¿Quién fue el ilustre poeta Cifuentes Seduro?
por los que oigo caminar el agua,
sopla el viento, arrecia el aire.
¡Ya llega la nevada!
Bajo cielo, alta tierra
noche negra y estrellada,
luna llena, blanca luna.
¡Ya está aquí la helada!
Esto de la vocación literaria no he podido heredarlo de mi padre. Sería insólito pensar lo contrario. No sabía leer ni escribir y nunca le causó desasosiego tal cosa. Al contrario, estoy por jurar que fue un hombre feliz, lo cual confirma la tesis de que el conocimiento causa angustia existencial.
Sin embargo, tenía una mirada singular para percibir el mundo y buscaba significados sin importar el significante. A diferencia de tanto sabio supo encontrar el sentido de su vida.
Y ese fue estar al lado de toda una poeta como lo fue mi madre.
Nadie sabe los porqués de que ella firmara sus poemas con el nombre de Cifuentes. La razón puede estar relacionada con un episodio que vivió en sus años mozos.
Que cada cual imagine un pueblo miserable de la meseta castellana y el ambiente de posguerra. Después piense en el aspecto del alcalde y en el semblante de los otros actores como son, además del cura de negra sotana, un guardia civil con un impecable tricornio y un falangista con su bigotillo engominado.
Pues bien, ante la situación de penalidad en la que se encontraba una familia del pueblo, que incluía dos hijos inválidos, a mi madre se la ocurrió la feliz idea de escribir una carta al Generalísimo convencida, de que tan pronto conociera el drama familiar que le narraba y, movido por su misericordia, pondría un justo alivio a tanta miseria.
La respuesta, sobra decir, no fue la deseada. Dos semanas después fue requerida para personarse de urgencia en el ayuntamiento. Allí la esperaban los personajes aludidos y, sobre una mesa, su carta abierta, que regresaba del Palacio del Pardo.
Todos se embarcaron en un duro interrogatorio para hallar una conspiración judeo-masónica o una célula comunista.
Después de una lluvia de palos intercalada con bellas palabras, llegaron al convencimiento de que se trataba de una ingenua iniciativa, sin pretensiones de mancillar la España Imperial.
De este episodio, mi madre aprendió varias lecciones. A saber:
* No existe un caudillo benevolente. Su lenguaje se basa en pegar y luego preguntar.
* Las cartas se mandan a familiares y amigos.
* Firmar con un pseudónimo, masculino, todos sus poemas.
A través de la lectura de su poesía aprendí el valor de las palabras y su capacidad para evocar el pulso de la vida. Detrás de un poema costumbrista escondía otro de corte libertario.
—sensación de desespero—
impotencia al no hacer lo que pensamos,
tormenta que nos sume en un revuelo,
rebeldía contra todo lo que amamos.
Mas, tras la tempestad llega la calma,
nuestra ira en templanza se ha trocado
y queda la conciencia misteriosa
acusando lo mal que hemos obrado.
Porque es libertad atar cadenas
de eslabones de amor
todos dorados.
Y siguiendo la estela familiar yo fui bautizada con varios nombres. El último que me impuso mi padre fue el de Terencio Aldaba. Licenciado para más señas. Nunca está de más jugar al despiste, hija mía.