Contain sick thoughts
And commit most of the evil they preach against
—Cry for the moon— Épica
Cientos de pájaros, invisibles y roncos, cantan desde las enredadas hiedras que intentan escapar por encima de los muros del pequeño pueblo de Orberec.
Los aldeanos neuronales arrastran sus pies, cansinos y esperanzados, hacia la Puerta del Ángel. El sol está en lo alto y el pueblo entero se arrodilla con la frente en el suelo ansiando hoy ser perdonado.
Todo empezó la primera vez que Orberec despertó a Soid:
—Quiero verte, saber si realmente soy como tú —dijo Otor.
—¡Nadie, absolutamente nadie, puede, ni podrá verme nunca. Jamás llegaréis a mi! —contestó enfurecido Soid.
—¡Eso! Bien merecido lo tenéis por molestar sin ser llamados —replicó Ollyos, primer ángel de Soid.
—¡Perdóname padre por molestarte! —contestó llorando Otor.
Cada lágrima que caía desde Otor, era una piedra que caía sobre otra, gota a gota fue creándose un muro que casi envolvió el pueblo. Cuando cesaron sus lágrimas, Otor vio un hueco abierto delante de su cuerpo arrodillado. Una puerta.
—¡Por aquí volverás a entrar! ¿Verdad señor? Si… Gracias.
Ahora, mil años después Otor no vive, pero sus descendientes siguen reuniéndose en la Puerta del Ángel, hincados en el suelo llorando por lo que no llega.
De repente se oyen unas carcajadas lejanas y la oración se rompe.
—¡Por fin! ¡Es él! ¡Aleluya! —grita el pueblo entero.
A cada segundo se pueden oír más cercanas, con más fuerza y menos eco. Orberec ya no reza, tan sólo espera. El silencio ha contagiado a los pájaros que se asoman entre las ramas para ver de cerca al recién llegado.
Se pueden sentir sus botas haciendo crujir la tierra, un pequeño rastro de polvo se levanta tras él. Llega Reficul. Su andar es firme, seguro y decidido; no invita a nadie a pararle los pies. Y nadie lo hace. Entra por la puerta que abrieron las lágrimas y Orberec está emocionado, espera la gloria.
Reficul muestra su presencia a los aldeanos, les recorre lentamente con su mirada irónica, da media vuelta y se va por donde entró. En la lejanía unas carcajadas débiles acaban muriendo, dejando tras de sí un rastro de asombrados seres neuronales.
El pueblo se gira en busca de Susej, maestro de escuela, en busca de ayuda:
—¡Ah ya lo entiendo! Tenéis que seguirme sin pensar —ríe escandalosamente Susej—. Yo os mostraré el camino.
Algunos aldeanos se arrodillan admirados del que comprende. Otros titubean sin saber qué hacer.
Datrebil está en pie, mira a unos y a otros, encoge sus hombros, vuelve su cabeza hacia la Puerta del Ángel y de nuevo mira a Susej:
“De verdad que es frustrante ser sordo, ¿Qué les pasará hoy a todos? Les dejo, me voy a dar de comer a los pájaros, que ya es muy tarde”