieron solo los hombres (cuestión de dieta); el jugo, todos.
—Así que son compañeros de curso —dijo Matilde.
—Sí —respondió Carol—. Terminaron el tercer año, ahora, en diciembre. Y en marzo inician el cuarto. Sus grandes ojos azules y su risa fácil le brindaban a su rostro un agradable atractivo.

Estaban escuchando Diana de Paul Anka por la radio. Al terminar, el locutor expresó lo siguiente:

Ritchie Valens, seudónimo de Ricardo Steven Valenzuela Reyes, músico, cantante y guitarrista estadounidense de ascendencia mexicana, pionero del rock and roll y un precursor del movimiento de rock, hace unos días, el 3 de febrero, murió en un accidente de avión en Iowa, un siniestro que se cobró la vida de los también músicos Buddy Holly y The Big Bopper. Con tan solo 17 años, la vida y trayectoria de Valens quedaron truncadas.La carrera del prometedor músico solo duró ocho meses. Durante este tiempo, sin embargo, se anotó varios éxitos, en particular La bamba, que originalmente es una canción popular mexicana, la cual Valens transformó con un ritmo de rock and roll y convirtió en un éxito el año pasado, tornando esta versión en la primera canción de rock and roll en español. Queremos brindar un humilde y sentido homenaje al talentoso músico adolescente, escuchando su canción más emblemática: La bamba, en español.

—A mí me ha dolido mucho este accidente. Desde el año pasado estaba escuchando sus temas —comentó Matilde, apenada.
—Yo también los escuchaba —dijo Ramiro—. En este suceso se prueba, una vez más, que no somos dueños de nuestro destino.
Tanto Carol como Carlos no tenían intenciones de seguir con el tema. Carlos, menos, porque estaba enfrascado en ganarse el corazón de Matilde.
—¿Qué haces tú, Matilde?: ¿estudias?, ¿trabajas? —interrogó Carlos. Deseaba saber todo sobre ella.
—Por el momento, nada —respondió Matilde, con aplomo. Carecía de sentimiento de culpa por no seguir estudiando. Por otra parte, es seguro que la influencia de la generación beat, con Allen Ginsberg a la cabeza (que muy poco después se enlazó con el movimiento hippie), oponiéndose con energía a cualquier tipo de represión y levantando la bandera de la libertad individual, contribuyeran a crear ese aire de desparpajo de la juventud que se respiraba en esos años. —Creo que voy a tener un año sabático —remató, riéndose de sí misma.
—¿Qué les parece si jugamos una partida de generala? —interrumpió Ramiro. Era un juego que le encantaba. Le contagió a su mujer esa pasión.
—Dale... Sí... Sí —dijeron todos.
Ramiro era un tipo macanudo, muy querido en la facultad por su humildad ya que, siendo miembro de una familia de comerciantes con mucho dinero, él se vestía con sencillez, se hacía amigo de todo el mundo, y participaba en todas las actividades que se hacían para recaudar los fondos que se juntaban para la fiesta de fin de carrera. Si no tenía casa propia era por orgullo. Se negó a recibir más que una mensualidad asignaba por su familia. Tenía la firme convicción de salir adelante por sus propios medios. La fortuna de su familia, al igual que esas lanchas que acompañan a los nadadores que emprenden desafíos para batir records, lo consideraba como un posible salvamento en caso de necesidad extrema. En este proyecto de vida lo acompañaba su esposa, estudiante de administración de empresas, funcionaria de un banco importante de plaza, con buen sueldo y un futuro brillante que dependía de los resultados profesionales de ella. La pareja no tenía hijos por voluntad propia. Lo tenían programado para después de que Ramiro se recibiera. Él admiraba a Carlos por su carisma, por su popularidad con las mujeres, y porque siempre se mostró muy comprensible y paciente ante un leve tartamudeo que sufría, desgracia que le impedía mostrarse con normal desenvoltura, y cuya comprensión agradecía a su mujer con múltiples demostraciones de cariño y agasajos.

Jugaron pareja contra pareja: Matilde-Carlos contra Carolina-Ramiro, a diez casillas, sin apuestas, por el honor, por la emoción de salir victoriosos. La mesa del comedor era para seis personas; así, pues, desechando las cabeceras, se sentaron cada pareja uno al lado de la otra. Ahí, antes del juego, en la previa, empezó una charla donde todo era buen humor, sutilezas, ingenios, piropos, y durante la cual, tanto Ramiro como Carol, apoyaban cada insinuación, cada manifestación seductora de Carlos.

Carlos percibía que Matilde mostraba sentirse cómoda y a gusto en el grupo. Era una locura estar sentado al lado de esa mujer que despedía un aura cautivante, que sonreía todo el tiempo para él, un sueño donde parecía flotar a metros del suelo. Ante aquella alegría que ella exteriorizaba, le pareció que se desprendía de todos sus temores, de sus dudas, y experimentó una sensación de júbilo, de alegría intensa. Pensó que si él no la hubiera conocido aquella tarde, su vida seguiría —¡quién sabe hasta cuanto tiempo!— trascurriendo bajo el dominio del demonio del aburrimiento. En esas risas francas y sonoras él pudo visualizar una expresión de pureza, de futuro venturoso, de maravillosa plasticidad, donde se conjugaban todos los sentimientos más sublimes del ser humano. En aquel momento sentía que huían de él todas las pesadumbres íntimas y se acercaba a la perfección masculina de su ser.

De pronto, un ruido espantoso que entró por la ventana abierta (luego concluyeron que la goma de un auto había reventado), le sacó de su ensimismamiento, como el mensaje de algún déimon que le decía: «sácate esas fantasías de la cabeza. Ella nunca será tuya. ¿No ves lo hermosa que es? ¿No sabes distinguir entre un ser humano y una diosa?»

En un momento en que terminó un juego (ganaron ellos) y debía empezar otra partida, mientras Ramiro se fue al baño y Carolina a la cocina, Carlos le tomó la mano con ternura (como se acaricia a un gato) y se dijo a sí mismo: «Si intenta soltarse es porque nunca será mía». Y las manos de ella, temblorosas y tibias, no se soltaron. «¿Oh, Dios, no me ha rechazado!», pensó Carlos, y le acometió unas ganas de llorar de felicidad. Su ebriedad crecía con preocupación. Lo único que faltaba era que Carlos muriera por exceso de éxtasis.
—Bueno, mi amor —le reprochó Ramiro a Carol—. Esta revancha la tenemos que ganar. No es posible que esta pareja nueva nos gane (la palabra nueva era otro apoyo más a su amigo. Daba a entender que Matilde y Carlos eran ya pareja).
—Tú eres el que anota. Tú eres el responsable —le espetó Carol.
—Si ganamos esta nueva partida —dijo Carlos, dirigiéndose a Matilde—, te acompañaré hasta tu casa.
—Qué vivo —replicó Matilde, festejando la ocurrencia—. Supuse que pensarías en regalarme un helado. De igual manera, te perdono, y te tomo la palabra —prosiguió, siguiendo la broma.
—Te compraré el helado, solo si ganamos —le prometió Carlos. Estaba sobrecogido por la proximidad de esa mujer fascinante.

En algunos momentos del juego, cuando la anotación requería su atención, Carlos no quería mirar a Matilde; pero, sin ser ya dueño de su voluntad, ella le atraía con la luz quemante de su mirada: sus verdes ojos que lo observaban escrutadores. Durante todo el juego hubo contacto de manos, pequeños y súbitos roces con las brazos y los pies, apoyos de hombro contra hombro, golpecitos cariñosos de castigo ante una mala jugada, todos esos aguijones que estimulan la seducción, la lucha por la conquista de una gran pasión. ¡Y volvieron a ganar! Con espontaneidad saltaron de sus asientos y se abrazaron, tan efusivamente que Carlos sintió los voluptuosos senos de ella aplastarse contra su pecho (un escalofrío le recorrió la espina dorsal). Matilde seguía saltando de alegría: había lanzado cuatro generalas y una de seis, que Carlos anotó como treinta al seis, lo cual les hizo ganar la última casilla. Podría decirse que ella fue artífice de la victoria. Estaba feliz como una niña siendo centro de atención en su cumpleaños.

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Y como todo en esta vida llega a su fin, la maravillosa tarde que Carlos había pasado estaba terminando. Nunca había encontrado una mujer que le haya ofrecido un trato tan encantador como el de Matilde. Le hizo sentirse un hombre importante, y eso no tenía precio. Si su dicha hubiera podido convertirse en un ser destructor, hubiese destruido no solo la casa de su compañero sino la ciudad entera.

Aprovechando un momento en que las amigas prolongaban la despedida, Ramiro le preguntó a Carlos:
—Y…, ¿qué tal?
—Fenomenal, mi querido amigo. Mejor que mejor, diría; me has presentado a esta mujer que… no sé de qué planeta vino. Te lo agradeceré de por vida si llego a casarme con ella.
—Ella está contigo —dijo Ramiro, mientras le guiñaba un ojo.

Al final de la velada se despidieron con «volveremos a vernos pronto», «pasamos una tarde inolvidable», besos, chaus, y Matilde y Carlos caminaron hasta la parada de autobuses. Durante el trayecto en el ómnibus siguieron bromeando. Carlos desplegaba todo su arte seductor. Se mostraba inspirado para las ocurrencias, viéndola a ella comportarse como una lolita que levantaba ambos pies —con las piernas cruzadas— sobre el asiento, riendo desinhibida sin tener en cuenta que Carlos la observaba encandilado, apoyándose unos segundos con las manos cruzadas en su hombro, tocándole su nariz con la punta de los dedos, rebosante de juventud y de energía vital.

Hacía rato que Matilde y Carlos se enamoraron simultáneamente, de una manera sensata, púdica, pero desesperada —debería agregar—, ya que el impulso de mutua atracción se había gestado porque cada uno deseaba saciarse y saturarse de cada emanación del espíritu del otro; y ahí se encontraban ambos, con la bendita oportunidad de estar sentados juntos, muy juntos. Cuando salieron de la zona residencial y entraron en los barrios, el asiento del camión que saltaba sobre el pavimento desparejo, los hacía saltar y moverse de un lado a otro, sudorosos por el intenso calor, rozándose entre ellos en cada brusco movimiento del autobús, en un alucinado paroxismo, aprovechando cada bendito bache que los chocaba hombro con hombro, y hacía posible que sus manos se tomasen con el pretexto de mantenerse en equilibrio, y Carlos podía ver los dedos blancos, finos y alargados de Matilde, que se apretaban a su mano, y todo su cuerpo que caía sobre él, y entonces su rodilla iniciaba una cautelosa travesía hasta alcanzar la de ella e impedir que se despegue por nada del mundo. Esos contactos intermitentes producían en sus cuerpos jóvenes y sanos, un estado de exaltación tal, que ni en la libertad de abrazarse y besarse en un lugar íntimo podría superarse.

—¿Me estás estudiando? —le preguntó ella, en un momento en que Carlos la estaba mirando extasiado.
—Podríamos decir que te estoy ad-mirando —le respondió él, decidido a ganarse a esa inigualable mujer.
—¿De veras te gusto? —preguntó Matilde con ligero coqueteo.
—Moriré muerto de borrachera por ti —respondió Carlos, casi como un adolescente (no tenía necesidad de ser tan rendido. Sus chances eran, desde un comienzo, óptimas; entonces, ¿con qué propósito caer en un romanticismo empalagoso que ponía en juego su verdadero sentimiento?).
—Pero no sabes nada de mí.
—Pues, cuéntame de tu vida, de tu forma de amar, de tus amores perdidos —le dijo, sin pensar mucho en lo que estaba diciendo. Más bien dijo lo que dijo para hacerse el simpático.
Ella le confesó vivencias y sentimientos e ideales de vida que desconcertaron profundamente a Carlos. Se percató que no se encontraba frente a una mujer del montón. Matilde le confesó que le gustaba mucho la poesía y la literatura, que a veces escribía, y que llevaba un diario desde que cumplió los trece años; le confesó cada uno de sus amoríos, explicándole con lujo de detalles por qué se iniciaron y por qué fracasaron.

Carlos trató de serenarse, diciéndose que de no haber estado abierto a escuchar los íntimos detalles de aquella vida, y de no haber sido tan curioso, no le hubiera vencido la tentación de conocer el grado de su sentimiento. Al reflexionar sobre los episodios que Matilde le confesaba, comprendió que se trataba de acontecimientos de vida y relacionamientos amorosos que pudieron haber marcado su forma de entender el amor; y que esta forma pudiera diferir de lo que él se había imaginado o soñado. Aquellas aventuras íntimas pudieron haber ocurrido en estadios distanciados de sus ideales; así como cuando un hombre sueña casarse con una mujer virgen y ella le confiesa que ya no es. Le pareció que Matilde vivía en otra dimensión, en un mundo que no era el mundo real que él conocía. Pero él no se sentía impotente para conquistar aquel corazón, aquel cuerpo, aquel espíritu, ya que su buena educación, su estampa varonil, su éxito con las mujeres, le insuflaban su optimismo, y avivaban su convicción de que él era el único hombre sobre la tierra que podría hacer feliz a esa mujer.

