y huida entremezcladas;
una nube que cubre mi dolor,
como un velo azotado por el viento.
¡Ya lo tengo!
Tenía seis años y había bajado al trastero, no recuerdo para qué.
Había un intermitente para cada pasillo y en el centro del garaje, otro que iluminaba solamente los coches. Todos se habían apagado y yo busqué, a tientas, el más cercano de mi puerta; al no reconocer la textura, me acerqué hasta el siguiente. Al volver a pasar, vi que una enorme araña estaba allí, superpuesta en el primer aparato. El miedo me paralizó, me encerré en mi habitáculo y no salí de allí hasta que, extrañada, vino mi madre a rescatarme. Al menos habían pasado tres cuartos de hora.
Este es el resultado de mi espontáneo psicoanálisis: una tremenda impresión que olvido, pero el miedo queda como secuela de aquel tiempo terrible e impreciso.
Después de todo, las arañas no son tan espantosas. José se pasó toda su corta vida matándolas con la mano para demostrármelo.
Hoy me ha despertado un enjambre de moscas y las he repudiado del mismo modo.
El miedo a las arañas tiene un significado: la inseguridad en una misma. Y en este domingo de enero he logrado, sin querer, vencerme un poquito.
¡Por cierto! ¿Sabéis alguno cómo logran las arañas hacer su tela?
¿Alguna vez las habéis sorprendido tejiéndola?
¿Podéis relacionar de ese modo al animal y a su fascinante consecuencia?