De vida
Publicado: Mar, 01 Sep 2020 18:28
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Era una niña muy precoz; cada paso que daba era parte de una estrategia consolidada.
Llevas razón. Tenía la sensación de poder ser, muchas veces, alguien diferente; hasta consideré que la altura de mi IQ era solo una excusa para poder dar rienda suelta a la personalidad múltiple. Cuando cumplí siete años, creí recordar una vida anterior en la que había sido actriz de cabaret; esbelta, bailarina, histriónica, envolvía la noche de feminismo abierto, un poco animal, desagraviado, exótico. Me movía con enorme soltura por escenarios y pasillos oscuros donde el género humano co-actuaba y fingía saberlo todo.
Taciturna, desencajada, hiperactiva. Su edad revoloteaba fases, escondía rupturas, fue capaz de convencer a psicópatas de alta peligrosidad de unirse a un club de filántropos muy exclusivo.
Lo recuerdo bien. La adolescencia fue una cúspide aberrante, un icono de hormonas en ebullición distópica. Había visto suicidarse a muchos hombres; se habían despojado de la vida estando a mi lado. La intensidad de mi cartílagos, de mis neuronas, de mis ansias, podía enloquecer a cualquiera. Estaba muy consciente de mi poder, de mis tácticas, del cóctel extremo de mi juventud y mis ancianos conocimientos.
Hubo un momento en la que me pareció no reconocerla. Debe haber sido cuando llegó a los veinte. Creo que el peso de la ley había tirado la toalla y no tuvo otro remedio que declararla un caso imposible.
Si, fue a mis ventidós años. Lo había vivido todo, literal y figuradamente. Sentía en carne propia la tormentosa vida de millares de mujeres. Destinadas, abandonadas, celadas, hermanadas, descalzas sobre el empedrado camino de los sacrificios.
Quise resistirme a tanta voluntad confiada a mi persona, ante tantos impulsos rompiendo el ardor de la mañana. Solo deseaba cerrar los ojos y flotar en mundos más calmos, menos comprometidos. La superficie de la tierra me habría gustado como lecho de muerte.
Me debo haber fugado de la realidad cuando escuché el veredicto: Inocente, condenada a pena de vida.
No supe más de ella. Algo en mi interior me advierte que su destino podría ser difícil de rastrear.
Era una niña muy precoz; cada paso que daba era parte de una estrategia consolidada.
Llevas razón. Tenía la sensación de poder ser, muchas veces, alguien diferente; hasta consideré que la altura de mi IQ era solo una excusa para poder dar rienda suelta a la personalidad múltiple. Cuando cumplí siete años, creí recordar una vida anterior en la que había sido actriz de cabaret; esbelta, bailarina, histriónica, envolvía la noche de feminismo abierto, un poco animal, desagraviado, exótico. Me movía con enorme soltura por escenarios y pasillos oscuros donde el género humano co-actuaba y fingía saberlo todo.
Taciturna, desencajada, hiperactiva. Su edad revoloteaba fases, escondía rupturas, fue capaz de convencer a psicópatas de alta peligrosidad de unirse a un club de filántropos muy exclusivo.
Lo recuerdo bien. La adolescencia fue una cúspide aberrante, un icono de hormonas en ebullición distópica. Había visto suicidarse a muchos hombres; se habían despojado de la vida estando a mi lado. La intensidad de mi cartílagos, de mis neuronas, de mis ansias, podía enloquecer a cualquiera. Estaba muy consciente de mi poder, de mis tácticas, del cóctel extremo de mi juventud y mis ancianos conocimientos.
Hubo un momento en la que me pareció no reconocerla. Debe haber sido cuando llegó a los veinte. Creo que el peso de la ley había tirado la toalla y no tuvo otro remedio que declararla un caso imposible.
Si, fue a mis ventidós años. Lo había vivido todo, literal y figuradamente. Sentía en carne propia la tormentosa vida de millares de mujeres. Destinadas, abandonadas, celadas, hermanadas, descalzas sobre el empedrado camino de los sacrificios.
Quise resistirme a tanta voluntad confiada a mi persona, ante tantos impulsos rompiendo el ardor de la mañana. Solo deseaba cerrar los ojos y flotar en mundos más calmos, menos comprometidos. La superficie de la tierra me habría gustado como lecho de muerte.
Me debo haber fugado de la realidad cuando escuché el veredicto: Inocente, condenada a pena de vida.
No supe más de ella. Algo en mi interior me advierte que su destino podría ser difícil de rastrear.