Llegaron frente al portón de la casa de Matilde. A esas alturas, era capaz de dejar todo, hasta sus estudios, si ella se lo pedía. En sus veintidós años jamás le había sucedido esta conmoción existencial. No quería que Matilde siguiera hablándole con esa voz aterciopelada. Antes de que siguiera cautivándolo debía dominar su emoción. Ahora, con toda certeza, ella pasó a ser la razón de ser de su vida. El misterio del amor había desplegado todo su poder sobre él. Esa mujer le había salvado de la vida inapetente que hubiera sido sus días. Le había brindado su estandarte, su paradigma, su razón de ser en la existencia. Cuando Carlos evocara esos momentos de ahí a diez años, sentiría el real valor sentimental de esa vivencia, y solo podría explicar su comportamiento como un vacío de arrojo en que evoluciona una mente nunca acostumbrada a encontrar un tesoro semejante.
«¡Demonios míos! ¡Condenadme! ¡Condenadme para siempre a los infiernos si esta mujer se me escapa de las manos, si esta diosa mañana no es mi esposa!».
Exigido por la hora, se despidió con la promesa de visitarla «ayer», y le susurró al oído:
—¿Existiré en tu fantasía está noche, así como tú existirás en la mía? —Carlos era ya presa de una poderosa obsesión.
Ella le tapó la boca con un dedo, cerró el portón y se adentró en su casa. En ese tiempo (menos de medio minuto) que tardó en cerrar la puerta de su sala, él la observó caminar con naturalidad, como esas modelos que poco le importan (o mucho, pero no se turban) que la estén mirando, con un balanceo regular y exquisito, que acentuó las formas de su sensualidad al subir los tres escalones para alcanzar el porche; y esa escena se instaló en una celda de su memoria voluptuosa, en un lugar de tránsito mental donde, a cada tanto, con facilidad, echaría manos de las imágenes para añorarla.

Mientras iba caminando-danzando hacia la parada de autobuses, Carlos dio rienda suelta a sus entes interiores del amor y de la soledad:

y pensar que solo fui a buscar un libro pensar que ella es de otro mundo sabes que es de otro mundo verdad que lo sabes sí sí pero no me pertenecerá no será mía es una mujer de otra realidad ¿por qué lo dices imbécil? claro que será tuya. ¿qué te falta? ¿quién puede robártela? el destino lo ha determinado será tuya será tuya ella está pensando en ti en este momento está ilusionada está esperanzada igual que tú sí sí hay química entre ustedes hay amor a primera vista eso eso amor a primera vista no te preocupes sí sí no debo preocuparme ella será mía será mía aunque me cueste la vida aunque debes pensar en su ex dos años con él en dos años se hace a una mujer a nuestro modo se la acostumbra no creo ella es fuerte tiene su propia personalidad veremos veremos presta atención a todas sus reacciones a cómo habla cuando se refiere a su pasado no no no ese hijo de puta no vendrá ahora a reclamar su corazón ella es ya mía no te descuides no te descuides no cantes victoria es mía claro que es mía nadie se interpondrá solo el que quiere morir solo el que quiere morir intentará arrebatarme mi tesoro
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R. M. Alemán
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Re: El amor en los años sesenta

Mensaje sin leer por R. M. Alemán »

Agradable lectura. Impecable. Como que logras trasladar al lector, no solo lo sitúas en la época, además me has permitido detalles que no describes. Es un principio, ¿me equivoco? Saludos.
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Óscar Distéfano
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Re: El amor en los años sesenta

Mensaje sin leer por Óscar Distéfano »

R. M. Alemán escribió:Agradable lectura. Impecable. Como que logras trasladar al lector, no solo lo sitúas en la época, además me has permitido detalles que no describes. Es un principio, ¿me equivoco? Saludos.

Gracias, amiga. No te imaginas lo bien que me deja tu comentario. Sí, efectivamente, es un principio.

Un abrazo.
Óscar
Última edición por Óscar Distéfano el Jue, 09 May 2019 6:25, editado 1 vez en total.


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Arturo Rodríguez Milliet
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Re: El amor en los años sesenta

Mensaje sin leer por Arturo Rodríguez Milliet »

Mi querido amigo, más que un principio, se trata de una estimulante promesa.
La descripción de la emotividad de los personajes activa percepciones cenestésicas
y atrapas al lector en la red febril y obsesiva del enamoramiento temprano.
Estaremos pendientes a futuras entregas. Un afectuoso abrazo Óscar.
Te presento a mi padre, el que está a su lado es mi hijo.
Si los sumas y divides entre dos, obtendrás su promedio...
ese soy yo. Mucho gusto!
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Óscar Distéfano
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Re: El amor en los años sesenta

Mensaje sin leer por Óscar Distéfano »

Arturo Rodríguez Milliet escribió:Mi querido amigo, más que un principio, se trata de una estimulante promesa.
La descripción de la emotividad de los personajes activa percepciones cenestésicas
y atrapas al lector en la red febril y obsesiva del enamoramiento temprano.
Estaremos pendientes a futuras entregas. Un afectuoso abrazo Óscar.

Solo me resta agradecerte, apreciado compañero. Tu comentario es un gran estímulo para mí. Me sorprendió el término"percepciones cenestésicas", ya que he visto esa característica como algo nuevo.

Te envío un gran abrazo.
Óscar


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Óscar Distéfano
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Re: El amor en los años sesenta (PP1, PP2)

Mensaje sin leer por Óscar Distéfano »

Primera parte Capítulo 2
PP2


La casa de los Martínez-Carrillo se encontraba situada en un barrio popular de la ciudad, no lejos del estadio de fútbol del club Cerro Porteño, en cuyas inmediaciones los choques de hinchadas ocurrían cada vez que se medía con su tradicional rival, Olimpia, única razón de queja contra el barrio que había tenido don Roque Martínez, difunto esposo de Catalina Carrillo, ya que odiaba el fútbol tal como Borges lo había detestado, quien había dicho: «El futbol es popular porque la estupidez es popular».
La casa, enclavada sobre una calle tranquila, sin tráfico la mayor parte del tiempo, donde los chicos acostumbraban a jugar a la pelota sobre el pavimento o sobre las múltiples calles de tierra que aún existían en la zona, costumbre que era rechazada con energía por los viejos de la cuadra (alborotaban todo el tiempo con discusiones concernientes al juego, y gritaban los goles con excesiva pasión), encabezada por la viuda Catalina. Los constantes plagueos de quienes afirmaban no poder descansar durante las horas de la siesta, agrietaban el abismo generacional que, de por sí, existía ya entre los rebeldes jóvenes y las tozudas personas de la tercera edad. Por supuesto que el conflicto jamás llegó a resolverse: se convirtió en una costumbre más del barrio, hasta el extremo de que algunas airadas amas de casa derramaban agua a los grupos de chicos; y estos, en represalia, rompían el cristal de alguna ventana, o arrojaban sus excrementos envueltos en papel diario en los jardines respectivos.

Era algo sorprendente que los robos —aunque en otros puntos de la ciudad tampoco eran alarmantes—, ahí no proliferaran (el presidente Stroessner, quien se había apoderado del poder con un golpe de estado en 1954, se mostró obsesivo con la seguridad desde un principio, excusa que le servía para controlar a la gente, ya que perseguía no solo rateros sino también disidentes políticos); y eso que era el lugar donde se asentaban las casas más antiguas de Asunción, las que carecían de buenas verjas, al contrario de las ubicadas en otros barrios más nuevos. Casi todas las casas —del llamado Barrio Obrero—, de murallas bajas, en las noches sofocantes del verano, permanecían con sus puertas y ventanas abiertas, las ropas tendidas en los alambres, juguetes de niños, herramientas, carretillas, esparcidas por el patio. Era costumbre sacar las hamacas y los catres elásticos con sus respectivos mosquiteros, para dormir fuera de los dormitorios. Como era un barrio de clase popular (por no decir baja), quizás los hurtos no se daban como sentencia cumplida de ese dicho: «un pobre no roba a otro pobre». No sé. Después de todo, los delincuentes no andan con códigos de éticas en los momentos de sequía monetaria. Tal vez valiera este otro dicho: «los rateros no roban en sus propias casas», aunque esta máxima tampoco era cierta porque he conocido casos de rateros que han sustraído relojes, calzados, aparatos de radios, y cualquier cosa de valor empeñable de sus propios parientes.

La vivienda de los Martínez-Carrillo era una construcción barroca de dos niveles, con un espaciado balcón sobre la calle, de imponente baranda de hierro forjado que, Catalina, con el mismo amor con que cuidaba a sus gatos, había llenado de plantas ornamentales, con unas jardineras colgantes donde exhibía las más coloridas flores de estación: las petunias en invierno y los tagetes en verano eran sus flores preferidas. Casi siempre se sentaba en las horas del crepúsculo, observando el paso de la gente, en cierta forma pavoneándose en medio de su distante pequeño edén, alimentando la tirria del populacho con su soberbia y orgullo. No estaría demás decir que la casa de Catalina era la más llamativa; y en la época de su inauguración, la más ostentosa. En varias cuadras a la redonda no había otra casa de dos niveles, y menos aún con tantos arabescos moldurados en su fachada. Los transeúntes que la observaban por primera vez, quedaban impresionados ante tanta maestría con la argamasa. Del techo sobresalía una larga antena de radio aficionado. Era de Carlos. Desde adolescente se dedicó a hacer amigos por el mundo; le emocionaba saberse un ciudadano internacional con licencia, con la loable misión de hacer un servicio a la comunidad, conectándose con una de las emisoras de radio de la ciudad, para retrasmitir las noticias más curiosas que recibía de sus colegas de los países más lejanos.
El interior de la casa resultaba amplio, ahora con varias dependencias sin uso, incluyendo el garaje, donde se encontraba el automóvil de la familia que Carlos nunca había tenido permiso para usar. Luego de la muerte de don Roque, el desgraciado marido y desentendido padre, víctima de un penoso cáncer de huesos que lo dejó postrado dos años antes de morir, las estancias parecían flotar en una atmósfera traslúcida de soledad, con los microscópicos polvos y ácaros visibles gracias a los singulares rayos de sol que se introducían por las ventanas o los resquicios de alguna persiana desvencijada a causa de las fuertes tormentas.
Desde el mismo instante en que le comunicaron su enfermedad, don Roque se hizo melómano de la música clásica. Si antes ya le gustaba la música, ahora no podía estar un segundo en silencio sin música. Y esas melodías inmortales de Bach, Mozart, Beethoven, Chopín, lo tranquilizaban. Por supuesto que Catalina le dio ese gusto con todas las comodidades de la época: hasta auriculares le había comprado (y otro para ella, para no escucharlas).
Tal casa, muy grande para una viuda, difícil y costosa de mantener, no parecía incomodar a su dueña, ya que se negó tajantemente a aceptar una buena oferta que le hicieron para venderla (y creo que tenía razón). Sin necesidad perentoria, con el desahogo económico en que vivía, con la renta mensual que percibía por otra casa, más la pensión jubilatoria del marido, no necesitaba hacerlo. Por eso, cada vez que pensaba en el tema, se decía a sí misma: «jamás voy a vender mis recuerdos». Se refería al tesonero afán con que su marido había juntado esos pequeños bienes a lo largo de su vida, deslomándose como un burro, guardando moneda tras moneda, hasta amasar lo suficiente como para ser enterrado con pompas y lujos que deslumbraron al barrio, y dejar a su esposa un considerable patrimonio para sumar al que ella ya poseía, y así permitirla vivir con decoro.

