Un joven cualquiera. Segunda parte, cap. 29 a 34.

Cuentos, historias, relatos, novelas, reportajes y artículos de opinión que no tengan que ver con la poesía, todo dentro de una amplia libertad de expresión y, sobre todo, siempre observando un escrupuloso respeto hacia los intervinientes.

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Ramón Carballal
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Un joven cualquiera. Segunda parte, cap. 29 a 34.

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CAPÍTULO VEINTINUEVE

Hay una semejanza extraña entre la ropa que deja un difunto y los perros abandonados. La ropa está ahí, atiborrando los cajones, colgada de las perchas de los armarios, reclamando, como un buen perro, que su dueño le haga caso. Es triste ver esos trajes colgando, cubiertos por un plástico que prepara para el olvido, las camisas abiertas, las chaquetas ahuecadas, el intenso olor a naftalina con que se intenta proteger el deterioro de las prendas. Lo mismo debió pensar mi madre, porque en cuanto pudo me llevó solemnemente al dormitorio y me dijo:
-Mira, hijo, no sé que hacer con la ropa de tu padre ¿Por qué no te pruebas alguna cosa?
-Mamá-le dije- yo soy más alto y más delgado que él, no creo que pueda aprovechar nada.
Ella no contestó. Abrió el viejo armario de castaño, hurgó dentro y sacó un traje.
-Mamá, eso no me lo voy a poner-protesté.
-está bien –desistió-.Pruébate esta camisa-dijo sosteniéndola en alto.
-Si no hay más remedio. Me quité el jersey y el polo que llevaba debajo. La camisa me quedaba ancha por el pecho y corta por las mangas.
-Ves, ya te lo decía.
Ella asintió.
-Bueno, habrá que regalarla.
-No hagas eso, guárdala un tiempo.
En eso vi una chaqueta que combinaba ante y punto. Le dije:
-¿y esa?
-pruébatela, si quieres.
La cogí y me la probé. Enseguida me encontré cómodo y no parecía quedarme demasiado mal.
-¿qué tal?- le pregunté.
-A ver- dijo tomando distancia-, date la vuelta. Un poco currita, pero te puede servir-sentenció.
Y me la quedé. Desde entonces la utilicé con frecuencia. Me gustaba pensar que era la ropa menos ropa de mi padre, seguramente la que peor le quedaba a él, dado que era la que mejor me quedaba a mí. Se convirtió en una segunda piel. No quiero decir con eso que no cambiara de vestimenta, todavía conservo el sentido de la higiene, pero si es cierto que la forma de vestir adquirió una nueva dimensión para mí. Seleccioné con mimo aquello que me iba a poner; en primer lugar, los colores: negro, marrón y azul oscuro; en segundo lugar, el tipo de ropa: chaqueta abierta y caída, pantalón vaquero, jerséis de punto con dibujos: rombos y ochos, preferentemente, calcetines gastados ,también negros o marrones, a veces con agujeros, calzoncillos largos, camisetas de felpa; los convertí en símbolos de supervivencia, era como el marino con su gorra o el juez con su toga o el médico con su bata. Me daban confianza, seguridad, me identificaban. En particular, sobre la chaqueta que heredé, puedo decir que las palabras en vida de los dos no lograron aproximarnos tanto como el compartir una simple prenda de vestir. Cuando estaba deprimido lo primero que hacía era enfundarme la chaqueta y me sentía mejor. Imagino que con ella tenía un aspecto horrible: me quedaba algo corta, lucía descosidos, el ante estaba descolorido y ennegrecido, y los botones luchaban por sobrevivir ante el apretón de los ojales. Pero yo estaba orgulloso y hasta hablaba con ella como si le pidiera consejo. Así pues, al final había encontrado una vía de entendimiento con el mundo y la había extendido a toda mi vestimenta: chaqueta de franela negra, a juego con un pantalón a rayas pasado de moda, jersey de cuello alto, zapatos también negros, por supuesto, y calcetines blancos de deportes con cenefas rojas, en varios modelos, tipo santillana, largos hasta la rodilla, gruesos, buenos para el invierno, o bien más cortos, demasiado cortos, para otras épocas del año. Hubo otra cosa de mi padre que pedí expresamente, se trataba de un reloj Omega de los años cuarenta, de correa metálica que dejaba marca en la muñeca, y esfera plateada con fondo negro, donde dos delgadas manecillas hacían su recorrido circular apuntando a números romanos. Muy pronto dejó de funcionar y pasó a cumplir una nueva función: era el amuleto, eso creía, el parapeto inmune a las agresiones exteriores, el fetiche que nunca se enseña, el colmillo de la suerte. Lo malo es que tampoco funcionó como bienhechor y era más bien una opción sentimental disfrazada. Otros objetos que habían pertenecido a mi padre, se guardaron: una obra de teatro cargada de efluvios patrióticos que escribió cuando casi era un niño, fotografías costumbristas de cenas con amigos, de paseos de juventud con mi madre, de romerías, de tardes de verano; las joyas más personales, como la alianza que llevaba en el dedo anular de la mano derecha, o un solitario de oro blanco , macizo, coronado por un enorme diamante que lucía en el dedo anular de la otra mano, o el encendedor de oro Dupont que hacia juego con la pitillera también de oro que tenia grabadas sus iniciales, o un colgante formado por una cadena muy delgada y una cruz de plata sencilla y minúscula. Estas cosas se pusieron juntas en un cofre y se depositaron en una caja de seguridad de un banco, donde tuvieron su propio nicho.


