Te quería visitar
entrando en tu casa por la puerta del gozo;
pero no pudo ser
porque estaba cerrada
y no encontré la llave
ni el timbre adecuado
para que tú la abrieras.
Seguramente pulsé un timbre equivocado,
aquel que tú tienes reservado
para visitas discretas
a las que sueles recibir
junto a esa extraña señora
a la que tú familiarmente llamas melancolía
y no es sino tristeza disfrazada;
esa señora fingidora
que siempre nos presenta
sus dotes principescas
y esconde su ruindad
detrás de una sonrisa.
Me hubiera gustado pulsar el otro timbre,
aquel que tienes escondido
en la esquina del júbilo;
pero no dí con él
(tan oculto lo tienes);
tendré que conformarme
y seguir esperando.
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