Célebre fue en el barrio la estricta rutina de don Roque, pues, a excepción de los domingos en que salía a leer el diario en el balcón, pasaba siempre por sus habituales lugares a la misma hora. Salvo escasas excepciones, no utilizaba su auto. Decía que era más económico y seguro utilizar el trasporte público.
—Es un inglés —dijo una vez su vecina de enfrente, refiriéndose a la puntualidad de su camino recorrido.
Tal vez su condición de empleado bancario haya influido en esa impecable conducta profesional, paradigma de honestidad y perseverancia, dedicado a tiempo completo a satisfacer las exigencias de sus patrones. Hasta tal punto llegaba su entrega que sus compañeros de trabajo le llegaron a reclamar su excesivo patronismo, cuando se empecinó en seguir trabajando con un cuadro gripal que no le dejaba desprenderse del pañuelo. Pero él persistía sin dejarse amilanar; tenía tanta convicción en su hoja de ruta de vida, que nadie podía desviarlo del rumbo a la meta. Ese tesón nunca doblegado tuvo sus frutos cuando, un par de años antes de morir, se recibió de licenciado en administración de empresa, requisito que le pedía el banco para nombrarlo gerente de una sucursal; y la suerte (la generosa voluntad de los directivos) quiso que fuera ahí mismo, en su barrio; conquista que brindó a nuestro ejemplar señor, su momento de gloria, el aumento paroxístico de su reputación, antes de su eterna partida.
Para acrecentar su prestigio social, enseñaba matemática en un colegio nocturno; pero, más allá del prestigio que podía ganar, lo impulsaba con mayor fuerza, no la paga que era exigua, sino la lascivia (era su mayor secreto. Él sabía que era el lugar ideal para intimar con sus alumnas, entre las cuales siempre encontraba algunas dispuestas a coquetear a cambio de una buena nota. Esta era la única oscura debilidad de don Roque, el único acto de corrupción moral que cometía en su vida). En los colegios nocturnos acudían empleadas domésticas que bostezaban en las clases, mujeres rezagadas, algunas de las cuales fueron expulsadas de otros colegios, empleadas de comercios que no podían pegarse el lujo de aplazarse, que les urgía acceder al título de bachiller, para abandonar esa vida de la cama al trabajo y del trabajo a la cama, doce y catorce horas de jornada, sin contemplación de la patronal. En fin, el respetado maestro Roque Martínez era, ni más ni menos, como esos curas que ganaron el hábito, no por convicción religiosa, sino para saciar sus perversos apetitos pederastas o pedófilos. Solo que el caso de don Roque no era nada abominable a los ojos de la sociedad, como sí era el de los sacerdotes. Y en una de sus tantas relaciones carnales pedagógicas, el maduro señor se enamoró de una de sus alumnas (menos mal que era mayor de edad), a quien embarazó y la llevó a vivir con él (sin abandonar a Catalina), formando un segundo hogar, condición que lo mantuvo en el más estricto secreto. Ni sus hijos Carlos y Hugo se enteraron jamás que tenían una hermanita de cinco años. El secreto lo llevó a la tumba. Cuando don Roque murió, la Segunda no se atrevió a pasar ni por el frente de la casa de los Martínez. Era consciente de que su condición era ilegal; y su hija, considerada bastarda, no tenía derecho a nada de la herencia. Solo le quedó esa casa donde vivía y una caja de ahorro modesta para su hija.
—En esta vida todo se paga —sentenció una vez doña Eulalia, la anciana más entrometida y chismosa del barrio—. Algo malo habrá hecho este señor para merecer esta broma cruel del destino, esta muerte tan horrenda. Ahora, su dinero caerá en las manos de algún amante (odiaba a Catalina).
Doña Eulalia, la bruja desdentada, de ochenta años de edad, hablaba desde un profundo resentimiento existencial. Ya no tenía nada que dar y tampoco nada que recibir de la vida. Soltera, sin hijos, mujer de mala vida en su juventud, destilaba una perpetua animosidad, y solo se apaciguaba su espíritu cuando veía a algún vecino caer en desgracia. Ella sabía que Catalina, que entonces tenía cincuenta y tres años (diríamos, una edad en que, si no existen motivos de salud, una mujer bien cuidada puede todavía vivir con esperanzas eróticas)…, ella sabía era el símbolo de lo que ella quiso ser y nunca pudo (había que destruir su reputación a cualquier precio).

Catalina, después de la muerte de su marido, se sintió frígida, le perdió por completo el interés al sexo, su libido se había apagado quizá por falta de oportunidad para encenderse; o, tal vez, porque, sintiéndose tan sana y fuerte y de fisonomía aceptable todavía, pospusiera día tras día la búsqueda de una nueva pasión, o pensara que, en caso que la pasión llegara de sorpresa, la aceptaría con mayor naturalidad. Su madurez le había enseñado que en el arte del amor todo es engaño, y que lo más conveniente para ella era permanecer en el mínimo de la ilusión, porque una se miente a sí misma cuando quiere tomar con rapidez lo que no siente como auténtico. El único riesgo que corría es que, si en el futuro le urgiera volver a experimentar los juegos del amor, podría encontrarse con la desagradable realidad de la decadencia irremisible de su estructura física femenina. Otra consecuencia nefasta que le trajo la muerte de su marido fue el odio que le nació por la música. Era una fobia que no entendía; se hizo todos los análisis médicos y sus oídos estaban sanos, pero se vio en la necesidad de taponarse los oídos cuando iba a salir. Guardó ese secreto, que la hacía sentir disminuida frente a los demás, por mucho tiempo.

Sabía la bruja Eulalia que la viuda era miembro de una familia acomodada, dueña de un interesante establecimiento ganadero, a unos cien kilómetros de la ciudad de Concepción (puerto sobre el río Paraguay). Sabía, pero hacía como que no sabía. Se negaba a reconocer la supremacía social que otorga el dinero. Un día, casi muere de un infarto, cuando una vecina suya acierta en la quiniela con un número cercano al suyo. Su odio a los ricos nacía de su pobreza extrema, de su fracaso de no haberla vencido a lo largo de su vida.
Doña Eulalia sin apellido, jugadora compulsiva de todo juego de azar que encontraba a su paso, con el dinero que obtenía pidiendo limosna frente a los templos, se peleaba con quien osara desafiarla, y se arrogaba ínfulas de payesera. Amenazaba a sus contrincantes ocasionales con curarles (hacerles perder el dominio sicológico sobre sí mismos). Y fue esta bruja quien, premonitoriamente, había anunciado la desgracia a Catalina, unos meses antes de la muerte de su esposo, en una de las tantas voseadas que tuvieron entre ellas. Catalina también la odiaba; no entendía cómo un ser tan débil, en las postrimerías de su vida, pudiera tener tanta fuerza para la maldad.
—Si no se muere —le dijo una vez a Manuela, la doméstica—, es porque ni el infierno la quiere.
Catalina deambulaba todo el tiempo por las estancias de su pequeño reino, sin sentir la necesidad de mezclarse con la vecindad. Salía solo cuando los requerimientos sociales reclamaban su presencia en algún suceso desgraciado o de festividad religiosa. Jamás asistía a fiestas de cumpleaños o casamientos, por más madrina que a veces la querían nombrar. Por una cuestión de conducta congénita, pasaba días sin pisar la vereda de su casa. La limpieza de calle que hacía la criada la fiscalizaba desde el balcón. Pero, en medio de esa soledad que tampoco parecía conformarla, su carácter se fue agriando, y vivía quejándose de sus achaques, del tiempo, de los vecinos, de todo cuanto pudiera resultar motivo de su acerba crítica. Y esta llovizna de inconformidad con su destino salpicaba a sus hijos Carlos y Hugo y a la vieja doméstica que la acompañaba en su vía crucis existencial.
Todos en la casa, desde siempre, se acostumbraron a sus obsesiones de limpieza y orden. Ella ejercía su voluntad a discreción, y nadie osaba nunca contradecirla. Si alguien de la casa, algunas veces, intentaba destrabar los cerrojos de su imposición, rebelándose a los chillidos constantes, a las impertinentes apariciones o al rígido horario establecido, ella armaba un verdadero escándalo, para luego caer enferma (chantaje emocional), dejando en el ambiente un desagradable sentimiento de culpabilidad, que el responsable debía asumirlo frente a todos. «Perdóname, mama». «Perdóneme, doña Catalina». Entonces, la autoritaria señora se curaba y las aguas volvían a su cauce normal.

Para la gente chismosa del vecindario, todas las personas del entorno que soportaban los caprichos de la «arpía» (así la llamaba Eulalia, y luego la siguieron otras), eran dignas de compasión. Se preguntaban, no precisamente respecto a los hijos, quienes al fin y al cabo nacieron ya bajo el yugo materno y deberían estar acostumbrados, sino respecto al marido y, más aún, a la vieja empleada doméstica Manuela, de qué clase de miedo les nacía esa sumisión para soportar durante tanto tiempo tamaño martirio. ¿Por qué nadie pudo mandarla al diablo, disponiendo de libertad para ello? Pero no, ni don Roque ni Manuela intentaron hacerlo nunca. Él, porque quizás se sentía menos agobiado al dedicarse de lleno al trabajo y, en cierta forma, porque las irritaciones de su mujer le entraban por un oído y le salían por el otro; y Manuela, porque parecía un verdadero animalito domesticado: con pasividad humanamente absurda acumulaba sobre sus hombros años y años de ese trato que fluctuaba entre una tibia demostración de afecto y una candente lluvia de iracundia y ultraje. «Es una mártir». «Es una bruta, la pobre, que no sabe distinguir una persona normal de una histérica». «Está sola en el mundo y tiene terror de dejar las pequeñas comodidades que recibe en la casa de la arpía». Eran algunas de las frases que se escuchaban en los corros de comadres.

A Catalina, los comentarios de la gente la tenían sin cuidado. Para ella eran la gran chusma y nada más. Las maledicencias no influían sobre su comportamiento. Podían pasarse la vida hablando mal de ella, que no cambiaría nada el acontecer de su cotidianeidad; ni siquiera repercutió en su ánimo aquella grosera infamia que corrió por el barrio, cuando la hicieron responsable del martirio atroz que había sufrido su marido (el pobre hombre había lanzado incontables gritos de socorro desde su cuarto de enfermo terminal, que los transeúntes y vecinos escuchaban con angustia), porque ella se negó con firmeza a permitir la aplicación de la morfina, cuando éste sufría de los espantosos dolores de la enfermedad. Convencida de que hacerle perder el estado de conciencia al enfermo era lo mismo que matarlo en vida, ni siquiera se dignó a escuchar la acusación de desalmada que le hacían, como tampoco los consejos de los médicos que la llamaban a drogar al paciente. «Se irá al mundo de la inconciencia», decía. Estaba visto que sólo la muerte o la debilidad propia de la vejez, que derrumba las más fuertes voluntades, podrían acabar con ese tiránico reinado; pero sólo algún desgraciado accidente lograría llevarla a la tumba, ya que su salud era de hierro; y en cuanto a la senectud extrema, el robusto cuerpo no litigaba aún con su decadencia.


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Cumbres Soleadas, situada al norte de Concepción, sobre las orillas del río Paraguay, en la desembocadura del arroyo Tagatiyá, se llamaba la estancia de los Carrillo, la familia de Catalina que decía descender de doña Juana Pabla Carrillo, madre del mariscal López, conductor de la guerra contra la triple alianza formada por Brasil, Argentina y Uruguay, héroe para unos y tirano sanguinario para otros. Los Carrillo se sentían orgullosos de su estirpe, ya que López era reconocido como el héroe máximo del Paraguay por el gobierno del general troessner, por haber muerto con dignidad en batalla, masacrado por un tiro de fusil por parte del brigadier Correia da Cámara del ejército brasileño, ante la negativa a rendirse, el primero de marzo de 1870. Pero los detractores de Stroessner decían que se trataba de una admiración de tirano a tirano. A López se lo acusaba de crímenes atroces, antes, durante y después de la guerra; y como la historia la escriben los vencedores, muchos años su hazaña tuvo que lidiar con la ignominia; hasta que, poco a poco, su nombre fue ocupando su honorable lugar en el corazón de los paraguayos.

El nombre de Cumbres Soleadas le puso el padre de Catalina, un español, José Carrillo, oriundo de la ciudad de Burgos, España, que había corrido del frío a causa de una bronquitis crónica que padecía y empeoraba cada año. Había oído sobre el clima cálido del Paraguay —sobre la riqueza inexplotada de ese país—, y decidió mudarse con su familia. Poseía un importante patrimonio. Compró la propiedad con la mitad de bosque virgen (con abundantes árboles de trébol y lapacho, entre otros, que empezó a trasportar por el río en jangadas y a vender en Buenos Aires, obviando los intermediarios) y la otra mitad con pastura natural (pasto jesuita). Gracias a estas características invaluables (solo en madera había más de diez veces el valor de la propiedad), pudo hacerse con una hacienda de más de mil cabezas de ganado vacuno, caballos para el uso de la estancia, ovejas, cabras, cerdos y todo tipo de animales de granja para el consumo interno. Había leído la novela Cumbres Borrascosas de Emily Brontë, y en ese título se inspiró para ponerle el nombre al establecimiento. Se justificaba plenamente, porque en el lugar que se asentaron salía un hermoso sol hasta en el invierno más riguroso; hasta cuando la pastura amanecía cubierta de blanca escarcha, pues a las dos horas el sol resplandecía (mostraba de nuevo el verde de la esperanza), con sus cálidos y saludables rayos.