CAPÍTULO TREINTA


No había premeditado nada. Solo veía clara una cosa: le diría que era consciente de sus manejos y que si creía que había conseguido el propósito que pretendía, lo había conseguido con mi consentimiento, y por motivos que nada tenían que ver con los suyos. Con este pensamiento acudí a la cita que habíamos convenido para comer. Quedamos en un restaurante de comida casera, tradicional en las formas y en la selección de los menús, con apariencia más de tasca que de casa de comidas. Era un lugar desapacible, oscuro, donde se comía sobre típicos manteles a cuadros blanquirrojos, con platos y vasos de duralex y cubiertos desgastados por el uso constante de estropajos de alambres. Cuando llegué, Matías ya me estaba esperando en una mesa, bebiendo tranquilamente un vaso de vino blanco.
-Hola, Matías-le dije
-Hola. ¿Te apetece un vino antes de comer?
-No, gracias, tengo hambre. Por mí, pedimos ya la comida
Matías le hizo un gesto a Maria, le camarera que servía las mesas.
-¿Qué tenéis hoy?-le preguntó.
-Hay caldo o sopa, de primero. De segundo carne asada, pollo o calamares en su tinta.
-Yo tomaré sopa y carne asada-dije.
-Yo, lo mismo- dijo Matías.
Luego puso los codos sobre la mesa, y mirándome, me dijo:
- A estas alturas, supongo que ya lo sabes todo.
-Hace tiempo que lo sé. Fui atando cabos: las llaves del coche, la denuncia, los testigos, todo me llevaba a ti. Dudé sobre qué hacer. Conocí a la viuda de la víctima. Se llama Herminia, sabes. Tiene una hija inválida que necesita pagarse una operación. Entonces decidí seguir adelante. ¿Qué iba yo a perder? Nada. Fátima me aseguró que no iría a la cárcel, también me dijo respecto a las responsabilidades civiles que no tendría que asumirlas. Debiste informarte mejor, Matías. Aquí me tienes, igual que antes.
-Reconozco que no salió como esperaba, pero me basta con haberte puesto en evidencia.
- Me das pena. ¿No crees que por lo menos merezco una explicación?
- No pienso justificarme-dijo Matías con desprecio. Si he sido tu amigo ha sido solamente para esperar una oportunidad como ésta. Para ti fue muy fácil, tu padre no se quedó en la calle, pudieron pagarte un colegio caro, te vistieron, te alimentaron, no te ha faltado de nada. Para mí no lo fue tanto. Mi familia se quedó prácticamente en la miseria, aquello afectó mentalmente a mi padre, que ya no volvió a ser el mismo. A mí me arrancaron del mundo placentero de una infancia protectora y me colocaron delante de la escasez. He visto la cara sórdida de la vida, en cambio tú, qué sabes de pasar hambre, de acostarte por las noches con un agujero en el estómago, de vivir hacinados en sesenta metros cuadrados. ¿Por qué me pasó eso a mí, y no a ti?
-No lo sé, Matías, pero yo no soy culpable de vuestra desgracia, ni mi padre tampoco. No fue el quien tomo la decisión de despedir al tuyo. Al contrario, lo sintió mucho.
-Es posible, pero fuisteis vosotros los beneficiados.
-¿Beneficiados simplemente por mantener un trabajo? Tú estás loco-le dije indignado.

