Ladra un perro de una forma insoportable.
Es probable que se trate de un animal mezcla de mil razas, viejo y sucio. Puedo imaginarlo recorriendo nervioso de un lado a otro de su jaula; puedo intuir el sonido de las pisadas blandas que producen las almohadillas de sus patas sobre un suelo áspero de cemento. En un instante se detiene y ladra hacia donde pudiera sentirse amenazado o hacia donde supuestamente pudiera llegarle la ayuda. Unos segundos después reinicia su rutinario recorrido, entre ladridos y gemidos entrecortados, como un aullido reprimido. Es una llamada de auxilio, un ruego insistente, incesante, incansable, irracional y estúpido. Una y otra vez la misma cadencia, el mismo ritmo.
El ladrido llega desde distintos ángulos, con diferente intensidad, cada vez más lejano.
Pero ahora no se oye nada y ese silencio es peor aun que un ladrido sostenido en el tiempo.
Estaba completamente dormido y ahora, ese silencio, me ha despertado o por lo menos eso creo porque no he abierto los ojos. Es cuestión de recuperar el sueño; no tiene importancia, solo es un simple perro.
Cómo es posible que esto ocurra aquí, no resultaría llamativo si éste fuera mi dormitorio, y evidentemente ésta fuera mi casa. A María le queda demasiado grande, por mucho que las sentencias digan lo contrario.
Cuando despierto así, sobresaltado, en el medio de la noche, tardo en darme cuenta de dónde me encuentro. Sí, hoy no es fácil, ¡ya recuerdo! Estoy en una habitación de un hotel modesto, serán más de las tres de la madrugada. Ayer llegué a Atocha alrededor de la media noche; un taxi me trajo hasta este lugar, en pleno centro de Madrid.
Mañana tengo una cita con el abogado que me ha recomendado Diego, mi confidente y colega en aventuras diversas. Ese picapleitos parece que suele tener bastante éxito en recursos sobre sentencias de divorcio complicadas, con querella de malos tratos incluidos, lo que denomina mi buen amigo, un "prenda". Bien relacionado, caro pero eficaz.
Es la única alternativa para plantar cara a esas asociaciones de mal folladas, que últimamente brotan como setas.
Cómo es posible que aquí ladre un perro, por estas calles hace años que no se ven perro sueltos, ni tampoco hay corrales, ni almacenes de los que suelen tener un perro de guarda. Además,este ladrido de perro corriente, esa forma de ladrar, ruda, borrosa y triste, me resulta familiar.
—¡Ladra, ladra hasta que Madrid se despierte! Y ¡gime!, ¡gime, como una mujer asustada!
Eso es, con toda seguridad serás una hembra; un macho no lloriquearía como tú. Todas sois iguales.
Finalmente, has logrado despertarme, ¿habrá sido una pesadilla, algo que solo ha existido en mi cabeza? O ¿ha sido cierto que ha ladrado un perro? No es la primera vez que me ocurre, tampoco pasa todos los días, pero regresa una y otra vez; cada vez, y a medida que pasa el tiempo, más frecuentemente. No quiero averiguar por qué me está ocurriendo esto, lo más probable es que sean imaginaciones mías y realmente no haya ni perros ni ladridos.
¡No me importa! Debo agradecer esta situación a algunos, que supuestamente eran mis amigos, y que declararon a favor de María en el juicio. Nunca lo hubiera podido suponer.
Menos mal que papá no ha vivido para verme abandonar mi propia casa. Mamá ha sido la primera en recordarlo.
—Tu padre no consentiría verte así; movería Roma con Santiago, pero esa mosquita muerta no se hubiera salido con la suya.
Gracias a Dios el cansancio me va venciendo, me acurruco entre estas sábanas tiesas y ásperas de hotel barato y me doy cuenta de que hasta este instante he tenido todos los músculos en tensión. Relajo los brazos y las piernas mientras me sumerjo de nuevo en el sueño. Mi cerebro se va haciendo más pesado, como si se inundara de un fluido denso.
Lo suponía, a pesar de la hora, María está aun despierta. Como en otras ocasiones, tumbada en el sofá de nuestra sala, aun vestida de calle, con los rastros de las lágrimas mezcladas con el rímel corrido y la histeria de otras veces. La mesa con los restos de la vajilla destrozada, y en el suelo trozos de vidrio que fueron hace unas horas parte de unas preciosas copas bordelesas.