En la confortable casona de piedra, construida en una lomada de una propiedad de dos mil hectáreas, vivían, Pablo, Rosario y Dolores, los tres hermanos de Catalina, ambas viudas, y Pablo, amancebado con una descendiente de mestizos, a quien utilizaba como hembra y como burra de carga. De los cuatro hermanos solo Dolores había nacido en España; los otros tres, en Paraguay. También vivían en la estancia un hijo de Pablo, Eraclio, medio (o entero) marica (acomplejado por su amaneramiento incontrolado, ya que en esa época era un suicidio asumir la homosexualidad), quien lo acompañaba en las tareas de la hacienda (más le gustaba estar en la cocina, donde utilizaba sus exquisitos platos para su comercio sexual), una hija de Rosario, Magdalena, quien tuvo cuatro hijos de padres distintos (todos peones de la estancia), y que vivía en un rancho a mil metros de la casa grande con su último concubino. Dolores no tuvo descendencia. Pablo cuidaba con buen criterio el patrimonio de la familia, y cada seis meses viajaba a Asunción para visitar a su hermana Catalina, llevarle su parte correspondiente de alguna venta de ganado, y disfrutar de los restaurantes y parrilladas —que eran su perdición—, del cinematógrafo y de sus amistades. Era amante de la buena cocina; adoraba el cerdo al horno con ensalada rusa, acompañado de unas botellas de cerveza bien heladas.
—Tío —le había dicho una vez Carlos—: el cerdo se debe acompañar con vino y no con cerveza.
—Convéncele eso a los alemanes —le respondió, en medio de una gran carcajada.
Cada vez que pisaba la casa de su hermana, cambiaba el ritmo de la vida, todo se alborotaba, Manuela preparaba, además del infaltable cerdo al horno, las milanesas de lomo más jugosas, con papas fritas; los tallarines con peceto y salsa natural de tomate; las ovejas a la parrilla con papas enteras a la crema, ovejas que él mismo traía del campo; y hacían sobremesa por horas, recordando travesuras de la infancia, de la adolescencia, de los colegios de pupilaje que frecuentaron, de las vacaciones en Cumbres Soleadas. Esos días eran los únicos en que Catalina salía de su rutina, trasgredía sus normas, tomaba un poco de vino, con un estado de ánimo radiante. Es que ella adoraba a su hermano (no solo por haberle salvado la vida); lo tenía en lo alto, como a un ser humano superior, con todas las cualidades de un gentleman o un señor feudal.
—¿Recuerdas, Pablito, cuando me salvaste la vida? —le preguntó Catalina, con su expresión llena de ternura. Su propósito era que sus hijos supieran del «heroísmo» de su hermano.
—Como si fuese ayer —respondió el aludido—. Es una suerte que los dos estemos vivos.
Y pensando que el tío Pablito había cortado la crónica, Hugo exclamó:
—¡Dale, tío, cuéntanos cómo fue!
—Sí, queremos saberlo —remató Carlos.
—De esto hace… ¿Cuántos años tenías tú, entonces, Catalina? —interrogó Pablito, haciendo un giro en el relato que había empezado.
—Trece años –respondió Catalina, y agregó—: Hace de ese susto cuarenta años.
—Cuarenta años de vida regalada —dijo Pablito, mientras se acomodaba en su silla para proseguir— . Sucedió al otro día de una terrible tormenta con abundante lluvia que produjo una creciente del arroyo Tagatiyá. Si su curso tenía, en ese lugar donde siempre nos divertíamos, un ancho normal de diez a doce metros, ese día amaneció con más de treinta. Se había formado un feo remanso muy cerca de la pequeña playa donde habíamos dejado nuestras ropas, cruzando el rústico pero macizo puente de rollos que utilizaban los escasos camiones, las carretas y los vecinos de las otras estancias. Yo me encontraba en la margen izquierda del arroyo, subido a una rama de ingá para comerme las últimas vainas que podía alcanzar; y vuestra madre, en la margen derecha, chapoteando en el agua que ese día estaba turbia.
—Ahí…, ¿qué fue lo que te pasó?, ¿perdiste el equilibrio? —interrumpió su relato para preguntarle a su hermana.
—Me descuidé —le respondió ella—. Me alejé con imprudencia de la orilla, y de pronto me caí en un pozo.
—Así fue. Ya recuerdo que así lo habías contado —comentó Pablito, y prosiguió—: Bueno, yo la escuché gritar, y vi que había caído en el remanso; daba vueltas, mientras trataba, chapoteando con desesperación, de tocar tierra firme. Cuando me percaté de que la situación era dramática, me arrojé al arroyo, lo crucé con rápidas brazadas, llegué junto a ella, me puse detrás, la tomé de la cintura con la intención de empujarla hacia la orilla; pero, ella, extenuada y aterrorizada, dio un giro de ciento ochenta grados y utilizó como apoyo mi cabeza, hundiéndome cada vez que yo salía a la superficie. Estuvimos así, forcejeando, no sé durante cuánto tiempo, pero yo me sentía sin fuerzas ya, cuando ella, —milagrosamente, diría yo—, pudo pisar tierra firme y alejarse de mí. De tan asustado que quedé, temiendo que ella volviera a agarrarme, atravesé de nuevo el arroyo, crucé corriendo el puente, y la encontré tendida sobre la arena, abriendo sus brazos para abrazarme. Eso fue todo. Podíamos haber muerto los dos. Desde ya, cuando estábamos en pleno forcejeo y yo perdía toda esperanza, he visto en mi mente dos ataúdes rodeados de cirios y lirios del campo. Fue una visión terrible que, sin embargo, me recargó de las últimas fuerzas que necesité para cruzar de nuevo el arroyo.
—Gracias a ti, entonces, nosotros existimos —dijo Hugo, con inocente agradecimiento. Todos sintieron el profundo afecto que otorga la sangre.
Otro que adoraba a Pablito era su sobrino Carlos. Se sentaba horas a hablar con él sobre todo tipo de sabiduría campesina con que el tío le regalaba. Iban al cine, a los partidos de fútbol (ambos eran olimpistas) y a cenar como príncipes en los mejores restaurantes de Asunción. Le enseñó a amar los caballos, llevándolo al hipódromo, donde visitaban las caballerizas y conversaban con los cuidadores y los guainos. Para Carlos, cada visita de su tío Pablito era un verdadero curso del arte de vivir, donde el amor a la naturaleza se manifestaba en cada poro de su piel. Admiraba su eterno buen humor, sus ojos vivaces, su optimismo crónico, su impunidad ante el diluvio de pesimismo y malas noticias de los medios de comunicación, su amor incondicional por la vida. Su tío le parecía a Carlos un dios menor de ese olimpo sudamericano, donde la vida avanzaba libre de la malevolencia contaminante de la civilización.

Catalina solía ir a Cumbres Soleadas para visitar a sus hermanas, con una regularidad de una vez al año, aunque en los dos últimos le acobardaba la peripecia del viaje. Cada vez que se decidía, se preparaba con dos o tres meses de anticipación. Comprar las telas para Dolores, su hermana que cosía; las provisiones especiales (ingredientes para repostería), para su hermana Rosario, quien elaboraba unas galletitas exquisitas; y todas las necesidades básicas que requiere un lugar tan alejado de la civilización, amén de algunos pedidos especiales que siempre le hacía su hermano Pablito, a través del telégrafo. Solía viajar en compañía de sus hijos y de la fiel Manuela. Su estancia solía durar uno o dos meses, tiempo que aprovechaba para bañarse y pescar en el arroyo Tagatiyá (verdadero paraíso terrenal); para montar a caballo y pasear por los alrededores, o acompañar a Pablito a recorrer los fondos de la propiedad, donde podía admirar los bien crecidos animales que poseían.

Pablo o Pablito (de los cuales el nombre Pablito era el que más utilizaba la gente) viajaba cada mes a Concepción, distante unos cien kilómetros, para hacer compras y visitar a algunos amigos del gobierno regional, a alguna amiga, a sus proveedores de insumos, a sus compradores de ganado, y a cuanto amigo se había hecho a lo largo de sus sesenta años. Ese año se había comprado una camioneta Ford F100, color turquesa, cambiando su vieja F1, modelo 1951.
Última edición por Óscar Distéfano el Vie, 17 Abr 2020 20:20, editado 3 veces en total.


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Re: El amor en los años sesenta (PP1...PP2)

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el cambio de escena, que da pie a la introducción, se acentúa los tintes propios de la narrativa hispana. Con sus vastas extensiones, grandes casonas, que junto a la figura de Catalina con Cumbres Soleadas (también leí a las hermanas Brontë), me recordó a la obra "Del amor y otros demonios" (García Márquez) que viví de un tirón, je. Sí, soy mala comentarista porque no me tengo como lectora, peor analítica. Por gusto, he sido una amante de la Literatura, de las novelas sobre todo, y teatro. Antes leía cuanto caía en mis manos, y lo que no también. Bueno, solo era para alargarme, y decir que la narración se presta a zambullirse en ella.


Un abrazo, Rosa


Una observación, a mi modo de ver, claro. Don Roque, de altruista nada.

... no por la paga que era exigua, sino por altruismo (él sabía que era el lugar ideal para intimar con sus alumnos, entre los cuales siempre encontraba alumnas dispuestas a coquetear a cambio de una buena nota. Esta era la única oscura debilidad de don Roque, el único acto de corrupción que había cometido en su vida).
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Re: El amor en los años sesenta (PP1...PP2)

Mensaje sin leer por Óscar Distéfano »

R. M. Alemán escribió:el cambio de escena, que da pie a la introducción, se acentúa los tintes propios de la narrativa hispana. Con sus vastas extensiones, grandes casonas, que junto a la figura de Catalina con Cumbres Soleadas (también leí a las hermanas Brontë), me recordó a la obra "Del amor y otros demonios" (García Márquez) que viví de un tirón, je. Sí, soy mala comentarista porque no me tengo como lectora, peor analítica. Por gusto, he sido una amante de la Literatura, de las novelas sobre todo, y teatro. Antes leía cuanto caía en mis manos, y lo que no también. Bueno, solo era para alargarme, y decir que la narración se presta a zambullirse en ella.


Un abrazo, Rosa


Una observación, a mi modo de ver, claro. Don Roque, de altruista nada.

... no por la paga que era exigua, sino por «altruismo» (él sabía que era el lugar ideal para intimar con sus alumnos, entre los cuales siempre encontraba alumnas dispuestas a coquetear a cambio de una buena nota. Esta era la única oscura debilidad de don Roque, el único acto de corrupción moral que había cometido en su vida).

Gracias, Rosa, por tu visita. Tu comentario me sirve de mucho, no solo por la observación que has hecho, sino por la visión de la historia que me trasmites. Al término altruista le faltaron las comillas: «altruismo», para que se lea el sarcasmo. Un abrazo.


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Re: Novela: El amor en los años sesenta (PP1...PP2)

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No, a ver, soy tardía en algunas cosas, y en otras también. Menos una palabra que cambié del comentario, junto a la observación, lo hice más tarde. No tenía forma de quitármelo de la cabeza, je. Qui´za no lo debí hacer, me pasa. Lo normal es que se den cuenta del sarcasmo. Peor es el entrecomillado. Lo veo así, nada más. Porque, claro, ¿Por qué la siguiente explicación? La que está entre paréntesis. en esa época era así, nos movemos culturalmente, no sé... Quitaría el entrecomillado de altruismo, y también la explicación siguiente. Pero no me haga caso. Lo mismo me pasa con estas letras, que son pensamientos más recientes, o sacados a la luz, no de la época, por lo menos, por acá:

En fin, el respetado maestro Roque Martínez era, ni más ni menos, como esos curas que ganaron el hábito, no por convicción religiosa, sino para saciar sus perversos apetitos pederastas o pedófilos. Solo que el caso de don Roque no era nada abominable a los ojos de la sociedad, como sí era el de los sacerdotes.

La narrativa no la veo como un cuadro de costumbres (donde se usaba la moralidad, de ahí también el sarcasmo, ironías y demás). Quizás en la vuestra no me doy cuenta de ello, porque la veo de cotidianidad.

Hay detalles que, por la época, no sé si por ahí se tenían en cuenta: como no coger el vehículo propio (la presunción o vanidad de los hombres de la época) por economía (aunque yo era recién nacida, jo). Lo dejo al aire.

Esto que digo, se puedo borrar, solo tiene que decirlo, Óscar.

un abrazo
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Óscar Distéfano
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Re: Novela: El amor en los años sesenta (PP1...PP2)

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R. M. Alemán escribió:No, a ver, soy tardía en algunas cosas, y en otras también. Menos una palabra que cambié del comentario, junto a la observación, lo hice más tarde. No tenía forma de quitármelo de la cabeza, je. Qui´za no lo debí hacer, me pasa. Lo normal es que se den cuenta del sarcasmo. Peor es el entrecomillado. Lo veo así, nada más. Porque, claro, ¿Por qué la siguiente explicación? La que está entre paréntesis. en esa época era así, nos movemos culturalmente, no sé... Quitaría el entrecomillado de altruismo, y también la explicación siguiente. Pero no me haga caso. Lo mismo me pasa con estas letras, que son pensamientos más recientes, o sacados a la luz, no de la época, por lo menos, por acá:

En fin, el respetado maestro Roque Martínez era, ni más ni menos, como esos curas que ganaron el hábito, no por convicción religiosa, sino para saciar sus perversos apetitos pederastas o pedófilos. Solo que el caso de don Roque no era nada abominable a los ojos de la sociedad, como sí era el de los sacerdotes.

La narrativa no la veo como un cuadro de costumbres (donde se usaba la moralidad, de ahí también el sarcasmo, ironías y demás). Quizás en la vuestra no me doy cuenta de ello, porque la veo de cotidianidad.

Hay detalles que, por la época, no sé si por ahí se tenían en cuenta: como no coger el vehículo propio (la presunción o vanidad de los hombres de la época) por economía (aunque yo era recién nacida, jo). Lo dejo al aire.

Esto que digo, se puedo borrar, solo tiene que decirlo, Óscar.

un abrazo

Dos cosas:
1.- Estamos haciendo un intercambio. Me gusta y me convence la agudeza de tus opiniones. Repararé seriamente en ellas. No tienes que borrar nada; más bien, agradezco tu franqueza. Sé que la narración tendrá éste y muchos problemas más.
2.- Reconozco que hay algo que debe ser replanteado en ese pasaje. Esa es mi tarea, porque acepto que tienes razón.

Párrafo original:
Para completar su prestigio social, enseñaba matemática en un colegio nocturno, no por la paga que era exigua, sino por «altruismo» (él sabía que era el lugar ideal para intimar con sus alumnos, entre los cuales siempre encontraba alumnas dispuestas a coquetear a cambio de una buena nota. Esta era la única oscura debilidad de don Roque, el único acto de corrupción moral que había cometido en su vida).