Matías juega con el cuchillo mientras esperamos a que llegue la comida. María trae dos platos de sopa, los coloca sin mucho cuidado en el lugar de cada uno. Ninguno de los dos se decide a empezar a comer. Una mosca revolotea en círculos y amenaza con bañarse en uno o en otro plato. No termina de decidirse.

-Ésta es la última conversación que vamos a tener-le digo. Te has portado como un cabrón.


Matías coge la cuchara, la hunde en el líquido humeante y prueba la sopa.

-Esta buena-dice-.
Levanta la jarra de vino, llena su vaso y el mío.
-¿Quieres brindar por nuestra despedida?-me pregunta.
-Por qué no-le digo. Brindo porque te jodan.



CAPÍTULO TREINTA Y UNO

Caí enfermo en el momento más inoportuno. Una de esas gripes que solía visitarme regularmente me dejó postrado en la cama durante una semana. La fiebre se presentó de repente, con su tarjeta de visita habitual: escalofríos. El termómetro apuntaba a cuarenta, así que, como era preceptivo, me metí en cama. Encogí las piernas y en contra de lo recomendado para estos casos, me arropé con las mantas todo lo que pude. El virus me atacó un sábado por la tarde, en fechas muy próximas a los exámenes de fin de curso. Esto suponía un grave inconveniente, porque el viernes siguiente tenia la prueba final de civil, el último obstáculo para obtener el título. Solo cabía armarse de paciencia e intentar recuperarse cuanto antes. Me tomé una aspirina, a la espera de lo que me recetara el médico, e intenté dormir sin conseguirlo. Desperté empapado en sudor, la fiebre había bajado un poco pero seguía siendo relativamente alta para esas horas de la mañana. Desde niño fui bastante enfermizo, por lo que guardaba con la enfermedad cierta familiaridad que me había hecho adoptar determinados hábitos, cuando aquella me condenaba al reposo. Por ejemplo, tenia cuidadosamente repartido el tiempo: primero desayuno y lectura, después me entraba el sueño y dormía un rato, comida ligera, otra pequeña siesta, dos o tres horas de lectura o diálogo si alguien me hacia compañía-rara vez-, por último, si me encontraba relativamente bien, veía la televisión para volver al sueño nocturno. Cuando más disfrutaba era por las mañanas, leyendo libros de aventuras o de misterio, mis preferidos para la ocasión, con la luz clara creando la atmósfera adecuada y el silencio en la casa que te permitía concentrarte en la lectura. Pasaron domingo y lunes y pude levantarme casi recuperado, los cuatro días que se sucedieron los pasé dedicado íntegramente al estudio, intentando recuperar el tiempo perdido. Llegó el viernes y me levanté de madrugada para coger el autobús de la siete a Santiago. Cuando salí hacia la estación era todavía de noche, vi gente que iba a sus trabajos-escasa- o volvía de una juerga-alguna-, repartidores de periódicos y el camión que recogía la basura circulando despacio, con dos empleados en la parte de atrás, uno a cada lado, agarrados a las asas laterales y con el pie-izquierdo o derecho-en el pescante. Una luz amarilla giraba en lo alto de la cabina publicitando su abnegada labor de servicio público, el camión se detenía cada pocos metros y los danzarines saltaban a ejecutar sus pasos de ballet, para depositar con gracia-uno más que el otro- las bolsas de basura en el vientre triturador del leviatán. Pronto me encontré en la estación y bajé a los andenes donde el autobús se aposentaba en una de las plazas. Pedí mi billete a Santiago y me acomode en primera