de nuestra encrucijada;
sigo leyendo un poema
que no recuerdo
aunque te represente
y lo hayas olvidado.
(Brel en la Escuela de Comercio)
Cuando te conocí eras Norma,
marzo temblaba solo bajo la lluvia
y ya no quise apartarme del candor de tu paraguas.
Pero te fuiste
cuando arreciaba mi tormenta
entre los números vacíos
de las Puertas del Campo que aullaban.
Cuando regresaste, era 1955
y aún no habías nacido, te llamabas Marilyn,
el poniente azotaba con sus cristales derramados
el rostro taciturno de tu Pequeña Manhattan
y los árboles te miraban como si fueras una nube
que caprichosa se alejaba de mi devoción tardía,
empezó a gustarte el poema de la duda
cuando ya no podías recuperarlo
de la fiebre de mi garganta,
de la morgue de la indiferencia
cuando en sus bancos la gente hablaba
de testamentos y esparcía en el olvido
las cenizas de una lágrima.
El testimonio volvía a naufragar en La Ribera
cuando los vientos soplaban en los días tenebrosos
de un mar desangelado que castigaba las espigas
mientras los mendigos dejaban tu plegaria
en la memoria del Puente Cristo,
en la belleza de un médico que no tenía fronteras
y amaneció en la playa con amapolas en el pecho,
y los grajos aparecían de nuevo en los postes,
en las cancelas roñosas del Llano de las Damas.
No supe enviarte las flechas de papel con el deseo
que conservaba una conversación ambigua en tu semblante,
los portales de las caricias atravesadas,
el remite de los primeros juegos rendidos en el carmín
que dejaron tus besos en el aire,
y el verso quejumbroso
que aún nos habla de un amor atrapado
en la soledad que siempre siente el poeta
ante la modernidad retrógrada,
en la melancolía
de un tiempo añorado, confuso, desconocido...
(Los puentes)