amoratado el rostro, el Nembutal
rebosaba por tu piel
mientras rezabas en silencio con las manos cruzadas
a un anhelante Dios que siempre fue,
para ti, un desconocido,
mientras el carmín huía de tus labios
y tu sonrisa
se apagaba en el Bosque de Brent cuando soñabas
con la Gran Manzana y su agonía aturdidora
entre los murmullos del río,
entre la angustia de los puertos con el resplandor errático
de las luces de neón que apagaban tu noche
y los oficinistas bostezaban sin cadena[ii]
en rebelión constante contra la mediocridad que deslumbraba
en el café de un bar tempranero
donde no se dejaba de hablar con pasión de poesía
y, para justificar el fatalismo de Larkin[iii] con la suya,
de la caída de un equipo y la coronación de su némesis[iv].
Entonces pensabas en los puentes
que ya nunca podrías cruzar
mientras los enterradores se preguntaban
sorprendidos, asustados,
cómo ese cuerpo indefenso y deformado
podía haber sido el objeto
de las más extravagantes fantasías,
de la culminación de la sensualidad
para quienes dejaron que sus sueños
durmieran en la calle
mientras expiraba el tormento de una estrella.
Ya no podías creer en la fragilidad
de un poema que rozaba las alas polvorientas
de la vida en un diario pálido y desordenado
por el que transitaban la soledad y el miedo
cada vez que anhelabas una caricia,
ni en la belleza efímera y díscola de la rosa
de los vientos que nunca quiso indicarte
la dirección adecuada para encontrar un camino.
Ya no podías creer en el amor
que se disfrazaba siempre de deseo,
en palabras hermosas llenas de espinas
ni en una orquídea roja que exaltaba la pasión
mientras llorabas por los cimarrones condenados
al olvido implacable de la nada en su inocencia salvaje
y, más bella que nunca,
resplandeciente en la oscuridad de tu tristeza,
cantabas para los muertos que vagaban
por las ciudades buscando una sonrisa.
Eras una corista ciega cuando cerrabas los ojos
con la mirada abierta,
una esperanza tierna y descarnada
de los espejos que recibían vida y reflejaban muerte.
No supiste adaptarte al ritmo de los astros,
y ahora, en las esquinas olvidadas
que saludan al Hudson desde la barandilla
donde se arrojan las flores
que alguna vez fueron fulgurantes,
trazas una raya negra
para indicar el día que te entregaba los secretos
de tu leyenda amortajada,
la verdad de la calle apenas esbozada
en el corazón de un mito demacrado.
¿Para qué necesitaba cariño y una sonrisa
de complicidad,
aunque no la comprendiera,
la mujer más deseada y envidiada de un tiempo[v]
que nos sigue encadenando?
Nadie recuerda que tuviste un nombre,
que detrás de la cantante callejera
que nunca dejaste de ser
había una mujer perdida en el maquillaje
y la sensualidad de un vestido mal ajustado
para que pregonara la fragancia
exuberante de tus medias y de tu vientre,
una esperanza muerta detrás de cada suspiro,
una sensibilidad que apenas pudo expresarse
y no se instaló en la memoria terrible
de las incomunicaciones con mallas mal definidas
que nos arrasan y nos impiden penetrar
en la ternura melancólica de tu canto.
Ahora quizás desees con fervor
que sea así para siempre
y recomponer bajo una vela trémula los palabras
de amor que no pudiste escribir,
las anotaciones sepultadas bajo el brillo de tu nombre
que no acabarán de despertar nunca.
Tú sabes, como Ford, con quien nunca llegaste a coincidir,
que no importa demasiado quien apretó el gatillo
sino el héroe que queda en pie con una pistola
humeante en la mano
mientras la bestia cae y nunca llega al suelo.
[ii] C. C. Baxter puede ser un ejemplo de aquel que sueña con ascender en la compañía que trabaja para resultar atractivo a su amor platónico y no le preocupa en absoluto que los Celtics estén tejiendo los mimbres de su dictadura competitiva mientras los Knicks se pierden en su sempiterna indefinición atacante.
[iii] Philip Larkin: posiblemente el mejor poeta inglés del siglo XX. Dijo algo así: “Me gustaría que en los bares se hablara de mi poesía".
[iv] A nadie se le habrá escapado que me refiero a aquel año en que la Agrupación Deportiva y el O’Donnell jugaron en el mismo grupo de tercera división.
[v] Nosotros los de entonces ya no somos los mismos. (Pablo Neruda –
Mi carta abierta
Algo ocurre cuando un poeta no quiere hablar de sus versos.
*** *** *** *** ***
Esta ciudad que fue cuna de mi agonía
hoy me lleva hasta el mar profundo de la queja.
(No hablaré de poesía)
Estarás sola cuando llegue el cartero
y pregunte por otra dirección,
¿sabes dónde vive la tolerancia?
¿dónde la generosidad que nadie tuvo contigo?
¿dónde encontrar el milagro de una sonrisa sincera?
Se hace tarde, la esperanza ha pasado,
la ciudad se cubre de una neblina fluorescente,
de banderas enterradas en el mástil vencido
que muestra las cadenas
de una derrota que gime en tus desvelos
y brilla en las alfombras oscuras de tu cuadro de aforismos,
y hay muchachos que escriben en el rostro de la calle
sueños y rabia con un verbo descontrolado
que ya no tiene orilla y vuelve a la distancia
del mar que lo inunda,
hay quien pasea
sin saber hacia dónde se encaminan las hojas
que morirán sin plumas y sin abrigo
ante los muros que caminan en el silencio
de los portales que abrazan la queja de los pobres,
el llanto de los lirios que gritan en los ojos de los charcos,
quien tiembla ante el recuerdo del amor
como si fuera un dios que no le perdonara
haber nacido con una sonrisa triste
como la tuya, como tu enredadera y tu recuerdo,
quien canta en las aceras
cuando en los árboles danza la soledad de un banco,
cuando la luna, los trajes y los requiebros
de un amante que sufre se han perdido
y un sobre abre la bruma que empaña la ventana
del vientre de una brisa que se muere.
Siguen pasando los coches y te quedas ensimismada
con los fragmentos de belleza
que proyecta la luz de los faros sobre la lejanía
mientras tu corazón se acerca
a la fragilidad de un sueño inacabado,
a una ruta cortada por un murmullo de voces que no comprendes.
Nadie te espera, nadie te necesita
pero yo entregaré tu nombre a la rosa de los vientos
cuando haya una herida en la sombra callada de una estrella,
cuando el norte se apague y tenga para siempre tu sonrisa.