fila, justo en el asiento posterior al conductor. Éste era un hombre grueso que llevaba una camisa azul, arremangada hasta los codos, y un pantalón también azul-oscuro- ligeramente caído a la altura de la cintura, por donde sobresalía rebelde una prominente barriga. Yo observaba su quehacer, los dedos rollizos manejaban con agilidad una manivela que él hacia girar cada vez que un viajero pedía su billete, la máquina escupía un papel que el conductor rompía con limpieza, entregándole al cliente una pieza rectangular de ínfimo grosor. El viajero, por su parte, abonaba religiosamente el importe y recibía, si terciaba, el cambio; un par de veces le pagaron con billetes de mil pesetas, lo que hizo que el hombre expresara mediante un bufido, su desaprobación. Con el vehículo prácticamente lleno nos pusimos en marcha, el conductor era experto y cambiaba las marchas con mucha suavidad, consiguiendo que el autobús avanzase a una velocidad creciente y constante. Mi asiento estaba tan próximo al de él que era imposible no fijarse en algún momento en su robusto cuello, con dos arrugas perfectamente marcadas, como de mantener rígida la posición de conducir, las orejas las tenia un poco separadas, de tamaño pequeño y algo coloradas, el cabello lo había concentrado en las proximidades de la nuca, porque más arriba la calva ejercía sus dominios. Era una calvicie, como se suele decir, reluciente, efecto acrecentado por un pequeño foco de luz que tenia justo encima, y que convertía la superficie de su cráneo en un espejo cóncavo refulgente. Penetramos en la autopista cuando ya el día anaranjeaba el horizonte, me puse a repasar mentalmente los temas del examen mientras en la radio se daban las noticias del parte matinal. No estaba nervioso, pese a que me daba cuenta de que no podía permitirme el lujo de perder otro año entero. Por fin, el autobús llegó a Santiago. Dieron las nueve de la mañana. Tenía tiempo, ya que mi examen no empezaba hasta las once. Decidí bajar andando hasta el centro, no llevaba equipaje alguno, nada más que un par de bolígrafos, y en los bolsillos, lo de siempre, en los laterales: el tabaco y las llaves, en el de atrás: la cartera. En un bar de la Algalia paré para tomar un café. Me senté tranquilamente en la proximidad de un ventanal, dejando pasar el tiempo, dando vueltas a la cucharilla, que formaba un remolino oscuro. A eso de las diez reanudé la marcha, el tránsito en Santiago era el ordinario de un día laborable. Por el Preguntoiro se formaban dos columnas de gente circulando en diferentes direcciones, por fin, llegué a la Facultad, justo media hora antes del comienzo teórico del examen. Miré en los tablones para confirmar el aula, indicaba la número dos, una de las más grandes. Vi, a escasa distancia, a los compañeros que coincidían conmigo en el lastre de la misma asignatura. Todos de diferentes cursos y de distintas convocatorias, para más de uno esta era su última oportunidad, otros, como en mi caso, estábamos en la segunda o en la tercera, navegando entre el éxito y el fracaso. El catedrático se presentó puntual, acompañado por dos adjuntos. Dieron orden de que entráramos y nos fuimos situando en las primeras bancadas, dejando un espacio libre entre cada examinado. El catedrático dio las clásicas instrucciones de inicio y se fueron entregando los folios con membrete, en donde debíamos poner nuestros datos personales. Seguidamente se entregaron los exámenes. Leí las preguntas:

