Me lo contaba Emilia Wassendörff
una tarde de santos y cielos tibios.
El vino resbalaba claro en el cristal.
El hambre da humildad, dijo.
Yo dudé.
Pensé en la elegancia de la humildad,
tan imposible cuando el hambre grita.
Mi madre solo tenía el día y la noche.
Indistintos y mordientes.
Agujeros en el techo y plásticos, pan
escaso como yo lágrimas.
Callaba para sonreír.
Orgullosa de mi madre y su hambre,
de la mía, aquella que nunca sobró.
Reía con los ojos húmedos, aclaradas
las pupilas; el alma libre del recuerdo.
Se permitió conocerme, dijo.
Su llanto y su risa confunden a dios.
Pero a él no, se permitió conocerla,
querer a la niña que alzaba la mano.
¿Quiénes se quedan a comedor?
Sin quedarse se quedaba. Rezaba
para que su madre se retrasara.
Necesitaba tiempo de medio plato.
Cuatro cucharadas de aquella sopa
gris, caliente, salada.
Déjela que acabe, sonreía la monja.
Accedía su madre
mirándola callada, sabia, elegante y rota.
...