Se incorpora y grita:
—¡No puedo soportar más esto! ¡Así no vamos a ninguna parte!
—Tú no sé, yo ahora mismo me voy a dormir, mañana me voy de caza. Para que no digas que no te cuento lo que hago...
Se acerca a mí. Está descalza y pisa los trozos de las copas esparcidos por la alfombra persa, a su paso los cristales se tiñen de rojo. A pesar de su poca estatura y de su deplorable aspecto, se interpone en mi camino con la pose más altiva de la que es capaz y su mejor elaborado gesto de desprecio.
Me excita esta situación, no puedo remediarlo.
—¡Hueles a golfa! —me dice en voz baja.
—¡Entonces es que huelo a ti!
Me abofetea y no debería haberlo hecho.
Otra vez esa maldita perra. ¿Es que no habrá nadie para azotarla hasta que se calle?
He salido con Diego a cazar como tantas otras veces, la mañana está fresca en Medina del Campo, pero vamos bien pertrechados, nuestros caballos, al medio trote, despiden calor y partículas de agua mezcladas con vapor desde los dilatados ollares, las orejas tiesas y los labios separados dejando ver sus espléndidas dentaduras que muerden el bocado; suavemente clavo espuelas en los ijares al tiempo que suelto ligeramente las riendas.
A una veintena de metros, delante de nosotros, los perros van rompiendo a su paso la escarcha que amaneció pegada a los matorrales. Son tres animales, dos galgos de Diego, nuevos del año pasado, preciosos, en su mejor momento, y mi galga "Chula". Por cierto, tengo que cambiarla de nombre y llamarla "Torpe", ya que el año pasado cazó poco y éste, camino lleva de no estrenarse.
Corren alegres olfateando cada centímetro de terreno. Una y otra vez peinamos cuidadosamente la ladera entre el arroyo y la cárcava; son poco más de trescientos metros de punta a punta. Normalmente aquí siempre caen un par de liebres.
Tengo la frente, bajo la gorra, tiesa de frío, si no fuera por las ropas, que son especiales para la ocasión, no podría permanecer sobre el caballo. Hincho el pecho orgulloso del momento, la caza con galgo es más que un deporte, desde esta altura observamos el mundo a nuestros pies, las tierras de labor parecen aun más miserables desde aquí, que a ras del suelo.
Volvemos grupas enfilando cada vez más cerca de los perdidos; y también cada vez acorralando sin piedad a las piezas que, al saberse acosadas, se habrán refugiado entre las matas que rodean al monte. A una de mis polainas de piel de cerdo, recién estrenadas, se le ha desatado la trabilla superior, la más cercana a la rodilla; al mirar hacia el suelo me parece distinguir, sobre el color crudo de la tierra, un bulto de piel con una ligera diferencia de color.
Es la liebre encamada a la sombra de una mata de espliego, casi imperceptible con su manto gris pardo sobre el terreno seco. A punto ha estado de pisarla el caballo y ni se ha movido. Los perros no se han enterado de su presencia.
¡Qué cabrona! Tiró bruscamente de las riendas y silbo, como solo sabemos silbar los cazadores con galgo.
Los perros me miran, ladran respondiendo a mi llamada, y la liebre salta de la cama corriendo en dirección contraria. Los galgos de Diego salen disparados como proyectiles en su busca; promete ser una buena carrera.
—¡Vamos, Chula!, ¡búscala!
La perra se queda parada sobre sus cuatro patas mirándome galopar en dirección a la pieza, cabizbaja, como esperando algo. Dudando de si debe cumplir la orden. ¡Insolente!
Por un instante viene a mí la imagen de María, mirándome a los ojos, altiva, levantando la barbilla y diciéndome:
—¡Hueles a golfa!
Con la boca entreabierta, en silencio, me pide con los ojos que la golpee. En ese instante, dejo caer mi puño sobre su cara, una y otra vez, una y otra vez.
—¡Corre, Chula!
Obedece sin ganas, torpemente, pero es demasiado tarde, los galgos de Diego ya han alcanzado a la liebre y se pelean entre ellos por apresarla, jugueteando con el cadáver sangrante.
María no almorzó aquella mañana, el nudo de la cuerda le estranguló la garganta. No se resistió demasiado, dejó de gemir cuando se tensó la cuerda; media docena de patadas y manotazos al aire y se acabó. Me lo estaba pidiendo a gritos.
¡Otra vez los ladridos! ¡Es que no voy a poder dormir?
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