1. El usufructo(Tema 2)
2. La clausula “rebus sic stantibus” en los contratos(Tema 15)
3. El derecho de propiedad:límites(Tema ocho)
4. La posesión. Acciones en su defensa:los interdictos posesorios(Tema 5)
5. La prescripción adquisitiva(Tema 10)

¡Bien!-pensé. El bolígrafo empezó a deslizarse sobre el folio, su memoria hablaba, la tinta estaba formada por neuronas entrenadas, cada una de las cuales enlazaba un átomo de saber con su justa correspondencia en la neurona siguiente, era la química en ejercicio, que iba juntando las palabras, dibujando su significado en el orden preciso, formando párrafos que querían responder lo más exactamente posible a la pregunta que se me hacia. Acabé el examen, lo entregué y me marché.




CAPÍTULO TREINTA Y DOS

Siempre hay alguna peculiaridad que nos permite distinguir a una persona de las demás. Es, en esos pequeños detalles, donde se decide entre simpatía y antipatía. Yo estaba cansado de decirle a Luis:
-no seas cutre, pareces un viejo alcoholizado con esa petaca en el bolsillo.
Y él me decía:
-¿ a ti que mas te da?, es mi pequeño vicio oculto ¿Cuál es el tuyo?
Yo le contestaba:
-como lo sepan en tu partido te van a dar la patada rápido, tienen fama de monjas de clausura.
Se reía:
-¿me estas tomando el pelo, no?.A ver ¿cuál es el tuyo?-insistía.
-yo no tengo vicios, idiota- le decía palmeándole la cabeza.

Ese era Luis y ese era su detalle que le individualizaba. Eso y su mirada, porque daba la impresión de que jamás pestañeaba. Miraba con fijeza, pidiendo correspondencia entre lo que decías y lo que pensabas. Era difícil engañarle, había que estar muy entrenado para superar ese detector de verdades que eran sus ojos. Matías también tenía su seña de identidad. En su caso era el anacronismo que se manifestaba entre la apariencia de seguridad en sí mismo: estatura, corpulencia, gallardía, hablar pausado y pensado y otra serie de cualidades coincidentes; y una especie de tic nervioso que le hacia girar involuntariamente el cuello un par de veces cada pocos segundos, cuando alguna agitación interior le poseía. No creo que él fuera realmente consciente de ello, o tal vez, pensaba que los demás eran incapaces de apreciarlo. Nunca hizo mención de este mínimo extravío, que desmoronaba toda su fachada. Él seguía como si nada: adoctrinando, ironizando, amenazando veladamente, y entre pedazos de frases ,el clic del cuello, como si fuera un muñeco articulado, repetía mecánicamente las dos consabidas sacudidas, una y dos, y vuelta a su posición original. ¿La frecuencia? Diríamos que dependía del nivel de tensión nerviosa, a veces se pasaba horas sin mostrarlo, otras veces lo ejecutaba espaciadamente, y otras, en plena efervescencia emocional, me recordaba a Chaplin en la película tiempos modernos, aturdido mientras veía pasar sobre la cadena de montaje interminables piezas que iban a ninguna parte, siguiendo con la vista la circulación incansable, convirtiendo su cabeza en el carrete enloquecido de una máquina de escribir que nadie era capaz de parar. Ni siquiera el propio Matías le daba verdadera importancia a su tic, tan centrado en su discurso que olvidaba las formas, y nosotros lo mismo, pues para este menester éramos sus mejores aliados, tan sincronizados, tan habituados unos a los otros que convertíamos la diferencia en igualdad y viceversa, quiero decir con esto que si hablo de esa peculiaridad de Matías hablo desde la distancia ,desde los principios de nuestra amistad, porque luego, a medida que esa persona se convierte en apéndice de tu vida has interiorizado de tal manera su pensamiento y sus gestos, que te parece extraño que alguien mencione que hay algo raro en ellos, y lo que te parece raro es que haya a quien le parezca raro, dando la impresión de que uno es muy poco observador, por no decir otra cosa; en consecuencia, no te queda otra que dar la razón a quien si se las da de observador, y decirle :“si, yo ya lo había notado pero claro terminas por acostumbrarte”. Algo que decías solo