Domingo de resurrección y, mi osadía y yo, retamos a elPrior al reto más pagano que yo pueda mostraros.
El Corumelo tiene influencias en las altas esferas y yo, una sencilla pecadora, me encomiendo al dios de la guerra (por un lado) y, a la diosa del amor (por todos y cada uno de mis poros).
La media luna de aquella noche hacía a la ciudad de Rabat más marroquí si ello fuera posible. Por entre las estrechas calles de adobes encalados y suelos empedrados se oía de vez en cuando el correr de algún pestillo, cerrando la intimidad de los hogares, y el ir y venir de palabras transeúntes en los más insospechados dialectos, aunque lo frecuente era un francés aspirado y sazonado con el acento árabe.
Y ahora recorrían la calle los pasos despistados de un grupo de extranjeros en busca de un garito típico donde clausurar la velada. Eran dos hombres y una mujer. No tenían nada en común entre ellos.
—Dgíganos señior kónsul —inquirió la inglesa.
—¡Por favor, querida Maggie, llámame Pablo! —interrumpió el que aparentaba más edad de todos y el guía del grupo.
—Estchá bien, dgiga dgon Peblo, ¿faltcha mucho pawra iegar a ese iantchro? Me tchemo ke la notchei refrewska más de lokei abia previstou.
Pero antes de que el cónsul respondiese, habló el segundo hombre:
—Permítame cederle mi americana como abrigo, hermosa dama. Y de colega a colega, me gustaría que me llamara Santiago.
—No me impoortcha iamarlei por su nomwre, pero no pien so tchuthear a alguien ki e conosidgou ase dgos owars. U dgesdge lwegou no mei tchome por unou dge sus koleigas.
—Discúlpeme, querida, tan solo traté de ser cortés.
—¿Lo ve dgon Peblo? Encima dge machistcha, pwretchendei wre írse dge mí.
—Le juro amigo mío que es la inglesa más estrecha, estirada e histérica que he conocido.
—Tranquilícense porque ya estamos ante las puertas del Club La Gata Negra. Adelante señorita. Caballero. Disfrutemos de la estupenda velada que mi buen amigo Hammed al Habbid nos ha preparado.
Apartaron la cortina de abalorios para adentrarse en una densa y traslúcida nube de humo, formada por la unión de olores a incienso, a azafrán, a tabaco de pipa, a té especiado, a cigarrillos y a sudor.
Un camarero les condujo a la estancia principal. Las paredes tenían azulejos multicolores y terminaban en un techo abovedado del que de tanto en tanto pendían delgadas cortinas para distribuir las estancias. Pasaron al salón principal, más iluminado, lo cual permitía contemplar la decoración heterogénea. Mientras los alicatados y accesorios eran árabes, la distribución de las mesas y la barra, a un lateral, recordaban un bar europeo; al fondo del cual unos extraños músicos, tocados de turbante, interpretaban canciones locales y a veces asombrosas versiones de algún éxito occidental en honor a los turistas del local.
Las luces oscilantes de los candiles de bronce y cristales, colgados del techo a modo de lámparas y decenas de velas repartidas por las mesas, hacían el ambiente más embriagador.
En cuanto el dueño les avistó, se echó a los brazos del cónsul, en un cordial y exagerado abrazo de bienvenida, y con mil y una reverencias les condujo hasta el rincón que les tenía reservado.
Se acomodaron sobre los almohadones y cojines de seda y terciopelo repartidos por el banco hecho de obra, en un hueco en la misma pared, y cubierto de mosaicos como el resto.
Don Pablo rompió el hielo:
—¿No es un sitio encantador? Y aún no ha llegado lo mejor; después del té con canela y los dátiles, veremos una muestra de danzas árabes. Desde este rincón no nos perderemos detalle.
—Mesientcho komo tcharanspoortchadga´n sitchio dgondge´l tchiempo no kwuentcha.
—¡Vaya! Parece que la canela empieza a hacer efecto —interrumpió Santiago—. Dentro de nada la tendremos bailando la danza de los siete velos. ¿Un poco más de té, querida?
—Es usted más tchorpe kiu elfnte´n ´l sokou.
La orquesta adoptó un ritmo más autóctono y un grupo de bellezas llenó el centro del salón, disponiéndose a bailar, entre una algarabía de silbidos y voces.
Don Pablo se levantó un momento y dijo:
—Discúlpenme, creo haber visto a alguien conocido en la barra.
El cónsul se dirigió hacia allí donde una mujer occidental, de edad indefinida y aspecto desaliñado, discutía acaloradamente con el camarero, quien se alivió al reconocer a don Pablo aproximándose.
—¿Qué hay Kasam, amigo?
—Don Pablo, intente hacer entender a esta extranjera que este local es respetable y que aquí no disponemos de hachís.
La mujer, muy enojada, le interrumpió:
—No me vengas con remilgos, moro hipócrita. Tú me lo vendiste ayer a la vuelta de la mezquita. ¡Tú y solo tú, hijo de la grandísima!
Don Pablo le asió el antebrazo izquierdo y le sugirió:
—Madeimoselle, no organice un escándalo.