Párrafo corregido:
Para acrecentar su prestigio social, enseñaba matemática en un colegio nocturno; pero, más allá del prestigio que podía ganar, lo impulsaba con mayor fuerza, no la paga que era exigua, sino la lascivia (era su mayor secreto. Él sabía que era el lugar ideal para intimar con sus alumnas, entre las cuales siempre encontraba algunas dispuestas a coquetear a cambio de una buena nota. Esta era la única oscura debilidad de don Roque, el único acto de corrupción moral que cometía en su vida).


Un abrazo, amiga.
Por favor, tutéame.
Óscar


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Óscar Distéfano
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Re: Novela: El amor en los años sesenta (PP1...PP2)

Mensaje sin leer por Óscar Distéfano »

PP3

Al otro día de haber conocido Carlos a Matilde (caluroso domingo), se levantó a eso de las nueve de la mañana, empapado a pesar de que el ventilador había soplado fijo sobre su cuerpo. Con la mente en blanco, lo primero que sintió fue el acostumbrado aburrimiento que todos los días le asaltaba. Trató de localizar, como mil días atrás, la serie de causas que pudieran llevarlo hacia la revelación de sus más íntimas desmotivaciones; buscaba despertar su entusiasmo dormido, liberarse de la cárcel de la rutina; intentaba reconquistar la alegría de vivir (ya la había conocido y nuevamente perdido). Acercándose a lo más hondo de su ser, quizá podría extraer la suficiente comprensión para liberarse de aquel venenoso tedio acumulado en los últimos tiempos, y que lo estaba matando de a poco. Por suerte, esta abstracción duró pocos segundos porque, de forma súbita, su mente se iluminó con el resplandor del rostro de Matilde. Su memoria fue trayéndole como dardos de fuego de Cupido, los detalles de la atracción: risas, gestos, roces, y la enorme esperanza que ella le había abierto en el muro de su corazón cerrado. Por primera vez, después de mucho tiempo, su Yo optimista tenía supremacía sobre su Yo pesimista. Ante esa grandiosa posibilidad que se le presentaba para ser feliz (que ya sentía), para vencer de una vez el aburrimiento que lo tenía aplastado en la existencia, y ante el ambiente sombrío que siempre reinaba en su casa, él pensó en no mostrar ese estado de embriaguez en que se encontraba, principalmente frente a su madre. Tuvo vergüenza de ser feliz, de incomodar a su madre sintiéndose dichoso. Pero tampoco dejaría de luchar por esa incipiente felicidad. No cometería el error de Borges: «He cometido el peor pecado que un hombre pueda cometer: no he sido feliz». Por suerte para él, Catalina le comunicó que en una semana viajaría a Concepción, a la estancia de la familia, (de donde no volvería en menos de un mes). Haría uso, entonces, del auto de su padre (su madre siempre se negaba a cederle), a sabiendas de que ni la empleada Manuela, ni su hermano menor Hugo, lo delatarían (ya lo había hecho otras veces). «La llevaré al cine», pensó con entusiasmo.
Carlos quiso ir ya mismo a la casa de Matilde. Extrañaba ese arrobamiento que había sentido durante todo el tiempo que estuvo con ella; pero su Yo protector le dijo:

No, no te conviene. Llegarás cerca del mediodía. Podrías crearle una gran incomodidad ante el hecho de que tenga la obligación de invitarte a almorzar, o a despedirte muy a pesar suyo, porque su padre, sin conocerte aún, rechazara recibirte. Lo mejor que puedes hacer es irte después de la siesta, a eso de las tres de la tarde; porque, además, a esa hora, si te invita a entrar a la sala, ya no sufrirán tanto el calor.

«Es cierto. No debo cometer errores por atolondrado», pensó Carlos.
Para llegar a la casa de Matilde, Carlos tenía que tomar un ómnibus desde la esquina de su casa hasta el centro, ahí abordaba el tranvía (si no tardaba demasiado; de lo contrario, se vería obligado a tomar dos colectivos más), hacía un viaje de una hora para llegar hasta una parada que le dejaba a cien metros de la casa de Matilde.
Luego de su peripecia de viaje (había escasos medios de transporte los domingos), estuvo a las tres en punto frente a la casa de Matilde. Salió ella a su encuentro. Estaba hermosa y radiante. Vestía una bermuda de lino color verde malva, y una remera blanca sin mangas, tipo camisilla, que le permitía a él observar por los costados, los bordes de su blanco corpiño (era como la revelación de la intimidad de una diosa). Todo en ella era una congénita sensualidad. Carlos, desde el momento en que la vio salir, había entrado de nuevo en su trance de embriaguez. Se sentía el hombre más privilegiado del mundo.
—Hola, Carlos. Te despertaste tarde —le dijo ella, con una amplia sonrisa que denotaba su excelente humor y resaltaban sus hoyuelos.
—¿Por qué dices tarde? —le preguntó extrañado, Carlos.
—Porque pensé que vendrías por la mañana —empezó Matilde—. Le comenté a mamá que te conocí y todo lo que sé de ti. Lo que más le gustó es que estudias medicina. Me dijo que, si venías, te invitara a comer unos ñoquis de batata caseros hechos por Cirila.
—¿Quién es Cirila?
—La criada de mamá. Es como mi hermana. Aprendió a cocinar de mamá, pero ahora la supera —dijo, siempre con la sonrisa en los labios. («Labios húmedos, rojos, labios de mujer predispuesta al amor»).
«¡Imbécil! —le dijo en sus adentros a su Yo protector—. ¡Qué grande te has equivocado!».
—¿Y tu papá?, ¿y tu hermano?
—Mi papá está de viaje. Él trabaja allá por la zona de Concepción, en una empresa maderera argentina. Si él se encontrara hoy en casa, mamá no te invitaría… Y Facundo anda todo el tiempo por las casas de sus amigos.
—¿Qué tiene tu papá? ¿Es malo?
—Es de pocas pulgas con los amigos nuevos. Y también con los viejos —dijo, mientras reía de verdad, con lágrimas que acentuaban la esmeralda de sus ojos.
—Pero yo no quiero ser tu amigo.
—Ah, ¿no? ¿Y entonces qué quieres ser? —preguntó Matilde, haciéndose la desentendida. Es probable que deseara oír ya lo que Carlos iría a decirle.
—Quiero ser… quiero ser el dueño de tu corazón.

Confieso a los lectores que yo, como narrador de esta historia, recibí el libreto del autor donde estaba escrito que a Carlos se le permitiría entrar a la casa recién después de su tercera visita, que se le atendería ese tiempo en el portón, teniendo en cuenta la severidad de principios del padre de Matilde; pero, ni Carlos ni Matilde quisieron esperar, y decidieron que ese domingo sería la última vez que estarían charlando en la calle.
Estuvieron sentados en la vereda, a la sombra tupida de una ovenia, tomando tereré con zumos de agrial y hojas de aguacate. Ella le comentó la delicadeza de su padre en cuanto a no permitir que un amigo nuevo entrara a la sala de la casa antes de los tres días de visita en la vereda.
—Dice mi padre que el que viene a verme tres veces es porque pasó la prueba de la perseverancia —le dijo Matilde, riéndose de buena gana.
—No necesito tres días para conocerte, para hacerme conocer, para convencer a tu familia, para convencerte a ti que soy el hombre indicado para estar a tu lado, para ocupar tu corazón. «Voy a destruir esta regla absurda y maldita», pensó Carlos.
—Me das miedo. Quiero estar segura de que sientes un interés serio por mí. Valoro que hayas venido desde tan lejos a visitarme; pero, discúlpame, sé que los hombres son capaces de atravesar desiertos para lograr lo que desean, sin importarles dejar después a la mujer abandonada y deshonrada.
—Te entiendo, Matilde, y es triste para mí que no pueda hacer algo para demostrarte que soy contigo diferente. Solo el tiempo podrá demostrarte lo que soy y lo que seré.
—Está bien, Carlos; si el tiempo está de tu lado, por qué preocuparnos. Nadie tiene apuro. Yo acabo de decepcionarme después de casi dos años de relación. Me gustas, lo reconozco, me gustas mucho. Quiero que me visites el martes al oscurecer. Yo hablaré con mi madre, y luego aclararemos esta situación. ¿Te parece bien?
—Claro que sí —dijo Carlos. Estaba endiabladamente enamorado a esas alturas.


000


El día martes, un minuto antes de oscurecer, Carlos se encontraba golpeando las palmas frente a la casa de Matilde. Salió ella con un vestido de jersey apretado que dejaba al descubierto la perfección de su anatomía. Él pensó: «Si me pierdo esta mujer, me suicido».
—Te extrañé.
—Yo más que tú —dijo él—. ¿Hablaste con tu madre?
—Sí, y me dijo que no quiere verte nunca más por acá.
Carlos puso una cara de pelotudo que a Matilde le provocó una gran carcajada.
—Tontuelo —le dijo. Seguía riéndose, sin poder contenerse—. Tienes el permiso de mi madre para ser mi novio, para llegar de visita a mi casa. Le tuve que decir que te conocía de más antes, pues me dijo: «No puedes emparejarte con alguien a quien has visto solo dos veces». Aceptó mi explicación, y ella se encargará de refrendar su voluntad con mi padre cuando vuelva de su viaje. ¿Me quieres? Dime que me quieres…
Carlos estaba desarmado. Jamás en su aburrida vida pasó por una experiencia semejante. Matilde era para él un ángel-diablo que se había apoderado de su voluntad, de su libre albedrío, de su razón de existir, para llevarlo a los territorios de la realidad de la vida positiva, de la razón de la existencia emocionante (amable lector: si no conoces esto, ¿para qué vivir?).
—Te quiero, y quiero darte un beso —fue todo lo que atinó a decir nuestro galán.
—Pues, pasa —le dijo Matilde, señalándole el caminero que conducía al porche de su casa.

Cuando entraron a la sala, Carlos se paró frente a ella, la tomó entre sus brazos, la atrajo con la presión fuerte de su mano, hasta sentir el palpitante corazón de ella sobre su pecho. Luego, con ambas manos presionando a cada lado bajo sus orejas, levantó su rostro hacia él, le peinó hacia atrás la cabellera sedosa con sus ocho dedos, quedando libre su cara con sus labios temblorosos a cinco centímetros de los suyos; y leyendo en su mirada la entrega, la aprobación, el consentimiento, la besó con toda la ansiedad acumulada en su ser. Jamás había sentido unos labios tan especiales creados para ser suyos. El aliento que despedía la boca de Matilde le parecía aromas de un jardín encantado. El gusto de sus labios le resultaba como pulpa de una guayaba, de un níspero, de un mango maduro recién arrancado de la planta.

Cuando la pasión concedió una tregua, Matilde se dirigió hacia el tocadiscos y puso una de sus canciones favoritas. Estaba realizada. Convencida de haber encontrado al hombre que podía hacerla feliz, solo deseaba hacer cosas que enriquecieran la atmósfera que estaba respirando. Only you (versión Los plateros), empezó a sonar en el tocadiscos. Carlos, que no era muy aficionado a la música, se dejó, sin embargo, embargar por la magia de esa melodía; y años más tarde, cada vez que lo embargara la nostalgia, relacionaría esta canción con el primer beso conseguido de los labios del amor de su vida.


000


Cuando aquella tarde de sábado, Carlos vio al ex de Matilde hablando con ella frente a su casa, un tipo alto, más alto que él (y más guapo, para ser sincero), casi seguro de familia acomodada (estaba estacionado un Mercedes frente a la casa), con un futuro potencial, con un destino determinado por sus padres, o posiblemente un futuro delincuente de guantes blancos amañando licitaciones, que compraba todo lo que deseaba, cuyo bagaje cultural no pasaba de amanecer todas las noches hablando de fútbol, cantando borracho sensiblerías con sus amigotes de su excolegio, un verdadero pelotudo que creía en los valores sociales impuestos por la dictadura a través de los medios de comunicación, un espíritu atrofiado, un idólatra amoral de la buena posición, que clasificaba a las personas de acuerdo a lo que poseían, el peor partido para una mujer tan íntegra, sensible y decente como Matilde, no pudo reprimir un intenso sentimiento de desprecio hacia ese hombre a quien acababa de adivinar, y no entendía cómo un espíritu tan delicado como el de su diosa pudo haber estado involucrado con él. Cuando pensó todo esto mientras llegaba a su casa, no sabía que el imbécil le iría a exigir a Matilde, una semana después del incidente frente al portón, la devolución de una cadena de oro, regalo que le había hecho en su último cumpleaños. Esta noticia (inmejorable para él) que desnudaba la baja condición de hombría, fue el bálsamo que lo tranquilizó, y le facilitó la decisión de borrar de su mente como rival al infeliz de mierda.

