Jacinto Benavente
Ya no queda luz que ilumine mazmorras,
la oscuridad es como su día,
el compañero impasible de un tortuoso encierro.
No existe aire inmune,
aquel que no murió en años pasados
se ahoga lentamente en su letal paseo.
La tierra se dedica a esculpir malas hierbas
mientras purifica bajo su manto
el hedor de aquellos que sufrieron sin aprender a vivir.
Olas arrastran orillas dilapidadas bajo
calumnias de un mar en decadente enfado,
acostumbrado a tragarse a quien osa desafiarle.
Mundo que no soporta un mundo devastado,
que enfurece bajo su ira y golpea con furia
los insultos decadentes del ser humano.
Ello me confunde, me niega la sensatez,
atiza constantemente mi cabeza
como el huracán atiza los pastos,
como el grande destroza al pequeño
y la corona siempre la llevan los mismos.
Dudo de la alegría, de las almas buenas,
y de los corazones sentidos,
dudo del pasajero y el transeúnte,
del que ayer te ofreció su mano
y hoy te mira con recelo;
dudo de los días de color negro,
y los rojos tampoco me sugieren confianza;
dudo que el bien que nos venden
sea realmente un bien liviano;
dudo como moverme en este mundo
repleto de arenas movedizas;
dudo de mí, de él y por más que lo intento,
dudo de la miseria en la que nos encontramos,
lo que me obliga a dudar de lo bueno, de lo malo,
y del maldito ser humano.
Por dudar, dudo en la existencia
de un lugar donde esconder nuestras dudas,
de un lugar donde sentirnos eternos.
Dudo de la vida, del mundo,
y hasta dudo del infierno.