por quedar bien, y con una actitud de desconfianza como de “qué defecto me sacara a mi”, que te hacia poner a la defensiva, con urgentes deseos de ausentarte bajo cualquier excusa que se te pasara por la mente. En cuanto a Julia, si la recuerdo por algún detalle en particular, es por las enormes chaquetas de punto que solía utilizar, las mangas eran tan largas que Julia había adquirido la costumbre de apretar los puños de la misma, fuertemente, con sus dedos, dejando las mangas tirantes. Esto lo hacia con bastante frecuencia, especialmente mientras gesticulaba, las chaquetas le duraban poco, al deformarse continuamente, las hombreras se le caían y acababa por ofrecer una expresión bastante ridícula como de hermana menor que heredara la prenda de su hermano mayor-en edad y en estructura-, aunque sin mostrar disconformidad alguna, ya que para ella esa flojedad de la ropa constituía el colmo de la comodidad. Elena llamaba la atención por su porte, era una chica alta, bien proporcionada, que tenia una gracia especial al caminar, eso es lo que me ha quedado de ella, muchas veces la he visto alejarse, con su andar rítmico y armonioso, como si dentro de su cabeza sonara alguna música que ella fuera interpretando con el movimiento de sus pies, en una demostración de talento único e inimitable. Esa elegancia era tan natural que me divertía pensar en Julia como si fuera una gata negra y caprichosa y, en verdad, que era el animal que más se le asemejaba, tanto en apostura como en carácter. Me queda hablar de mí mismo, pero resulta que nada especial encuentro que destacar, ni siquiera puedo mencionar un objeto- como en el caso de Luis-que me identifique-ni me reconozco en ninguna singularidad propia por mucho que me mire en el espejo y practique ante él como si me estuviera dirigiendo a otro, quizá lo poco que se pudiera resaltar radique en la extremidades superiores e inferiores; en mis manos, de dedos largos y delgados y en las uñas peladas, empequeñecidas, que me arranco con cuidado; son manos de pianista que no sabe tocar el piano; o en mis pies, de características similares-soy simétrico a dios gracias-grandes para mi estatura corporal, feos, todo hay que decirlo, con las falanges un poco deformadas por el uso de calzado en exceso ajustado y que, afortunadamente, podía ocultar con el caparazón de los zapatos. Son opiniones subjetivas, ya lo sé, impresiones nada más, fogonazos que la observación manipula, juicios imperfectos que ofenderán al sujeto aludido, quién con legitimo derecho de protesta dirá: “¿es eso lo que recuerdas de mi?”, y tengo que decirles que sí, con un “lo siento” velado que me hace sentir culpable, porque ellos merecían ser recordados por otras cosas: Luis por su compromiso, Julia por su generosidad, Elena por su ambigüedad, Matías por su maquiavelismo. Ellos tendrán su opinión, que aquí no podrán expresar, que escriban sus notas y la expongan, o que la digan cara a cara. No lo harán, porque estas cosas no se dicen al interesado, se comentan por detrás y no se preguntan por el miedo a que la respuesta no sea la que esperamos. Creíamos que la amistad era respeto, pensábamos que se nos valoraba. No era así, al menos no era así en todos los casos, hay amistades egoístas que se nutren del desprecio, están contigo porque en la comparación se creen mejores, no te respetan, no te valoran, se suben a tus hombros para ver más allá, eres su peana, el cilindro macizo sobre el que ellos se exponen, bustos que quieren pasar a la historia de las miserias cercanas como aquello que sobrevive, porque dicen que son de bronce y tu de plomo, capitanes que abandonan el barco cuando toca hundirse, pero antes han tenido tiempo de atarte en la bodega más profunda para que no reveles la fatal mascarada; de esa experiencia, tarde o temprano, se sacan enseñanzas, como la de que es una falsedad esa frase hecha que dice dime con quién andas y te diré quién eres. No, es más cierto afirmar: dime si los conoces y dirás quien creen que eres.




