Su viejo amor por los perros
Publicado: Lun, 29 Ago 2022 20:43
“Y se corría a ochenta kilómetros por hora hacia las luces que crecían poco a poco, sin que ya se supiera bien por qué tanto apuro, por esa carrera en la noche entre tantos desconocidos, donde nadie sabía nada de los otros, donde todo el mundo miraba fijamente hacia delante exclusivamente hacia delante"
Sus ojos cubiertos por las lágrimas, apenas distinguieron las últimas líneas del relato, regresó a las primeras páginas del cuento que le había fascinado y que sacudió a su ser. Sentía ya nostalgia, por lo descifrado, por lo experimentado y sentido, en el transcurso del relato. Sin entenderlo, sus ojos se inundaron otra vez, al acordarse de los perros de su infancia, de sus travesuras con ellos, en las calles, en el parque, en el suelo debajo de una mesa.
Pensó en Blanca, su perra consentida, en su madre y en el desfile de perros que ambos cobijaron a lo largo de su niñez. Perros callejeros, hambrientos, lastimeros, flacos, llenos de pulgas, de ojos tristes. Anímales protegidos por él y por su madre que compartía su ternura.
Entre los dos los bañaban, los perros después de sacudirse, quedaba igual de flacos, con una diferencia, movían la cola de contentos, dando cabriolas, salían disparados en todas las direcciones; regresando a la misma velocidad, sacando la lengua, relamiendo su cara. Con los días, la fisonomía de sus perros cambiaba, engrosaban y adquirían alegría sus ojos.
Su perra lo acompañaba todas las mañanas al colegio, en el trayecto jugaban en la calle. El animal detenía su marcha, mordisqueando la valenciana de su pantalón, a continuación, saltaba y se trepaba en su mochila. Feliz, a la puerta del colegio, acariciaba a su perra y se despedía de ella. Atrás dejaba su felicidad y su libertad, entrando al mundo dictatorial, de los premios y de los castigos, pasando de las primeras bancas, a las últimas, a las manos extendidas, al dolor y ardor en sus palmas, que lo causaba la vara que fustigaba sus manos, como escarmiento, ante la mirada cruel del maestro.
Cuando sonaba la chicharra, señal del fin de las tareas encolares, corría dichoso, con apremio a la puerta de salida, a la calle. Su fiel perra estaba ahí, ladrando, esperando, moviendo infatigablemente su cola. El retorno a casa, escoltado por el canino, se convertía en juego y risa. Durante la hora de la comida, levantando el mantel, discretamente deslizaba por debajo de la mesa, los alimentos de su plato y un hocico cómplice, se lo comía todo. Sonría secretamente, cuidando que no le sorprendieran. Al finalizar, se refugiaba, debajo de otra mesa, del pequeño restaurante familiar, del cual su tío era el dueño. Su perra lo recibía agitando su cola y lamiendo su cara.
También recordó la tarde de un domingo que fue a la heladería de la esquina con otros niños a mirar la televisión, después de un tiempo entraron unos amigos acongojados, a comunicarle: ¡Atropellaron a tu perra! Al tiempo que corría a su casa, se negaba a creer la noticia. Al llegar preguntó por lo sucedido, no te preocupes, la vi entrar, está ahí echada. Recobró el aliento y un poco la tranquilidad, se acercó al animal, este se quejaba casi en silencio, la acaricio, ella volteó a verlo con una mirada triste, tierna, devolvió su cuello al piso y herida de muerte, no se movió más. Supo, entonces, que el animal, había esperado su presencia para morir.
Apartó sus ojos del relato que intentaba releer y dejó el libro entre sus piernas, pensó una vez más en la razón de haber perdido su amor por los perros. Se arrellanó en el sillón y su pensamiento evocó otra visión; la de otra pérdida. Juan, su hermano mayor, hincado frente a él, buscaba en su vestimenta. Su madre intervino: ¡Juan, el chiquillo no ha tomado el billete! ¡Sé que lo tiene, porque no para de reír, le he buscado en los bolsillos, en los calcetines, y en los zapatos! ¡Entre más le registro, más se ríe! Ella, entre bromas, replicó: ¿Le harás cosquillas? ¡Siempre lo solapas!, contestó Juan y se marchó.
Su madre le expresó: Juan es mayor y no le gustan estos juegos, tú eres un piñuelo de siete años ¿Dime donde está el billete? ¿Prometes no decir mi escondite? Esperó un sí, y metió su mano por el cuello, a través del suéter busco en la única bolsa de su camisa. La entrega del billete, la acompaño una pícara sonrisa. ¡Pero, tu hermano, ha buscado en toda tu ropa! ¡Se ha olvidado de la bolsa de la camisa!, fue entonces que su risa, se tornó, en una carcajada infantil.