Después de que Carlos se hiciera novio de Matilde, varios amigos seguían visitándola. En unas cuantas ocasiones, al llegar a la casa él había encontrado a su chica charlando en la vereda con algún muchacho, a veces conocido; y otras, no. Esta costumbre de Matilde lo molestó desde un principio, pero se calló. No era el momento de encarar tal situación.
Recién a los tres o cuatro meses de noviazgo, una noche en que se encontraban solos en la casa (Soledad y Reinaldo habían ido al cine, Cirila estaba de visita por el barrio; y Facundo, al oscurecer, como un vampiro, había salido después de dormir casi todo el día); luego de que a su llegada se había repetido la escena de encontrar a un joven hablando con Matilde, la encaró de frente:
—¿Sabes, Matilde —cuando la llamaba por su nombre, ella sabía que él estaba molesto o quería hablarle de algo serio—, que no me gusta esta costumbre que tienes de ponerte a hablar con hombres frente a tu casa?
—¿Por qué dices hombres, como si los consideraras rivales tuyos? Bien sabes que son jóvenes del barrio, amigos míos, algunos conocidos desde nuestra infancia. Tenemos mil anécdotas que recordar, para pasar momentos agradables y reírnos.
—No me gusta… No me gusta llegar a tu casa y encontrarte hablando con esa gente en la calle. Ellos deben entender que ya no eres la mocosita que saludaba con los brazos en alto y con amplia sonrisa a todo el mundo.
—Pero, mi amor, creo que estás siendo un poco injusto.
—Esto no se trata de justicia, Matilde. Es una delicadeza que tengo. Me molesta. Además, te voy a ser franco: no creo en la amistad entre un hombre y una mujer. Amigo es una máscara, detrás de la cual se encuentra el verdadero rostro de oscuras intenciones.
—¡Carlos! —se escandalizó Matilde—. No puedo creer que estés hablando en serio. Si hoy fuese el veintiocho de diciembre diría que me estás gastando una broma por el día de los inocentes.

sé que ella es de alma limpia y que la hipocresía el fingimiento la deslealtad no se encuentran dentro de su… es cierto no dejemos que nadie nos arrebate nuestro tesoro nadie nadie espanta a todos esos lobos esteparios hambrientos que se aproximan ella es ingenua déjate llevar por la ira hazlos desaparecer debes temer el resentimiento la sed de arrebatos de estos pelotudos espántalos sin piedad sí sí eso haré no permitiré que nadie pretenda interponerse nadie nadie ella es mía y será mía para toda la vida ella es mi tesoro solo mío

A pesar de que Carlos estaba seguro que Matilde se comportaba con los jóvenes que la visitaban con una naturalidad que solo suscitaba respeto y afecto, él consideraba que todos ellos llevaban el disfraz del amor no correspondido. Nadie es tan poco vanidoso como para no considerar que su amiga no sienta algún tipo de atracción por él. Desde el momento en que sale a hablar, a dedicar su tiempo, a sonreír, a concentrarse en la charla, desde ahí ya piensan que la relación no podría ser simple amistad. Quizás Matilde, dentro de su alma ingenua (nada sabía de la teoría de Rousseau de que el hombre nace bueno y la sociedad lo corrompe), haya creído que todos esos jóvenes a quienes consideraba amigos no se hayan sentido atraídos por ella, que eran sinceros amigos; pero a Carlos ese cuento no le iban a meter en la cabeza; estaba más que convencido de que eran lobos disfrazados de corderos. Por eso, debía ser y mantenerse firme, y cuidar con uñas y dientes a la diosa que había conquistado.
—Te estoy hablando en serio, Matilde. Quiero que termines con este rito de la amistad —pronunció la frase rito de la amistad con sarcasmo— Si en verdad me amas, hazlo por mí. Tranquilízame.

Era la primera vez en su vida que alguien la ponía entre la espada y la pared. ¿Cómo entender que luego, cuando Carlos tuvo acceso a la sala, se fue enamorando cada vez más como un loco, y que se mostraba decidido a cambiar ciertas costumbres que no lo favorecían?

En ese año (1959) no existía canal de televisión en Paraguay. Cuando algún suceso mundial traspasaba la indiferencia del pueblo, todos se agolpaban sobre la radio para oír los pormenores de la noticia. Este hecho hizo que Carlos, en poco tiempo, se sintiese como parte de la familia, pues sus opiniones eran atendidas con mucho respeto e interés.

En ese tiempo, viendo que la relación se iba solidificando, Soledad se mostraba cada vez más amable. Siempre que podía, entraba a la sala para saludar y traer sándwiches y refrescos. Y el mismo Reinaldo (cascarrabias empedernido), cuando notó la seriedad con que Carlos trataba a su hija, comenzó a respetarlo, a tratarlo de hombre a hombre. Amante como era del juego del ajedrez, cuando constató que Carlos también jugaba, lo invitó a una partida; y de ahí en más, la relación se hizo más relajada (el problema nuevo era que Carlos, siendo un jugador más fuerte, muchas veces se dejaba ganar para no destrozar la autoestima de su suegro).

Carlos empezó haciéndole a Matilde todas las preguntas que antes no le había hecho, cuando consideraba que la relación de ella con su ex estaba muerta. Ahora estaba desconfiado, acechante de todas las reacciones, los mínimos gestos de ella, y consideraba que todas las preguntas eran insuficientes para satisfacer su indagación. Matilde le contó que fue novia de…
—¡No me lo digas! ¡No me digas el nombre! No quiero saberlo —(aunque no fue la palabra novia la que quiso decir, sino algo así como una relación que nunca fue muy seria, algo así como un amorío , como una amistad con beso).
Carlos hubiera querido preguntarle cuántos besos le había dado el pelotudo a lo largo de esos dos años, qué partes del cuerpo le había palpado cuando la abrazaba, hasta dónde había llegado con sus caricias, con sus toqueteos; pero solo le salió un suspiro que más bien parecía un gemido, y desvió la mirada hasta la pequeña biblioteca, como quien mira un escaparate de productos a altas horas de la noche sabiendo que nada comprará.
—Tengo muchos amigos —dijo Matilde, como queriendo suavizar el tema— que me visitan todo el tiempo.
—Pero éste no es tu amigo, no puede ser tu amigo. De los otros ya sabes lo que pienso.
—¿Por qué? —le preguntó ella extrañada.
—Porque él está con el amor propio herido, y quiere su paz interior vengándose; quiere volver, sacarme de en medio, para después hacer qué sé yo qué cosa contigo.
—Conozco esos jueguitos —retrucó Matilde—. Me los sé de memoria. He pasado por esos desafíos. A muchos les he puesto en su sitio.
—Bueno, pero…, ¿lo vas a defender? ¿Te olvidas que te ha pedido que le regreses su regalo?
—¿Adónde quieres llegar, Carlos? Sabes que estoy contigo, que he roto para siempre con él. Y quiero decirte que ¡jamás se ha sobrepasado conmigo!
—Pero, ¿qué grado, qué profundidad tuvo la relación entre ustedes?
—Tuve mi primer novio a los dieciséis años, con consentimiento de mis padres; y todas mis relaciones tuvieron la misma profundidad.
—Quiero saber hasta qué profundidad.
Entonces vino la gran sorpresa. Matilde le clavó con la mirada a los ojos y le preguntó:
—¿Piensas que ya me conoces? ¿Puedes percibir la clase de mujer que soy? ¿O tus pensamientos buscan razones, motivos, causas, para desacreditarme?
—No, por favor —dijo Carlos— pienso que no. Tal vez en algunos aspectos sí te conozco y en otros no.
—Pero, ¿me respetas en tus pensamientos?
—¡Claro que sí, mi amor! —exclamó él, como tratando de reforzar sus palabras—. Te respeto, te admiro, me asombras a cada tanto…
—Entonces —le interrumpió ella— te confieso que soy virgen.

Carlos se puso tieso. Le resultaba difícil creer que en pleno siglo XX, en la época del amor libre en que vivían, con tantas mujeres que sin pudor se burlaban de las vírgenes, cuando hacer el amor ya no era un tabú ni para las chiquilinas, una mujer de veinte años sea virgen. Recordó la escena de una película sueca donde la «nena» llevó a dormir a su novio en la casa donde vivía con sus padres. Fue un escándalo. Todo el mundo habló del tema en la mesa familiar. Hasta la iglesia católica emitió un comunicado donde condenaba ese tipo de apología. En una palabra, sugería al gobierno la censura; y este, ni corto ni perezoso, la prohibió. Los que no vieron la película se vieron violentados en sus derechos, y los que la vieron se ufanaban de haberla visto. Lo cierto es que esa escena —un tanto avanzada para la época, aunque después, por imitación morbosa, la práctica se extendió por varios países del primer mundo— creó un gran avance en la apertura mental de la conservadora sociedad paraguaya.
—¿En verdad me lo dices? —preguntó Carlos, con la suspicacia de los que necesitan la repetición de lo afirmado.
—Pues es verdad —dijo Matilde—. Soy una mujer virgen. Y si te lo digo es para que tengas en cuenta los límites que siempre existieron en mis relaciones. Yo pude constatar que este último hombre que me visitaba (se cuidaba en no decir novio ni su nombre) era un farsante; descubrí yo que lo único que quería era acostarse conmigo, y disimuló dos años estar enamorado de mí, bajándome la luna y las estrellas; y cuando se convenció que no iba a lograr su malintencionado propósito, cambió su actitud. La relación se torció desde hace un año, más o menos: rompíamos, yo salía con otros chicos, volvía, rompíamos, volvía, hasta que la última vez cambió de táctica amenazándome con la ruptura definitiva. Por supuesto que acepté romper con él. Y ese día en que nos viste hablar en la vereda, yo le estaba diciendo que nunca más me moleste, porque estaba comprometida contigo y necesitaba respetarte. Le estaba diciendo que te quiero, que me enamoré de ti.
—Te agradezco tu sinceridad, tu disposición a abrirte conmigo. Es lo más hermoso que me han dicho en mi vida. ¿Cómo lo viste? ¿Te dejará en paz? —preguntaba Carlos cualquier cosa. Su corazón estaba a punto de estallar.
—Pero, ¿por qué me haces tantas preguntas?
—Supongamos que tenga el propósito de casarme contigo —dijo, con la intención de no comprometerse, con la idea de mentir; pero, en el mismo instante cuando terminó de decir lo que dijo, sus palabras se convirtieron en una gran verdad. Era una verdad que se le revelaba en ese momento. Era una intención que la tenía guardada sin darse cuenta, y que ahora afloraba detrás de un pensamiento que pretendía ser solo una broma (una incauta broma) —. Entonces, todas mis preguntas tienen sentido, ¿verdad?
—¡Mi amor! —exclamó ella, abrazándolo por el cuello— Te amo.

Así, pues, como Cristo el templo, Carlos limpió la casa de los hipócritas que visitaban a Matilde, con latigazos de determinación y el celo territorial de un tigre espantando hienas. Quedó él como amo y señor de su nuevo reino conquistado.


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Re: Novela: El amor en los años sesenta (PP1,PP2,PP3)

Mensaje sin leer por R. M. Alemán »

No podía ser menos. La palabra "conquista" lo resume. El "candor" de la época, si. Vuelves a enlazar la incipiente relación de los protagonistas, supongo. Y como dije al principio tienes facilidad para que vea más de ella; lo que no describes, y dicen. Esperemos...

Un abrazo,
Rosa
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Óscar Distéfano
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Re: Novela: El amor en los años sesenta (PP1 ,PP2..., PP4)

Mensaje sin leer por Óscar Distéfano »

PP4

La familia de Matilde (Miranda-Lefort) se había ganado poco a poco el respeto del vecindario. La discreta vida que llevaban hizo posible cosechar el reconocimiento. La gente mayor apreciaba la disciplina vertical que Reinaldo logró imponer en el seno familiar. Los jóvenes del barrio jamás se atrevían a tocar el timbre fuera del horario establecido para los encuentros amistosos. Llegada cierta hora de la noche, a pesar del entusiasmo que podía persistir para continuar la charla, cortaban la reunión y se marchaban resignados de la casa.
Algunas viejas murmuradoras, de esas que siempre hurgan en la intimidad de las personas, cuchicheaban acerca de la marcada diferencia que existía en las fisonomías y anatomías de los cónyuges Soledad y Reinaldo. Una de ellas dijo en algún momento: «La bella y la bestia», ante el festejo de sus amigas. Se preguntaban qué hechizo había favorecido a un hombre de tan «triste figura», para desposar a una mujer tan distinguida. Pero esas malas intenciones no alcanzaban ni para las más perspicaces conjeturas. Una vecina —cuyo marido era también feo—, defendió a Soledad, diciendo: «el hombre es como el oso; cuanto más feo, más hermoso».

El cuidado que la pareja ponía en la compostura impedía cualquier tipo de habladuría. A partir de aquel lejano día de su casamiento, antes que nada estaba para Soledad el respeto a su marido. Se había empeñado en cuidar y agradecer la nobleza del hombre que la salvó de la deshonra. Aquella tabla de salvación que resultó ser para ella hacía posible tolerarlo, apreciarlo y, hasta si se quiere, complacerlo en sus más íntimos caprichos. No le fue fiel, se entiende (el susto no fue para tanto), pero tuvo siempre el extremo cuidado para que nadie tuviera nunca el menor motivo de murmuración, y tuvo la suficiente inteligencia para mantener incólume una imagen de recato frente a su marido.