CAPÍTULO TREINTA Y TRES

Llueve con la persistencia de una plaga. Llueve sin perdón. La lluvia consigue que salga de la madriguera. Carmen habla con Roberto en el vestíbulo. Roberto, ha dicho Carmen, estudia arquitectura técnica y yo la creo, aunque nunca he hablado con Roberto. Roberto es mi vecino de habitación y solo lo he visto una vez. Es un inquilino modelo que trabaja de noche y duerme de día. Roberto opera en silencio sobre una mesa de dibujo. De él solo se podría escuchar la respiración, y eso si estás muy cerca. Me sorprende verlo a las primeras horas de la tarde. Y estoy seguro de que es él, reconozco los quevedos bien incrustados en la nariz. Han parado de hablar al verme. Les he dicho: “Buenas tardes” y ellos han dicho: “Buenas tardes”. Voy en busca del agua, a beberme la lluvia. Tengo clase pero no asisto, tengo hambre pero no como, tengo tantas necesidades pendientes de satisfacer que no sé por cual empezar. Recorro las calles sorteando enemigos. Los enemigos son los transeúntes que circulan como gusanos airados. Me chorrea la ropa empapada. Noto que he ganado medio kilo, que se perderá al estrujar los pantalones, la camisa y hasta las prendas interiores. Me siento tan incómodo que busco un refugio. Tomo el camino del Galo, como si fuera un animal que por inercia regresa al redil. Al llegar no veo a nadie conocido y le pregunto a Raúl si ha visto a alguno de los de mi grupo, él se limita a contestar: “por aquí no han pasado”, noto algunas miradas clavadas en mí, debe ser que los pantalones son blancos y se pegan a la piel. Me despido casi pidiendo perdón y sigo bajo la lluvia, estoy tan mojado que ya da igual, maldigo el tener el pelo tan largo, el flequillo forma estalactitas que dejan correr el agua como fuentes, tengo las orejas ateridas y la nariz me moquea, apenas puedo abrir los ojos velados por el reguero de agua, que es como un sudor frío que se adhiere a las pestañas. La Rúa Nueva me recibe con orquesta de cañerías, del cielo caen pingajos que casi siempre me aciertan, ahí está mi antigua casa, el hotel España, que vive de glorias pasadas. Cada día está más renqueante, Fermín sigue al pie del cañón con su uniforme granate de presentador de circo, le digo : “adiós Fermín” y él se sorprende de que alguien con semejante facha le salude, yo me enfado y le digo: “soy yo, Fermín, Sebastián, te acuerdas, viví aquí un año” “sí, claro, pero adónde vas así hombre, como no has cogido un paraguas, si quieres te presto uno y ya me lo devolverás” ,“no Fermín, no te molestes, tal como estoy ya es lo mismo”, “¿Dónde vives ahora?”-me pregunta Fermín, “En una pensión”-le digo.”Ah”-dice , “Por aquí no ha cambiado nada ¡eh! Fermín” , “pues ya lo ves, solo que somos un poco más viejos”. Sus facciones se contraen en una media sonrisa y yo pienso que aquello no es más viejo sino más decadente, que no son términos idénticos, y tengo un recuerdo para mi habitación, aquella ratonera-nunca mejor dicho- donde en invierno me helaba y para calentarme pasaba las horas sentado en la cama delante de una estufa eléctrica que solo tenia una barra, un miserable y delgado tubo que tardaba un siglo en ponerse rojo y dos siglos en empezar a desprender un calor agotado, y yo le decía, airado y resentido:”te pones rojo de vergüenza”, y él parecía que parpadeaba asintiendo, y luego descolgaba el espejo cuadrado de la pared y lo ponía en la cama, en el cabezal, delante de mi, para hacerme la ilusión de que tenia compañía, sin percatarme de que ya la tenía en aquel ratón juguetón que hacia expediciones nocturnas. Aprieto los puños de rabia recordando el abandono, la condena a habitar un lugar sórdido cuando los otros huéspedes estaban en otra planta, en condiciones más dignas, y me quedo con las ganas de decirle a Fermín: “espero que tiren esto abajo y que nunca más se sepa de este miserable hotel”, pero no se lo digo porque seria desearle que perdiera su empleo y esto no es justo, así que me despido, cortésmente, con un: “ya nos veremos”, y él se queda siguiéndome con la vista, cabeceando ligeramente. Seguro que cree que allí estaba mejor y se engaña, como todo el mundo que juzga desde su posición e ignora cualquier otra. Apresuro el paso cuando la lluvia empieza a remitir, chapoteo en los charcos que se han formado en la Herradura. Soy el único que pisa en los charcos porque sí, hay quién se aparta al verme venir, estoy ya ante le portal de mi casa, subo en el ascensor hasta el cuarto piso y al salir dejo un charquito de agua redondo y lustroso, con toda la parsimonia del mundo me quito la ropa mojada y la dejo en el suelo, me siento desnudo en la silla y empiezo a tiritar como un condenado en día de ejecución.



