The valiant never taste of death but once.
(William Shakespeare - Julius Caesar)
Además Rafle llevaba la razón cuando ponía en su boca las palabras del bardo inglés en la soledad de un entorno que aún no había empezado a comprar enciclopedias; “Los cobardes mueren muchas veces antes de su muerte, el valiente la saborea una sola vez”. Sí, Rafle, a tu manera fuiste un hombre muy valiente, llegaste a acumular tú solo más libros que todo el barrio junto y, lo más importante, los leías, no los tenías para adornar las estanterías y, algunas veces, recitabas pasajes que te eran queridos con el brillo en los ojos y la exaltación en el pecho; vivías la literatura con la pasión aventurera de un alpinista que afrontara su primera escalada en el Himalaya en la década de los treinta.
In memoriam.
A pesar de ser el lector más infatigable que haya conocido, a Rafle no le gustaba mucho la poesía, aun así tenía el detalle y la intuición afortunada de destacar a Bécquer entre todos los poetas. Creo que no le importaba mi opinión y nuestras charlas se convertían en un monólogo, yo apenas tenía quince años y una proclividad manifiesta por los mitos y la fabulación con un maniqueísmo acusado en el que reposaba un mundo en donde sólo existían los héroes y los monstruos. Pienso que los otros muchachos también lo creían así porque, también ellos, acababan de cruzar hacía no mucho la línea del Paraíso de los juegos que se pierden y se retuercen en la memoria como un pez arrojado a la orilla que sabe que no verá más la mar pero salta con desesperación hasta que exhala el último suspiro.
Más de una vez le escuché recitar con una pasión desordenada fragmentos del discurso de Marco Antonio ante el cadáver de César en presencia del pueblo romano. Pero ¿a quién le importa el poder y la gloria? ¿qué republicano sirve sin pestañear y sin que se agiten sus entrañas a un rey? ¿qué demócrata siente veneración por un régimen pasado? ¿quién lee a Shakespeare con la determinación de indagar en el alma humana y no deletrear su nombre con precisión? Así lo hacía Rafle cuando hablaba de la alegría de la vida y la tristeza de la muerte cuando citaba la indecisión ante la existencia y el amor de un príncipe danés que se resuelve entre la duda, la sed de venganza y los caprichos funestos del destino que le llevan a clavar un puñal en el pecho equivocado o que la mujer que ama acabe yaciendo en el lecho de un estanque porque no puede beber de un trago su enajenación de fingirse loco, y creo que así lo sigue haciendo, que seguirá hasta el final en esta aventura que emprendió de niño mientras leía “El Coyote” y desatendía las explicaciones del maestro, nunca me dijo si los héroes de su infancia fueron cómplices de sus malas notas. Ni siquiera sé si esto último es así.
Unos meses más tarde de escribirle este homenaje sincero y agradecido Rafle moría. Pero yo pienso que sigue vivo, él fue la primera persona que me habló de Giordano Bruno que desde entonces vive en mí, por eso Rafle vivirá en cierta forma mientras yo resista y en aquellos que lean con fervor “El hereje” y entren en la agonía del mártir que sucumbió ante la intolerancia y la inflexibilidad de la Iglesia.
Me regaló “El viejo y el mar” sin que yo pudiera ver entonces la trascendencia que su autor negaba en un intento de desmitificar su literatura, el mundo, la vida que tanto amaba (ya sé que esto podrá parecer extraño a muchos sabiendo que se despidió de ella pegándose un tiro) quizás porque pensaba que los críticos le sacan punta a todo y muchas veces dicen tonterías, a pesar de todo me quedé pensando en la belleza crepuscular de la derrota, en el sentido de la lucha aunque vuelvas con las manos vacías, en el valor y el escuálido precio de la poesía en un mundo prosaico tendente a perder el tiempo en asuntos importantes que no lo son cuando se piensa. Verdaderamente es un logro tener la oportunidad de vivir un sueño aunque se desvanezca, perder una batalla porque has podido participar en ella.