Un sillón raído por los mismos traseros familiares, asomaba su pana roja y su caoba, entre las penumbras heridas por el polvo dorado de las hadas, que filtrándose por los diminutos orificios de las cortinas anti-luz, importaban un movimiento ajeno, quizás inoxidable. Sin duda aquel sillón podría distinguir, y quizás hasta narrar el olor de esas penas que asidas a él, lloran el para siempre de sus votos de silencio.
Un retrato en la pared que podría, por sus rasgos tan de a diario, ser cualquiera en cualquier parte, resguardaba, desde la pared, al de los brazos de caoba…, más que eso: reclamaba, como se reclama un lugar en el dolor ajeno, el espacio que nos toca, usurpándolo, haciendo a un lado la esencia de los que nos precedieron. El lado derecho más desteñido y más hundido que el resto, denunciaba un cuerpo faltante, adicto a cualquier programa de los canales nacionales (por ningún lado observé el cable o la caja negra de la televisión de paga).
La mesa tampoco dijo nada, y se negó a voltearse – atornillada al suelo – para que yo mirara a la espalda de un Cristo de bronce, con un cuerpo de dios griego, más bello que cualquier carpintero de la época y que después de dos milenios aún sangraba bronce, anclado a ese territorio, tantas veces mancillado por las líneas de coca y los vasos de licor. La pequeña alfombra bajo la mesa, no me permitió descifrar su antiguo rostro de colores. Reducida a un batido de tonalidades próximas a la tristeza de todas las cortinas, añoraba mejores tiempos.
Nada se movía y afuera colisionaban las partículas. Afinando la mirada noté una mancha en la alfombra más oscura que el resto, y girando los globos oculares seguí el rastro posible de la mancha en el vacío, que entre la mesa y suelo había dibujado su roja trayectoria. Yo imaginaba que torrentes del mismo color, otrora, habían recorrido los cauces de Marte, vaciándose por las orillas en el recipiente de las tardes rojizas. Logré moverme. Sobre la mesa tras el Cristo se ennegrecía la sangre, anochecía. En la cabeza coronada de espinas estaba la naciente. Parecía la escena de un suicidio…, como si el Cristo ya cansado de perdonarnos, y habiendo superado las setenta veces siete de aquel día de octubre, hubiere decidido terminar sus días volándose los sesos. Me preocupó mucho el asunto. Un mundo sin perdón sería el acabose, el colmo de todas las desgracias, la transformación de la materia humana en algo oscuro sin sies y sin noes, como el smog que afuera, desdoraba el sol, sin pedir perdón por la desgracia.
A gatas busqué en todos los rincones. Aparecieron las agujas pero, ni rastros del pajar. Hasta un desfile de camellos recorría el trayecto entre los orificios de las mismas, pero, ni rastros del pajar. Afuera, las multitudes que habían encontrado un equilibrio a estrechas distancias unos de otros acosaban puertas y ventanas circundándolas unánimes. ¿Para ser partícipes de la culpa?, me pregunté. Aunque en realidad sólo querían ser testigos del milagro que la mujer de la limpieza había anunciado, luego de correr presa de una visión para la cual se sentía indigna, y de advertir a la policía, por si acaso, sobre un Cristo ensangrentado.
Cerré la libreta después de releer: “falta el cuerpo de un Cristo solitario”. Algo turbó la imperturbabilidad. Sólo faltaba un cuerpo, el Cristo seguía en la cruz con los sesos derramándose.
Me enfoque entonces en el problema del perdón. Qué sería de la humanidad si no aparecía aquel cuerpo…, el milagro del Cristo suicida trascendería y la certeza de haber consumido la cuota de perdón (esas setenta veces siete mencionadas) nos dejaría sin opciones para resolver el caso. Abrí y cerré la puerta de inmediato, para que no se moviera mucho la escena y para que los ojos ajenos no establecieran sus errados designios. Ordené que tendieran las cintas amarillas para prohibir el paso, luego dije mirando a todos los ojos que alcanzaba: “Clásico. Aquí está el culpable”. Mi índice recorrió involuntariamente un círculo que completó sus 360 grados en mi pecho. “Todo vuelve al inicio”, pensé. “¿Y si todos somos culpables?”.
Faltaba extrañamente un cuerpo que no había dejado ni el sudario, contrario a lo que ocurriera en la tumba de José de Arimatea, hace dos milenios y un resto.