dice el paladín de su propio espejo.
-T. Reinhold, Art pour moi
Acaso me fuera predestinada la circunstancia de verme envuelto en esta precisa desgracia y no en otra. Difícil es saberlo entre los requerimientos de mi trabajo y las solicitudes de mis amigos, tan ajenos como yo a los cantos especulares.
Esto me sucedió hace tan solo unos días, después del acostumbrado retorno a casa tras las mismas horas mecánicas en las oficinas de la calle Pietr Chernígov. Allí se dan cita las mentes mejor preparadas para el cálculo de realidades que he tenido el placer de confrontar. Baste con decir que la última innovación que conoció el campo de la ciencia oracular provino nada menos que del viejo Erato, famoso entre mis compañeros por sus frases de galeón.
Ese día estaba yo esperando, como prisionero de un lustro, la llegada de mis rutinarios comensales. Admito que más agradables eran hace no mucho. No se me ha dado aún la ocasión de preguntarles por los porqués de su cambio de actitud, pero yo presumo que no andaría muy desencaminado si apuntase a cuestiones metafísicas. Estas tienen a bien atenazar las preguntas como si estuvieran hechas de la misma sustancia que el sueño.
Alfredo Picktail es conocido en los mentideros de la ciudad por sus afanes periodísticos. Soy testigo de que su vasta fraseología, esculpida durante sus años de Horacio, no deja indiferentes ni entre las piedras. El otro, algo más joven, responde al nombre de Ferdinand Larousse, no menos famoso que el primero por sus crecientes progresos en el arte de disputar sobre falsificaciones. He de confesar que ambos, puestos frente a frente, espantarían a la más impertérrita de las criaturas.
Tal era el goce inconfesable que me reservaba como un chico ajeno a las tragedias de la vida. Llegaba cada uno armado de una gabardina distintiva y con un libro voluminoso, por lo general el mismo, bajo el brazo. Ninguno faltaba al ritual de mirarse a los ojos con el encono de un depredador agazapado antes de iniciar la defensa de sus razones, que podía prolongarse por largas y atrevidas horas. La discusión, esta vez, versaría sobre los mantras de la escritura nórdica.
«Saben ustedes», comenzó sentenciando Alfredo, «que las huestes que asolaron Roma permanecieron en las zonas fronterizas con el único fin de multiplicarse hasta el infinito». Hizo esa afirmación tajante con voz trémula, mirando al blanco de mi techo, como si a lo largo de este alguien hubiese pintado la historia del mundo. Cabizbajo, prosiguió: «El fuego de la guerra, como el agente incandescente que es, delató a traidores e ignorantes».
Sé que Ferdinand enarcó una ceja al percibir el viento sobrecargado de esa frase. Había algo inexpresable en ella, acaso algo antiguo. Nos dábamos cuenta de su presencia como quien advierte una luciérnaga penando. Lo que siguió se parecía, sí, a un aullar de cristales rotos, a un solo golpe de hacha, al magma de un océano perturbado; y quise retroceder en el tiempo y no pude.