Tiempos de cambio IV
Publicado: Mar, 10 May 2022 6:53
Fueron pasando los años y la adolescencia no llegó a mí del modo que esperaba.
Me fijaba en las amigas de mi edad, y los cambios de sus cuerpos eran evidentes.
Yo sin embargo, me la pasaba observándome a diario, minuciosamente, pero seguía siendo la misma niña del año pasado y del anterior. Sin embargo, mi cerebro funcionaba de forma autónoma a mi cuerpo. Allí era mayor, mucho más mayor de lo que se supone debe de serlo una niña de trece años.
No me interesaba nada de lo que hacían las chicas de mi edad. Ni la ropa, ni la música, ni los chicos. Me encantaba estar sola, en mi habitación, con música antigua grabada de la radio, dibujando con ceras, haciendo pulseras de hilo, o escribiendo.
Las conversaciones de mis amigas me aburrían soberanamente, prefería escuchar las historias de mi padre. De como él y sus hermanos pasaron hambre cuando su padre marchó a la guerra, y mi abuela tuvo que trabajar en las casas de los señores por comida.
Mi padre tuvo que dejar de ir a la escuela a la edad de siete años y fue a cuidar cerdos. Dormía con ellos en la pocilga. Y cuando los cerdos comían, a él le daban algo para llevarse a la boca. Sobrevivió comiendo, durmiendo y viviendo como los cerdos.
Mi abuelo paterno, comunista convencido, fue apresado y enviado a un campo de concentración. Y cuando salió y pudo reencontrarse con su familia, prometió que aunque sus hijos no pudieran ir a la escuela, no iba a permitir que fueran analfabetos.
Así que tras las largas jornadas familiares trabajando en el campo, ya de noche, a la luz de un candil, enseñó a sus hijos todo lo él aprendió en la escuela.
Mis abuelos no se casaron por la iglesia ni bautizaron a sus hijos. Cuando se instauró la dictadura franquista y fueron los curas pueblo por pueblo a bautizar obligatoriamente, a ellos los obligaron a casarse por la iglesia y a bautizar a sus hijos. Mi padre tendría por aquel entonces dieciséis años y recuerdo que solía decir, que el cura les puso sal en la boca a él y a sus hermanos. Años más tarde, descubrí que aquella sal se la ponían a los hijos de los rojos, a modo de castigo y para aullentar a los demonios.
Me apasionaba escuchar hablar a mi madre y a mis tías, aquello sí que eran conversaciones entretenidas. En una de esas conversaciones dijeron que yo, ya tenía edad de comenzar a comprar ropa de cama y toallas de ajuar para cuando fuera mayor y me casase.
Había escuchado alguna vez a mis amigas comentar que ellas ya estaban bordando su ajuar, pero a mí nadie me enseñó a bordar. Y aquellas prisas por que tenía que acumular sábanas, toallas y manteles, me pareció tan absurda, que a día de hoy no recuerdo si al final hice un ajuar o si lo soñé. Mi memoria tiene la habilidad de borrar como si nunca hubiera existido todo aquello que no me interesa.