no existe más que una palabra verdadera:
no.
Antonio Gamoneda, “Canción errónea”.
La isla
Más tarde o más temprano sabíamos que el mar borraría nuestra isla; oíamos de noche su rocoso, freático discurso pudriendo el malecón, su leche negra fustigar los candiles de gas del belvedere. La antigua tradición celebrativa de invasiones aplacando al invasor en manso goce resultaba incestuosa para el caso: habíamos sumergido nuestros cuerpos, comido de su carne, soñado la calima naranja de su ocaso. Migrar fue descartado, somos tierra; haría falta líder y obediencia –moneda que sobraba en otras islas ajenas a la nuestra-, idealismo y rebelión ante la idea de que una isla menos no es tragedia. Quedó la aceptación, dijeron, no era poco. Sentados en la grada exterior del barrio bajo esperábamos cada tarde que el sol se aniquilara; brillaban las láminas de agua entre los pies y oíamos aquel susurro grave repicando, tañendo la única palabra verdadera: no.