Ese costoso don

Blanca Sandino
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Ese costoso don

Mensaje sin leer por Blanca Sandino »


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Sonreíste, y yo traté de hacerlo, pero la sonrisa desapareció mucho antes de llegar a mi boca.

«Me ha gustado conocerte», dijiste. Y yo busqué palabras con las que corresponder a las tuya, pero todas habían escapado por el agujero negro que, sin saber cómo, apareció justo en el centro de mi cabeza. Por eso me encogí ligeramente de hombros, e hice un gesto con las manos. Uno de esos gestos indefinidos a los que recurrimos para que hablen por nosotros.

Quizá por mi silencio, o quién sabe porqué, tus dedos volvieron a acariciar mis hombros. Y qué esfuerzo para no traicionarme, para que mis ojos, reflejados en el espejo, no me descubrieran, y para no volverme ciento ochenta grados cuando tus manos resbalaron por la seda de mi enagua color marfil, y tus labios rozaro mi nuca, mi cuello. No, nunca sabrás cuánto me costó impedir que advirtieras mi emoción.

«No podría olvidarte aunque quisiera», dijiste.

Y yo, cerrando fuertemente los ojos, traté de hacer eterno aquel instante. Atesoré tus palabras en ese rincón solitario, únicamente mío, y las incrusté allí. Aún con ellos cerrados, oí abrirse la puerta de la habitación, un largo silencio y, de nuevo, el sonido que me hizo saber que ya, entre nosotros, se encontraba ella.

Agité la cabeza obligándome a regresar a la realidad. Qué diferente el calor tus manos de aquel intenso frío que me produjo sentir sobre mi cuerpo el crepé de la blusa. Qué fría era. Qué solitaria estaba.

Sobre la cómoda, cerca de mi collar de plata y jade, continuaba el sobre, aún cerrador, que había dejado sin un gesto de menos ni de más. Y aunque me había dicho que no te llamaría, que no lo haría nunca, aquello era distinto. Corrí para alcanzarte, al tiempo que con una sola mano abotonaba ojales con botones que no se correspondían.

Escuché el clic, y el sonido metálico de las puertas del ascensor, abriéndose.

-¡Jas! -te llamé temblorosa y, sin saber porqué, avergonzada-. ¡Jas!

Con el pie derecho impediste que las puertas se cerraran. Ya cerca de tus ojos, pero a una prudencial distancia, te alargué el sobre.

-Lo has olvidado.

Pudo ser una sonrisa, o un amago de sonrisa. Pudieron ser palabras encadenadas unas a otras, pero sólo fue un gesto el que te sirvió para rechazarlo mientras que las puertas se cerraban y te alejaban de mí y de mi vida. El ascensor se deslizaba despacio. En él, en la superficie de sus paredes acolchadas y sin embargo brillantes, junto a ti viajaba mi pensamiento.

«Llámame, habías dicho como despedida, siempre que quieras.»

Y yo pensé: «no, no te llamaré, me importas demasiado.»

Me pregunté durante mucho tiempo -aún sigo preguntándomelo- por qué en esos momentos se quedan grabados detalles tan nimios: la calidez del pelo suave y largo de la moqueta del pasillo bajo mis pies descalzos, el crujir de mi falda, su resbalar entre mis rodillas; el aroma a rosas de un ambientador quién sabe si barato o caro.

Y me lo pregunto ahora, cuando tus manos -cuánto las añoro-, reposan sobre una de las cámaras: ésa que tú manejas como nadie, que parece que se ha quedado alelada, en tanto que el director da voces como un poseso, y jura y perjura y amenaza con sustituirnos a todos. «A ti no, princesa», dice acariciando mi mejilla, como si no le conociera o sus exabruptos me preocuparan.

Y me lo sigo preguntando mientras tus ojos, que hoy parecen grises, resbalan despacio por mi escote que esta maldita bata deja tan al descubierto, y tu boca, cerrada, me susurra palabras que nunca me dirás, y las manos de Úrsula se afanan en encontrar el milagro que le permita disimular, aún más, las arrugas de mi cara.

«Qué manía la tuya de llegar siempre tarde a todo, princesa», me digo. Pero me consuelo recordando las palabras del príncipe de los agrestes brezales de Cornualles: «si en plena juventud se supiese todo sobre la armonía y la gracia ya no se llamaría juventud». Las repito, una y otra vez, mientras espero que retorne la calma y se escuchen las palabras mágicas que, poniendo en acción las cámaras, me regalen el costoso don del olvido.

El suelo es áspero. Está frío. Las manos de Úrsula también. No, no es a rosas, huele a lilas. Me gustan las lilas. Me gusta mucho el olor a lilas.


Blanca Sandino
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Julio Gonzalez Alonso
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Mensaje sin leer por Julio Gonzalez Alonso »

Creo que nunca llegamos tarde al rodaje de la vida, aunque hay escenas que nos gustaría haber rodado de otro modo y otras que ya no nos atreveremos a rodar.¡En fin!. Gracias por el rato de lectura, Blanca.
Salud.
Blanca Sandino
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Mensaje sin leer por Blanca Sandino »

Toda la razón tienes, Julio.


Gracias a ti por leerlo, me gusta este relatillo, entre otros motivos porque tiene, digamos, 'la otra versión', la del mushasho, que dicen en mi tierra adoptiva. Me gustó leerla, y me emocionó mucho saber que lo que yo había escrito, inspiró a esa persona para escribir su propia versión, y para tomarse el trabajo de buscar, y encontrar, la forma de hacermela llegar.

Gracias.

Blanca





Julio González Alonso escribió:Creo que nunca llegamos tarde al rodaje de la vida, aunque hay escenas que nos gustaría haber rodado de otro modo y otras que ya no nos atreveremos a rodar.¡En fin!. Gracias por el rato de lectura, Blanca.
Salud.
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