Resurgieron los rostros de los amigos de Juan que lo trajeron a casa y que lo recostaron a duras penas, por ser un mozo atlético, con 20 años, muy alto. Revivió, que jamás pudo volver a hablar con Juan, que permaneció inconsciente, con estertores agónicos hasta su muerte, la promesa de venganza que todavía no cumplía; pensó en su hermano tumbado en la cama, en su lecho de muerte. Desenterró del olvido el titular del único periódico pueblerino: ¡Beatriz es acusada de asesinato, sujeta a proceso judicial! Un nombre que jamás olvidó. El poder, la corrupción influyeron en la sentencia, otorgando la libertad a la homicida.
Los recuerdos volvieron a irrumpir: un niño sollozaba, delante de una tumba recién abierta, el frío y el viento de la tarde cortaban su cara y el aire elevaba tolvaneras. Cuatro hombres, a pulso, bajaban el ataúd, en el que yacía su hermano. Miró, como la tierra cubría el féretro, separándole por siempre de su hermano. Se llenó de promesas de venganza, de fantasías crueles, para cuando fuera grande.
Otros momentos se descolgaron de la memoria, los cambios sufridos en el carácter de su madre y la sobre protección que cayó sobre él, desde el deceso de su hermano; las promesas de su madre, mil veces rotas, los permisos para salir con los amigos, cancelados a última hora, negados con chantajes, con gritos, con letanías, con jerigonzas que duraban, hasta que el cansancio lo dormía. Trajo a la memoria la pérdida de confianza en ella, jamás volvió a compartir sus secretos. Fue siempre un estigma en su ánimo la muerte de su hermano, que alimentó el ensueño del desquite.
Beatriz manipuló diariamente a Juan, con el fin aciago, de no perderle, por conservarlo a su lado lo embruteció, en su desgraciada ignorancia lo entonteció, hasta acabar todo rastro de su carácter, en su maldad terminó enfrentando a su hermano y a su madre.
Ella se entrevistó varias veces con Beatriz, le rogó que lo dejara, que no le hiciera daño, si no lo amaba: La amante, de forma insolente, respondió: ¡Que al títere de su hijo, se lo mandaría a casa el día que ella quisiera! Y lo cumplió. Cuando Juan se convirtió en un fastidio; a causa de un amante, un pistolero del gobernador, le dio una dosis mortal de la pócima, que a diario, en dosis crecientes, le administraba. Revivió cada una de las llagas en la piel aceitunada del cuerpo de Juan y sintió odio, el mismo que destrozó a su familia, a su mundo, a su amor por las calles, al cariño por sus perros, que terminó con su libertad. Un universo de amor que desapareció, por una infeliz.
Beatriz permanecía secuestrada: en un cuarto, sin poder salir del mismo, con varios platillos sobre la mesa, que diariamente le eran ofrecidos, tanto por la mañana, como por la tarde. Desmejorada y angustiada, los veía sobre la mesa. Su olor excitaba sus jugos gástricos y la sensación de mordedura punzante en su estómago. A pesar de su hambre atroz, no se atrevía a comerlos y decidía sufrir otro día más de violentos retortijones, padeciendo de agotamiento, antes que probar la aromática comida.
Asió el libro, se refugió en su lectura. Finalizó una vez más el relato de Cortázar, que lo había introducido, sin saber el porqué, en el mundo de sus recuerdos. Volvió la cabeza con fastidio, al oír un quejido, miró a la mujer enflaquecida, demacrada, quebrantada, ya sin fuerzas, atada por una cadena que sujetaba su tobillo. La vio acercarse, a la mesa, recoger temblorosa un plato, con sus manos sucias, devorar el alimento y atragantarse. Sabiendo que con la comida, también consumía toloache.
La vio engullir, hasta el hartazgo, las provisiones. Después del festín, mirándola de frente, reconoció y disfrutó el miedo y el odio que centelleaba en la mirada de Beatriz. Complacido volvió al libro, a perderse en su lectura, a dejar que dos minutos se convirtieran en quince. Oyó los ladridos de los perros, que sueltos en el patio, impedían cualquier intento de fuga o la intromisión de cualquier extraño.
Pensó en las llagas, que le saldrían en la piel cubriendo todo el cuerpo de la anciana, en su agonía. Sintió que volvía su viejo amor por los perros.