Ella se giró y ya estaba a punto de propinar un golpe al desconocido que le había abordado, cuando le miró a la cara y reconoció al cónsul. Retiró su puño alzado y su expresión cambió dibujándose una leve sonrisa.
—Ah, es usted señor cónsul. Es que estos árabes tienen la cabeza cuadrada, me sacan de quicio.
—Por favor, señorita Solange, permítame invitarla a mi mesa. Estoy con unos amigos. Pasará más desapercibida y se meterá en menos líos. No es bueno que una mujer ande sola de noche por los clubes de Rabat.
—Si no se tratase de usted le habría partido la boca. Esto apesta a perros babosos. Pero usted ya ha demostrado merecer mi aprecio, y mire que yo no soy sociable, ni sentimental. Pero con usted, don Pablo lo que sea… ¡menos la cama!
—Lo cual es una auténtica pena amiga mía, en fin, aprovechemos este pequeño descanso en el espectáculo para ir a mi mesa y le presentaré a mis amigos. No lo lamentará.
Ella recogió su bolso con rudos modales, dedicando una mirada desafiante al camarero y siguió al cónsul hasta la mesa.
—Les presento a la señorita Solange Valois, quien gentilmente ha aceptado mi invitación. Esta es la señorita Maggie Thompson y a su lado el señor Santiago Ruiz.
—Enkantchadga.
—Es un placer.
Solange se dirigió a él:
—Su cara me resulta familiar ¿No es usted ese abogado activista del partido Popular, exiliado recientemente de España?
—Así es —respondió Santiago en un tono seco, como si acabasen de desvelar su mayor secreto—. ¿Cómo lo sabe?
—Vi su foto colgada en la red. En fin, una tiene sus contactos.
La música que recomenzaba les interrumpió y todos ocuparon su sitio dando por terminadas las presentaciones.
A continuación solo una bailarina ocupó el centro del salón, usado a modo de escenario. Su salida había causado un extraño silencio de expectación y, tras su aparición, no fue aclamada a gritos, sino aplaudida con el mayor de los respetos.
Era hermosa, tenía algo magnético. No en sus piernas prietas, ni en sus senos semi ocultos e insinuantes, ni en sus curvas. Sobre el velo del rostro se percibía la fuerza de un imán. Eran sus ojos, cubiertos de kajal y de oscuras y largas pestañas, que hacían resaltar el color verde de sus pupilas. Una mirada como la de las serpientes sobre sus víctimas. Pero a la vez mostraban algo más. Una mezcla entre desprecio y tristeza.
La música comenzó y la danzarina se sumió en el ritmo, al tiempo que el público se dejaba seducir por el vibrar de su cintura.
Poco a poco llegó a un clímax frenético en el que la bailarina se tornó en peonza, girando sobre su eje, a velocidad vertiginosa hasta que de pronto, el repiqueteo de los timbales cesó y ella paró, terminando tendida bocabajo en el suelo.
Una explosión de aplausos envolvió la estancia.
Se incorporó y su mirada fue a parar a la mesa del cónsul. Entonces les dirigió una reverencia a modo de saludo, y a continuación se retiró.
Pablo se dirigió a sus invitados:
—¿Les gusta el espectáculo?
—Dgebo admitchir ke tiene sukanto. Onke no por eio dgeja dhe ser dgenigwrantche. Powrees mutchatchas sklavisadgas que exibiin sus kwerpos.
—Pues en mi opinión —respondió el abogado—, aparte de estar encantado, pienso que la danza es edificante. El placer de los sentidos reconforta el alma.
—¿Desdde kwuándgo krees ted´n ´l alma?
—Desde que he visto cómo brillaban tus ojos al ritmo de los timbales, reina.
Maggie se ruborizó. Hubo un incómodo silencio. Ambos se sentían sorprendidos. Ella por las palabras de él. Santiago por la reacción totalmente contraria a la que esperaba de ella. En lugar de montarle el numerito le miró avergonzada como una colegiala enamorada.
Los demás ni siquiera parecían haberse enterado.
—Nesesitcho thomaar´n momentho´l awre.
—Permítame acompañarle —Santiago se incorporó como un resorte—. No conviene que salga sola de un sitio como éste. Enseguida volvemos.
Una vez solos, Solange miró, con complicidad, al cónsul y le dijo:
—Don Pablo, usted que tanto ha vivido y que escribe tan bien, debe saberlo. ¿Qué es el amor?
El hombre alzó las cejas, tomó aire por la nariz y encogiéndose los hombros en un gesto de reflexión y humildad, juntó las palmas de las manos bajo la barbilla y, finalmente contestó:
—A mi modo de ver, lo único que puedo decir es que no es más que una efímera pero deliciosa estupidez. Mi querido Charles Bukowski decía que:
«El amor es parecido a cuando ves una niebla en la mañana cuando despiertas antes de que salga el Sol. Es solo un pequeño momento, y luego desaparece… El amor es una niebla que se incendia con la primera luz del día de la realidad».
Y otro espécimen raro, entre poeta, cura loco y amante de las flores me dijo una vez: el alma (puede que el amor también) se encuentra en el hígado.