CAPÍTULO TREINTA Y CUATRO


Echamos de menos el coche. Nos permitía realizar escapadas como ir a comer a Cacheiras o salir por la noche a alguna de las discotecas de las afueras. Pero nadie quiere hablar de ello, parece haberse convertido en un asunto tabú después de lo ocurrido. El automóvil sigue retenido en las dependencias de la policía y espero que llegue pronto una comunicación oficial que me permita retirarlo. No podré hacerlo personalmente ya que me han suspendido el uso del carné de conducir durante dos años.“¿Qué pasará ahora?-le he preguntado a Fátima y ella ha dicho: “debemos esperar a la ejecución de la sentencia”, pero que no debo temer nada porque en la propia sentencia ya están previstos los términos en que se ejecutará, y estos son los que pactamos, es decir suspensión provisional de la condena durante dos años y responsabilidades civiles a cargo de la compañía aseguradora. Me intereso también por la cantidad fijada como indemnización y Fátima dice: “cinco millones de pesetas”. Es un dinero suficiente para que Herminia pueda por fin operar a su hija. Hablando de dinero, no sé como voy a pagar a Fátima por sus servicios, ella ha dicho que no me preocupe por eso, me pasara la minuta, pero se la puedo ir pagando poco a poco, ya he pensado en ponerme a trabajar este verano en lo que sea. He recibido ofrecimientos económicos por parte de Luis- dice que tiene unos ahorros- y de Julia-recurre a su padre que según ella esta forrado-el mismo Matías-cínico-ha sugerido que entre todos poniendo una parte cada uno podríamos cubrir gastos. Es de agradecer esa generosidad, pero no deseo imponer una carga que solo a mi me corresponde. Mi hermana Luisa me ha dicho:
-Carmen y yo estamos al tanto, no le hemos dicho nada a mamá por no preocuparla más. Puedes contar con nosotras.
Lo ha dicho en un tono que sugiere clandestinidad, como si estuviera conspirando. Le he contestado:
-Ya está arreglado, gracias- queriendo zanjar la cuestión y ella ha entendido que no deseo hablar de ese tema. Para no ofenderla le he apretado la mano en un gesto afectuoso, pero lo he hecho con tal torpeza que creo haber causado el efecto contrario. Meto la mano derecha en el bolsillo y luego la paso por detrás de la cabeza acariciándome la nuca. Estoy tenso y no se me ocurre otra cosa que preguntar:
-¿en casa todo bien, no?.
Ella también lo está, mira su reloj y dice:
-anda se me ha hecho tarde, me tengo que ir.
Se va, pero antes de salir se gira.
-recuerda que el veintiuno es el cumpleaños de Juan.
-No lo había olvidado-le contesto.
- ¿Por qué crees que tenemos que celebrar los cumpleaños’ ¿No es un poco absurdo? Bueno, es una forma de acordarnos de los que queremos, creo yo.
-Sí, tienes razón. Prometo acordarme del tuyo y hacerte un regalo
-Lo mismo digo.
Nos despedimos reconfortados, hemos recurrido a un subterfugio para entendernos.

Tengo la impresión de haber hecho las maletas. Están llenas de recuerdos que no sé donde colocar. Las maletas se hacen para deshacerse en otro lugar. Yo intuyo que no necesito equipaje, que allá adonde voy, estas vivencias no tendrán significado. Dicen que las experiencias son como un poso que va creando un sedimento que te hace más libre. Mi opinión no es esa, las experiencias carecen de valor fuera de su contexto, pesa más la naturaleza, la disposición de los genes, que la herencia de los actos consumados. Uno no dejará nunca de ser como es, cometerá el mismo error porque hay algo que le predispone a ello, de nada valdrán cien juramentos que te impongas de no volver a repetirlo, la pulsión vencerá, el fango volverá a manchar y el martillo golpeara sobre el clavo de tus buenos propósitos, para hundirlos, hasta el fondo, en el corazón del destino.¿De qué valen, pues, las experiencias?
Última edición por Ramón Carballal el Sab, 16 Sep 2017 22:52, editado 2 veces en total.
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"El poema eres tú recomponiendo el espejo que cada día rompes".

"Comprender es unificar lo invisible".

"Elijo la lluvia, porque al derramarse, muere".
Hallie Hernández Alfaro
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Re: Un joven cualquiera. Segunda parte, cap. 29 a 34.

Mensaje sin leer por Hallie Hernández Alfaro »

El capítulo 29 me llenó de tristeza; el comienzo podría estar en la entradilla de un gran poema.

Es muy compacta esta historia, va cohesionandose cada vez más.

En el capítulo 31 veo un emoticon en lugar del número deseado. Quizá pueda solucionarse cortando y pegando el número.

Vuelvo ma`ñana con más tiempo para seguir comentando.
"En el haz áureo de tu faro están mis pasos
porque yo que nunca pisé otro camino que el de tu luz
no tengo más sendero que el que traza tu ojo dorado
sobre el confín oscuro de este mar sin orillas."

El faro, Ramón Carballal
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