El último novio de Matilde —antes de Carlos—, tampoco estaba exento de cumplir los horarios de visitas; su hora tope era las nueve y media, y quizás se ganaba unos cinco minutos más frente al portón durante la despedida, aunque esta práctica a Reinaldo lo disgustaba de veras. Y cuando Carlos solidificó su presencia en la casa, Reinaldo se sintió contento al constatar que ninguno de esos molestosos jóvenes, salvo en furtivas ocasiones, volvieron a aparecer por ahí. A partir de ese hito, la vida de Matilde fue más metódica. Carlos tenía un horario estricto a causa de sus estudios, lo que lo obligaba a retirarse temprano, tal como le gustaba al dueño de casa. Y cada noche, fuera o no día de visita, la llamaba por teléfono para hablar no menos de media hora, de inagotables manifestaciones amorosas, y de paso controlar que su chica no estuviese recibiendo a nadie. Aunque imperceptiblemente, los celos (más bien con respecto a temores que nacían de su imaginación y no a sospechas fundadas) empezaron a manifestarse en él; poco a poco, al tiempo que iba sintiéndose dueño de su diosa, le acosaba el demonio de la inestabilidad. Por más que él se esforzara en mostrarse seguro de sí mismo, el miedo a perderla era un sentimiento insensato con el cual debía lidiar. Veía y sentía que Matilde lo amaba, que vivía emocionada con su noviazgo (siempre temblaba y derramaba lágrimas de emoción cuando se encontraba cerca suyo); pero, de igual manera, no lograba sentirse tranquilo. Es probable que esta opresión de sus negros pensamientos haya sido una de las razones del deseo de adelantar su decisión de pedir la mano de Matilde.


000


Se puede comprender, entonces, con mayor claridad, la emoción que embargaba a Soledad aquel día en que, aprovechando el feriado de ese primero de mayo de 1959, Carlos vendría con su familia —su madre, ante todo— a oficializar el pedido de matrimonio por su querida hija Matilde; emoción (ansiedad), por la importancia que le daba a la opinión de la gente —sobre todo a la de Catalina—, y por su condición de madre (actriz principal de la película de tal acontecimiento).

A tres meses del noviazgo, Carlos había decidido formalizar su compromiso matrimonial, a pesar de la fuerte oposición de su madre, quien no cejaba en buscar convencer a su hijo para echarse atrás en su proyecto. Aunque, al recibir el dato de que el casamiento se realizaría recién el próximo año, se tranquilizó. «Hay tiempo suficiente para que cambie de parecer», pensó. Se trataba, sin duda, de una señora muy bien educada (dueña de la más refinada hipocresía), que seguía las normas sociales y respetaba las eventualidades que surgían en el seno de su familia, cuando estos se volvían irrevocables —pero luchaba hasta lo último para revocarlos, cuando sus convicciones se negaban a aceptarlos.

Secundada por Cirila y las primas Teresa y Cecilia, con una voluntad de hierro y la capacidad que tenía para trasmitir entusiasmo, para convencer a las personas a acompañarla en algún trabajo (a veces sin real necesidad), se pusieron a desempolvar cuantos muebles y sitios encontraban a su paso, como si el acontecimiento se fuera a realizar en todos los ámbitos de la casa. Lo cierto es que Soledad limpiaba todo con admirable habilidad, y fiscalizaba que cada mueble y cada cuadro se encontraran impecables y en su sitio. En más de una ocasión pareció sentirse histérica al encontrar su habitación en desorden. «¡En total desorden!», solía ella increpar a todos.

Reinaldo solía decir, en algunos consentimientos que se daba a sí mismo para salir de su seriedad, que el exceso de limpieza y arreglo en una casa por parte de una mujer, se debía a algún tipo de neurosis por pobreza de su libido. Era evidente que se estaba agrandando, alardeando de su potencia viril, porque decía: «La mujer muy pronto pierde el interés, ya no le importa lo que el hombre pueda desear».
Insinuaba que esa pobreza de la libido podría tratarse de un bloqueo sicológico genético o de los primeros síntomas desagradables de la menopausia. En esa duda hacía consistir su ingeniosidad.

Soledad festejaba siempre esa broma gastada. No le costaba nada, y era mucho agradecimiento marital el que recibía a cambio. Y si algún familiar pretendía desnudar la falta de talento para el humor de su marido, ella lo impedía aplaudiendo y riéndose de buena gana. En la lucha por el poder que existe en las relaciones humanas (alcanzando la alcoba), Soledad había elegido la poderosa arma de la sumisión aparente. «Sí, querido; no, querido…», eran expresiones repetidas por ella hasta el hartazgo. Esta estrategia hizo que la verdadera comandante de la nave fuera ella. Movía los hilos tras bambalinas con mucha sagacidad.

Cirila, con la facilidad que tenía para reírse (se reía de las caídas accidentales y de los defectos físicos de las personas), tomaba en broma hasta el enojo de sus amos. Siempre le seguía la corriente a Soledad sin protestar; no le molestaban sus caprichos, ni sus extravagancias, ni el tiempo que durasen las tareas. Estaba acostumbrada. Desde muy niña, a cualquier hora (Soledad tenía la manía de limpiar la cocina por la noche), se deslomaba trajinando en los quehaceres domésticos, y no veía en esa forma de vida injusticia alguna. Le resultaba normal que así fuesen las cosas en su vida. Aunque, mucho tiempo después, cuando hubo formado su propia familia, uno de sus hijos adolescentes le había abierto los ojos, en el sentido de que los Miranda la habían dejado sin educación para seguir usufructuando sus servicios de empleada doméstica. En una palabra: la mantuvieron ignorante con el propósito de domesticarla, de mantenerla en esa especie de moderna esclavitud. Este proceder Cirila le recriminaría a Soledad ya en los albores de la senectud. La señora jamás reconoció tal acusación. En su fuero interno, mientras iba repasando las incontables asistencias que había hecho a su criada, la consideraba como una malagradecida.
—No quiero que te mueras sin saber de mi indignación —le diría, Cirila, sin ánimo de herirla y sin rencor alguno. Nunca se pusieron de acuerdo en este punto, así como nunca dejaron de sentir afecto la una por la otra. A estas alturas de la vida resultaba ya ridículo odiarse. Más bien, lo que había sucedido es que Cirila manifestaba aquella indignación solo para mostrarle a su hijo que estaba de acuerdo con él.

Cuando Soledad decía: «¡Hoy vamos a arreglar la casa!», Cirila sabía lo que significaba el «arreglo». Esas revueltas la sacaban de la rutina de cocinar, lavar ropas y cubiertos, barrer y repasar el piso. La tarea se convertía para ella en una fiesta que duraba todo un día, pues se comía ligero, no había enseres grasosos que lavar y se suspendía el lavado de ropas. El arreglo en sí consistía en sacar todos los muebles al corredor, y colchones y cobertores al patio, sobre el pasto.
—Para que se soleen —decía Soledad— y queden libres de gérmenes.
Luego derramaban abundante agua en todas las habitaciones, fregaban hasta los rincones más escondidos, desinfectaban mojando los trapos de piso en agua curada con lavandina. En el país se convivía con la permanente amenaza del dengue y el paludismo, amén de las arañas pollitos, los ratones hambrientos, las tozudas cucarachas, que no cejaban nunca en sus luchas de vencer la extinción. A cada tanto se leía en los periódicos de algún que otro ciudadano que caía víctima de dichas enfermedades y, en no pocos casos, con consecuencias fatales. Así, pues, dejaban todo reluciente, luego de la última repasada con desodorante ambiental, para dejar en el ambiente un agradable aroma a pino o frutilla. Estas tareas eran acompañadas por la radio a todo volumen, debilidad que Soledad (y más aún, Reinaldo, a quien la música le resultaba a veces irritante) permitía a Cirila, pues había comprobado con cuánta energía y entrega ejecutaba sus deberes bajo el influjo de sus melodías favoritas (boleros y rancheras mejicanas).
—No entiendo cómo el tío Reinaldo —decía Cirila sin miramientos— puede despreciar la música. Yo no puedo dormir sin escuchar algunos buenos boleros y rancheras cada noche.
Antes del mediodía, la casa quedó como nueva. Tenía el aspecto remozado gracias a que las mujeres habían lavado hasta la fachada, eliminando aquellas manchas de polvareda y las telas de araña prendidas de los aleros.


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Soledad amaba aquella casa. Era consciente de la importancia que revestía tener una casa propia, del alivio que significaba no depender de los fastidiosos alquileres; y más importante se volvía esa valoración, cuando la adquirieron merced a un tremendo sacrificio, gracias a un laborioso empeño que duró décadas, durante los cuales sortearon todo tipo de dificultades e hicieron malabarismos para cumplir con el contrato de compra-venta. El orgullo del matrimonio había sido, precisamente, el cumplimiento fiel de aquel contrato de hipoteca, y las acertadas innovaciones dirigidas por el buen gusto de Soledad: la jardinería, la hamaca paraguaya colgada en un lugar estratégico, el cómodo mobiliario en la terraza del patio, orgullo que fue desparramado a los cuatro vientos, hasta mortificar a parientes, amigos y vecinos.
—Mira, Reinaldo, —le había dicho Soledad a su marido—. La sala y el comedor son los lugares donde recibimos a la gente. Tiene que ser acogedora y óptima, lo mejor que podamos lograr. Quiero los muebles de calidad, todos de trébol, ya que tienes la facilidad para conseguirlos. Un juego de sofás de madera con cuero crudo, la mesita, un sillón de hamacar, una biblioteca, una mesita para el teléfono, las mesas y sillas del comedor, todo de madera buena, todo de trébol, y hechos por profesionales. Bien sabes, querido, que lo barato sale caro. También quiero que me consigas, para la alfombra un cuero curtido de vaca holandesa de color marrón con blanco.

Reinaldo, gracias a las facilidades que su trabajo le confería, pudo conseguir las mejores maderas para su casa y sus muebles.
La empresa maderera donde trabajaba, cuyos propietarios argentinos tenían en mucha estima al fiel empleado (llegó luego a gerente de planta), facilitaron la posesión del chalet, pues aceptaron salir de garante ante el banco, amén de ayudarles con el surtido de madera para la casa. Ante este hecho, que Reinaldo comentaba en todas las reuniones de familia, quedaron los cónyuges siempre agradecidos a los empleadores.
—A no cualquiera ellos le salen de garante —no se cansaba de repetir.

Cualquier otra persona de Asunción que pretendiese tener una casa como la de Reinaldo, hubiera gastado una fortuna; pero, a él, le costó el trasporte y un poco más. Tenía una sala que envidiaría cualquier ricachón de la ciudad. Los elementos de la decoración (Los cuadros fueron elegidos por Matilde) ubicados con exquisitez hacían la envidia de las vecinas que visitaban a Soledad. Luego de años de esfuerzo, la casa quedó terminada para los quince años de Matilde.
Acordaron no vender la casa ni en las situaciones económicas más adversas, aunque tuviesen que soportar privaciones de todo tipo.
—Sólo en caso de enfermedad grave —decía Soledad, convencida.
Por suerte, nunca se vieron en la necesidad de hipotecar la casa para algún préstamo urgente. La familia no tuvo golpes ni adversidades trascendentes del destino. Más bien, sus vidas se desarrollaron en medio de la gracia existencial, como una decente familia de la clase media. Sin ser ricos, vivían libres de las vicisitudes económicas, agradecidos de poder vivir la vida y no luchar por la vida.


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Las hermanas Teresa y Cecilia, hijas de un hermano de Soledad, Pedro, muerto en un accidente de tránsito, vivían con ellos cedidas por la madre a los efectos de recibir disciplina y educación que ella no estaba en condiciones ya de brindar. El «tío Pedrito», un personaje de novela, dicharachero, famoso por su mal comer (le encantaba todo lo que contenía grasa), solía decir: «El asado tiene que ser de costilla o de vacío» —porque éstas eran las partes de la vaca que más gordura poseían.
El pobre Pedro padeció una larga enfermedad estomacal e intestinal, con una penosa digestión (¡Cuánto sufrió por las prohibiciones médicas! «¡Esto es afrecho! », decía por las comidas que le presentaban), hasta que fue a morir tontamente bajo las ruedas de un colectivo, al descender antes que el vehículo se detuviese del todo. Sus hijas, Teresa y Cecilia, eran frutos de una segunda unión sentimental. Por esa época, como no existía el divorcio en el Paraguay, tuvieron que permanecer en concubinato, muy parecido a un marginamiento social. Y las niñas vivieron estigmatizadas por el rótulo de «hijas bastardas». Vivían en una casita de las afueras, tan modesta que no vale la pena ni describirla.

Las chicas se encontraban ya en edad de amoríos, y la carga de vigilar la decencia era muy pesada para la viuda, ya que debía también cuidar a otros cuatro hijos menores. Por suerte para ellas mismas, la timidez de la crianza con estigma y la orfandad paterna hacían que casi pasaran desapercibidas. Hablaban cuando tenían que hablar; decían con rapidez sus exposiciones y mostraban una conducta servicial y diligente. Todos se sentían contentos con ellas; y más aún, Facundo, pues hizo amistad con ambas y las consideraba como extensión del servicio doméstico: se hacía servir en la cama hasta el agua, siempre que su padre no estuviera.


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—Ahora, ¡todos a la cocina! —ordenó Soledad— Vamos a preparar (Cirila es quien prepararía) un peceto al horno, acompañado de fideo al pesto. Y por si acaso, una ensalada verde; a ver…, a ver…, lechuga, berro y… una pizca de apio.
—Ahora son las seis, tía —dijo Teresa—. ¿No es muy temprano?
—De ninguna manera. El peceto es una carne dura. Hay que hervirla primero antes de condimentarla y meterla al horno.
—Yo prefiero que me dejen sola —dijo Cirila, visiblemente molesta—. Ésta será mi presentación. Estando todas aquí, lo único que lograremos es chocar entre nosotras. —Cecilia: pélame ocho dientes de ajo, lávame las hojas de la ensalada, no te olvides de ponerle unas gotas de lavandina, y luego te retiras. Vayan a preparar la mesa, la mantelería, los cubiertos, los vasos, las copas. No se olviden de sacar el aceite de oliva de la alacena.

