Reto a Pelo 5: Una Mente Práctica
Publicado: Vie, 19 Abr 2024 16:53
ARISTO Y LA MUJER DE ROJO
Dejadme situaros, una noche, madrugada de viernes, en un conocido bar de copas. Veintiún años, medianamente alto, medianamente guapo, medianamente inteligente, con un sentido excelente hacia la buena vida y, totalmente borracho —o al menos eso me esfuerzo en recordar en mi descargo.
—¡Cómo está esa chica! —me digo a mí mismo mientras devoro con la vista a una preciosidad de larga melena castaña y más de un metro de piernas. Pero me lo digo muy alto, pues Javier —el más plasta, insoportable, odioso, fiel y confiable de mis amigos— contesta:
—Le sobran unos kilos para mi gusto, pero en eso nunca hemos coincidido.
No sé qué ocurre, pero me lanzo hacia ella como un toro de lidia, viendo solo su vestido —totalmente rojo, atractivamente rojo, peligrosamente rojo— como un capote tendido hacia mí.
—¿Podría usted considerar el hecho de casarse conmigo en cuanto se haga de día? Para mí será difícil esperar, pero a estas horas no hay iglesias, ni juzgados, ni ayuntamientos abiertos; quiero asegurarme de que no desaparecerá de mi lado después de varios días de amor.
—No ha estado mal —dice ella, y su sonrisa ilumina su rostro, sus ojos castaños, sus labios rojos. ¡oh, dioses! Creo que me he enamorado.
—Puedo pedirle que aplacemos la discusión sobre si viviremos en el campo o en la ciudad —aunque prefiero un ático, puedo discutir una casa, pero me niego a un adosado—, la clase de coche que tendremos —como podremos permitirnos varios, pues soy un triunfador, sugeriría una van para viajar con los niños, un coche deportivo para usted y yo conservaré mi moto—. El número de hijos que tendremos, si le parece bien, se lo dejamos al libre albedrio de la naturaleza.
—La verdad es que me ha impresionado y, consideraría con gusto su proposición si no fuera porque me encuentro perfectamente acompañada.
—No puede librarse de mí tan fácilmente. ¿Dónde ha dejado a ese “ser perfecto”?
—Es aquel caballero que intenta conseguirme una copa en la barra —dice, señalando con el dedo a mi enemigo vestido de negro.
—¿Ese alopécico incipiente? Y aunque está de espaldas, seguro que será un viejo barrigón —digo, mirándola a ella y solo a ella.
A mi lado aparecen dos copas y una voz que me es familiar:
—Emilio ¿Conoces a Belén?
—No, no, no —murmuro, sin que yo mismo me oiga.
—Te presento a tu futura cuñada, mi novia, Belén.
Me siento como si me hubiesen dejado desnudo en mitad del bar, o como si alguien me hubiese llamado a voces en una pausa entre dos canciones por mi mote de la infancia: el Aristóteles.
Me alejo pensando que después de todo, Juan, me ha presentado media docena de novias en el último año, así que no debo preocuparme mucho. Le digo a Javier que me abro, que hay que cambiar de aires, y supongo que la semana que viene se lo contaré todo y me reiré.
Lo malo es que Belén es mi cuñada. Y aún se ríe.
Dejadme situaros, una noche, madrugada de viernes, en un conocido bar de copas. Veintiún años, medianamente alto, medianamente guapo, medianamente inteligente, con un sentido excelente hacia la buena vida y, totalmente borracho —o al menos eso me esfuerzo en recordar en mi descargo.
—¡Cómo está esa chica! —me digo a mí mismo mientras devoro con la vista a una preciosidad de larga melena castaña y más de un metro de piernas. Pero me lo digo muy alto, pues Javier —el más plasta, insoportable, odioso, fiel y confiable de mis amigos— contesta:
—Le sobran unos kilos para mi gusto, pero en eso nunca hemos coincidido.
No sé qué ocurre, pero me lanzo hacia ella como un toro de lidia, viendo solo su vestido —totalmente rojo, atractivamente rojo, peligrosamente rojo— como un capote tendido hacia mí.
—¿Podría usted considerar el hecho de casarse conmigo en cuanto se haga de día? Para mí será difícil esperar, pero a estas horas no hay iglesias, ni juzgados, ni ayuntamientos abiertos; quiero asegurarme de que no desaparecerá de mi lado después de varios días de amor.
—No ha estado mal —dice ella, y su sonrisa ilumina su rostro, sus ojos castaños, sus labios rojos. ¡oh, dioses! Creo que me he enamorado.
—Puedo pedirle que aplacemos la discusión sobre si viviremos en el campo o en la ciudad —aunque prefiero un ático, puedo discutir una casa, pero me niego a un adosado—, la clase de coche que tendremos —como podremos permitirnos varios, pues soy un triunfador, sugeriría una van para viajar con los niños, un coche deportivo para usted y yo conservaré mi moto—. El número de hijos que tendremos, si le parece bien, se lo dejamos al libre albedrio de la naturaleza.
—La verdad es que me ha impresionado y, consideraría con gusto su proposición si no fuera porque me encuentro perfectamente acompañada.
—No puede librarse de mí tan fácilmente. ¿Dónde ha dejado a ese “ser perfecto”?
—Es aquel caballero que intenta conseguirme una copa en la barra —dice, señalando con el dedo a mi enemigo vestido de negro.
—¿Ese alopécico incipiente? Y aunque está de espaldas, seguro que será un viejo barrigón —digo, mirándola a ella y solo a ella.
A mi lado aparecen dos copas y una voz que me es familiar:
—Emilio ¿Conoces a Belén?
—No, no, no —murmuro, sin que yo mismo me oiga.
—Te presento a tu futura cuñada, mi novia, Belén.
Me siento como si me hubiesen dejado desnudo en mitad del bar, o como si alguien me hubiese llamado a voces en una pausa entre dos canciones por mi mote de la infancia: el Aristóteles.
Me alejo pensando que después de todo, Juan, me ha presentado media docena de novias en el último año, así que no debo preocuparme mucho. Le digo a Javier que me abro, que hay que cambiar de aires, y supongo que la semana que viene se lo contaré todo y me reiré.
Lo malo es que Belén es mi cuñada. Y aún se ríe.