Soledad se rindió ante la prepotencia de Cirila. «En verdad, tiene razón», pensó.
—Me dijo Matilde que a su futura suegra le gusta el vino. Hay que ver eso. —fue todo lo que atinó a decir. A pesar de que se sintió molesta ante la altanería de Cirila, no dijo nada. Sabía que era capaz de correr llorando a encerrarse en su cuarto y abandonar todo lo que estaba haciendo.
—¿A qué hora está prevista la llegada? —preguntó Teresa.
—La familia de Carlos estaría llegando a las ocho y media, más o menos respondió Soledad, muy agitada ya a esas horas.

Facundo, quien había dormido toda la tarde, recién duchado y con todas las luces encendidas, correteaba en paños menores (ésta era una costumbre que venía de Soledad, porque Matilde también solía andar en prenda interior por la casa), pellizcaba a las primas, le respiraba a Cirila en la nuca, abrazaba a Soledad, la besaba (ella, feliz), hasta que apareció Reinaldo para «poner orden», y le ordenó a Facundo que se vistiera.

Para las ocho y cuarto todo estaba listo. La mesa, dispuesta de manera impecable (para estos preparativos Soledad era insustituible), el peceto, a punto, guardado en el horno para mantener su calor; el fideo, sin terminar la cocción: el último toque le daría antes de servir. Matilde estaba feliz y ansiosa. Iba hasta la sala a mirar por la ventana y regresaba. Vestida de negro y con sus labios pintados de rojo intenso parecía una diva de Hollywood.
—¡Ahí llegan! —exclamó Matilde. Eran las ocho y media en punto. Su vanidad femenina quedó complacida por la puntualidad de Carlos.

Carlos acudió a la casa de Matilde acompañado de su Madre, Catalina, y de su hermano menor, Hugo, de quince años. Fue a recibirlos Soledad. Apenas abierto el portón, Carlos entregó un ramo de flores a su futura suegra como muestra de cortesía y agradecimiento. Catalina (¡Guay, sorpresa!) se comportó con respeto, aunque siempre mirándola a Soledad con su aire imperial. Al entrar a la sala, estaban todos, toda la familia, incluso Cirila. Se hicieron las presentaciones de rigor, y en silencio se deslizaron hacia el interior de la casa las que previamente habían sido señaladas para retirarse, y quedaron solo Carlos, con su madre y hermano, y Reinaldo. La pequeña ceremonia fue rápida, sin rodeos. Catalina pidió la mano de Matilde a Reinaldo. Éste aceptó sin más comentarios que los acostumbrados en este tipo de reuniones. Llamaron a Matilde, Carlos le entregó el anillo de compromiso, colocándole él mismo en el dedo anular de la mano derecha, llamaron a los demás, y todos festejaron a los abrazos y a las felicitaciones a los novios. De esa manera ambas familias se conocieron, y se encontraron en condiciones de ir preparando la boda que se fijó para el sábado 9 de abril de 1960, es decir once meses después de ese día.
Una vez en el comedor, la reunión fue bastante cordial. Catalina admiró los muebles, tanto de la sala como del comedor y de la cocina que se veía desde donde ella estaba sentada.
—Estos muebles son todos de trébol —afirmó, como buena conocedora que era de las maderas de su estancia.
—Así es, señora —dijo Reinaldo—. Son del norte, de la zona de Concepción.
—¿Ah, sí? ¿De qué parte?
—A cien kilómetros de Concepción, por la ruta que va a Pedro Juan Caballero, a la frontera con Brasil.
—Entiendo. Nosotros tenemos nuestro establecimiento hacia el norte, cien kilómetros río arriba, aproximadamente. Tenemos también bastantes árboles de trébol en la propiedad.
—Si no estoy mal informado —dijo Reinaldo—, en esa zona también tienen incienso. ¿Vio que el piso de nuestra casa es de parquet de incienso colorado?
—Sí, sí —afirmó Catalina, más dada a hablar de su estancia—. Me he percatado. Es bello, lo mejor. He visto en una revista española casas antiguas, de doscientos años, con piso de madera en impecable estado. Son eternos. El único inconveniente es el mantenimiento; hay que encerarlos todo el tiempo. Hay señoras que mandan barnizar sus parquets; pero, eso, a mí me parece una vulgaridad (si supiera que Reinaldo tuvo la misma idea, y Soledad lo disuadió).
—¿Y cuándo iremos de vacaciones a…? —preguntó Matilde, con su mejor sonrisa, tratando de romper aún más el hielo, e integrando a más gente en la charla.
—… Cumbres soleadas —completó Carlos—. Así se llama.
—Y tal vez el próximo año; aunque, pensándolo bien, si se casan en abril, ya no habrá tiempo; quizás, entonces, para enero o febrero del 61 (si era por ella, del 71) —Catalina era una mujer de cera. No movía un solo músculo de sus facciones. Cualquiera diría que había sufrido algún ataque de apoplejía.

En la radio que quedó encendida con un volumen suave, adecuado para la reunión, sonaba la canción La Vie en Rose, la vieja canción insignia de la famosa cantante francesa Édith Piaf, a quien Matilde adoraba. Ese día Catalina no sufrió casi nada su problema auditivo, y pudo tolerar la música porque se taponó los oídos antes de venir. La charla siguió un rato más. A ella le gustaba el vino (se bebió más de media botella). Por suerte, Reinaldo, que era un bebedor social, siempre guardaba algunos vinos argentinos y chilenos, para ocasiones como éstas. Hablaron de detalles que hacían que se conocieran mejor, hasta que Catalina dijo:
—Carlos, es mejor que nos vayamos. La calle está muy insegura por ahora; desde el año pasado que estamos teniendo huelgas y enfrentamientos con la policía. Desde que se implantó el estado de sitio, te piden documentos en cada esquina.
—Es cierto —opinó Reinaldo—, pero, Quien nada hace, nada teme. Los únicos que deben temer son los delincuentes y los comunistas.

A Carlos, que en la facultad simpatizaba con los ideales de justicia de la juventud paraguaya, aunque no era militante de ningún movimiento libertario, le sorprendió la frase fascista que acababa de recordar su futuro suegro. No pensó que sería un justificador del control policial prolijo, que no era otra cosa que justificar la dictadura, el avasallamiento de los derechos humanos. «No sólo es un antidemócrata sino también un apologista de la extrema derecha. ¡Qué suegro me voy a mandar! », pensó Carlos. Pero, aclaremos: él también era anticomunista; así, pues, lo que criticaba de Reinaldo era su sumisión a la dictadura, como si fuera natural que un militar de origen alemán, de ideología fascista, luego de un golpe de estado y unas elecciones fraudulentas, se haya apoderado del gobierno de un país ingenuo, los haya considerado como su estancia, y se haya mostrado al mundo como un presidente demócrata, felicitado por el mundo occidental y cristiano —incluido el Vaticano.


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Mientras regresaban a su casa, Catalina comentó con sus hijos como reflexionando (muy propio de ella):
—Me parece rara esta familia.
—¿Por qué lo dices, mamá? —preguntó Carlos.
—Porque no hay espontaneidad en ese señor. Es excesivamente parco, no sé si por genio, por ignorancia o por cascarrabias. Además, si yo fuera Soledad, me avergonzaría de haberme casado con semejante esperpento. Mi intuición femenina me dice que no existe la más mínima posibilidad de que ella, con ese porte que tiene, pudiera haberse enamorado de ese hombre tan poco favorecido por la naturaleza. ¡Y más aún con ese carácter, por Dios!
—Es cierto, mamá —dijo Hugo, riéndose de buena gana—. Es feo el viejo.
—Pero no creas que por viejo —replicó Catalina—. Este, como los sapos, ya nació feo. Ni en la oscuridad me acostaría con un hombre así —Catalina, como raras veces estaba de buen humor. Había encontrado por dónde atacar a los Miranda.
—Parece que el vino te subió un poco —le dijo Carlos—. No me gusta que les juzgues a las personas por su aspecto físico. Y vaya uno a saber qué encanto escondido tiene mi suegro (esto era ya una broma).
—No quiero que te cases —fue lo que se le ocurrió decir a Catalina. Será linda esta chica, será todo lo que quieras, pero eres muy joven, y de aquí a diez años esa mujer estará destruida por el tiempo, desmoldada por la gordura y los embarazos, mientras tú, con treinta y pico de años, estarás en la flor de la edad varonil. Además, ¿olvidaste que, luego de recibirte, te irías al Brasil a especializarte?
—Qué cosas dices, mamá. Recuerdo que dije eso; pero, aunque no te interese saber, me enamoré, me enamoré de la futura gorda. ¿Qué quieres que haga? De igual manera, saldré adelante. No te defraudaré.
—Bueno, ha llegado el momento de hablar de economía y en serio —dijo Catalina—. Te vas a casar. No puedo detenerte. Ya eres mayor de edad. Pero, a los dos les diré algo importante. Existe una herencia que les ha dejado vuestro padre, que consiste en la mitad de la casa donde vivimos, la mitad de cuatro terrenos en nuestro barrio, una casucha no sé dónde (era la casa donde vivía la amante de su marido) el auto, dinero en efectivo en el banco que estamos utilizando para vivir, y nada más. La parte que me corresponde de la herencia de vuestro padre y mis joyas se repartirán en partes iguales. La estancia Cumbres soleadas es un bien hereditario mío y de mis hermanos, que les corresponderá, la cuarta parte, cuando yo me muera. Antes, nada. Así, pues, Carlos, sé consciente de lo que tienes, de lo que dispones, y no me vengas a llorar más tarde. A partir del día en que ya no vivas con nosotros, te iré entregando la parte del dinero que te corresponde, hasta tanto termine el juicio de sucesión; te regalaré los gastos que demanden tu casamiento, y hasta ahí llegó mi amor, hijo. A tu hermano le entregaré la herencia de su padre cuando cumpla los veintidós años, así como estoy haciendo ahora contigo. Esta semana dejaremos clara la distribución con nuestro abogado. A partir de ahora, el auto es tuyo, que será descontado de tu parte, y deberás administrar lo que tienes. Te repito: no me pidas socorro si llegas a tener problemas. Seré inflexible en esto. He visto familias irse a la bancarrota por culpa de un miembro irresponsable. Es todo. ¿Entendieron?
—Sí, mamá —dijo Carlos, me parece muy justo todo—. Se inclinó para darle un beso en la mejilla.
—¡Cuidado! ¿Quieres tener un accidente? —le advirtió Catalina a su hijo; pero era una reacción teatral; en el fondo, le encantaban esas muestras de afecto de su hijo. Volteó el rostro hacia la ventanilla para sonreír.
—Yo también entendí, mamá —dijo, a su vez, Hugo—. Confío en ti. Guárdame mi herencia hasta que la ley me permita tenerla.

La situación existencial se iba aclarando para Carlos. Entendió muy bien la responsabilidad del adulto que había caído sobre él.


La compasión es la manifestación civilizada del desprecio.



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Ana García
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Re: Novela: El amor en los años sesenta (PP1,PP2,PP3)

Mensaje sin leer por Ana García »

Este relato me ha sumergido en la sociedad burguesa de los sesenta. Muy bien reflejado ese machismo en las relaciones: "Tú conmigo y con nadie más", "no creo en la amistad con el otro sexo"...
La virginidad, el matrimonio, noviazgo... todo muy bien reflejado.
Veremos a ver que pasa con estas familias cuando el rock and roll y el movimiento hippie les invada.
Te felicito.
R. M. Alemán
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Re: Novela: El amor en los años sesenta (PP1,PP2,PP3)

Mensaje sin leer por R. M. Alemán »

Hace unos días entré y escribí: ; ¿Y el anillo pa' cuándo? (Jennifer López). Y con la misma lo borré, claro. De broma. Pero no me atreví. Hecho. En recuerdo a mi noviazgo, al que me llevó el capítulo anterior. Cerca de dos décadas después, no fue muy distinto. Claro que viendo el personaje (desde mi pensar) de Carlos (no la cultura de la época) sino sus inquietudes, está claro que las decepciones son por ambas partes (ahora, no por la novela, que sobre esto todavía no se ha pronunciado, es personal). Pues me refiero al capítulo anterior. Si no me implico, no sé comentar.

En este se apagó cualquier recuerdo.

Tu estilo es más clásico. Porque también es muy de raíces. Con un esplendido vocabulario (desconozco muchos), y buen conocedor de la cotidianidad de sus gentes... A quienes haces partícipes, a los que no dejas al margen (como personajes planos). Es lo que te comentaba de Catalina en un comentario anterior, donde ya reflejabas algo de su posible decadencia (más o menos). En cierta forma no relevas la historia a un protagonista. Nos vas mostrando y dando cabida a cada uno de ellos (a esto llamo movimiento), aunque lo hagas a través del narrador. La enriqueces. Y eso que, según parece, no sales de la introducción...
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