Santa Lucía, el carbón que calentó nuestra infancia
Publicado: Dom, 30 Dic 2007 23:42
Santa Lucía, el carbón que calentó nuestra infancia
Las imponentes rocas calcáreas, blancas y luminosas, esconden el tesoro de un carbón que calentó las cocinas de los gordoneses durante décadas. Con el carbón los inviernos fueron menos fríos, los cocidos hervían exhalando aromas húmedos de caldo y morcilla por toda la casa y las chimeneas ponían sus hilos humeantes al paisaje.
Santa Lucía se creció apretada entre el Bernesga y los montes, generosa nos abrió los brazos de su telurismo y allá iban y venían muchos de nuestros padres a escarbar en sus entrañas los duros o las pesetas que daba el carbón para calentar los garbanzos. Sus calles de pueblo minero arrastraban el polvo negro que subía de los pozos y sus tejados se oscurecían. En invierno, las lluvias y la nieve disimulaban su imagen y la devolvían al paisaje de montaña que le corresponde. Luego, el río extendía aguas abajo la memoria de un sacrificio de truchas que no entendían nada de carbones. Hasta que la empresa minera empezó a mirar hacia otros métodos de lavado y poco a poco el agua volvía a pasar limpia por debajo de los ojos de los puentes.
Desde la Pola, Beberino, La Vid, Buiza y los demás pueblos, allá iban los hombres andando o en bicicleta, y otros llegaban hasta Santa Lucía desde más lejos, desde La Robla o León, en la Fusca, aquel autobús con nombre propio que le dio el oficio de llevar mineros y traerlos. Sería porque fusco es algo oscuro y negro, como la mina; o tal vez porque la marca Volkswagen tenía vehículos con el apelativo fusca. Pero eso ya importa poco.
También tuvo la Fusca sus accidentes, sus trágicos despistes, mareada con las curvas y un poco silicosa cuando respiraba por sus carburadores o por donde quiera que respiren los autobuses. Así puedo recordar la siniestra tarde, tal vez de un verano, en que la Fusca esquivó mal la esquina de la antigua casa del Portu cuando entró en la Pola, frente a la plaza del Ayuntamiento, e intentaba acercarse a la acera del bar Barrios, detenerse, y dejar allí a alguno de sus mineros. Se quedó, prácticamente, sin su lateral derecho. Entre el amasijo de chapas un hombre joven encontró el final de su recorrido. No puedo recordar su nombre, pero forma parte de la memoria de los muertos que nos trajo la mina y ese precio terrible que pagamos por seguir adelante y progresar.
Aquella Fusca, como una ballena despanzurrada, triste, se llevó con su vejez la vida joven de un minero que tal vez dormitaba apoyado contra el cristal de la ventana, vencido por la larga jornada laboral y el ajetreo del motor y la carrocería del autobús. Se llevó sus sueños y los proyectos para una vida mejor junto con el cansancio que cerró sus ojos para que no viera venir la muerte que temía cada día y cada noche en lo hondo de la mina, pero que no imaginaba le estuviera esperando en la esquina de la casa del Portu.
Ahora las minas se han abierto hasta el cielo en los valles de Santa Lucía y nos auguran un futuro incierto, la larga agonía de una muerte anunciada. Y todo Gordón tiembla de frío, aunque las cocinas ya no quemen carbón ni los mineros lleguen al pueblo andando, en bicicleta o en la Fusca.
Las imponentes rocas calcáreas, blancas y luminosas, esconden el tesoro de un carbón que calentó las cocinas de los gordoneses durante décadas. Con el carbón los inviernos fueron menos fríos, los cocidos hervían exhalando aromas húmedos de caldo y morcilla por toda la casa y las chimeneas ponían sus hilos humeantes al paisaje.
Santa Lucía se creció apretada entre el Bernesga y los montes, generosa nos abrió los brazos de su telurismo y allá iban y venían muchos de nuestros padres a escarbar en sus entrañas los duros o las pesetas que daba el carbón para calentar los garbanzos. Sus calles de pueblo minero arrastraban el polvo negro que subía de los pozos y sus tejados se oscurecían. En invierno, las lluvias y la nieve disimulaban su imagen y la devolvían al paisaje de montaña que le corresponde. Luego, el río extendía aguas abajo la memoria de un sacrificio de truchas que no entendían nada de carbones. Hasta que la empresa minera empezó a mirar hacia otros métodos de lavado y poco a poco el agua volvía a pasar limpia por debajo de los ojos de los puentes.
Desde la Pola, Beberino, La Vid, Buiza y los demás pueblos, allá iban los hombres andando o en bicicleta, y otros llegaban hasta Santa Lucía desde más lejos, desde La Robla o León, en la Fusca, aquel autobús con nombre propio que le dio el oficio de llevar mineros y traerlos. Sería porque fusco es algo oscuro y negro, como la mina; o tal vez porque la marca Volkswagen tenía vehículos con el apelativo fusca. Pero eso ya importa poco.
También tuvo la Fusca sus accidentes, sus trágicos despistes, mareada con las curvas y un poco silicosa cuando respiraba por sus carburadores o por donde quiera que respiren los autobuses. Así puedo recordar la siniestra tarde, tal vez de un verano, en que la Fusca esquivó mal la esquina de la antigua casa del Portu cuando entró en la Pola, frente a la plaza del Ayuntamiento, e intentaba acercarse a la acera del bar Barrios, detenerse, y dejar allí a alguno de sus mineros. Se quedó, prácticamente, sin su lateral derecho. Entre el amasijo de chapas un hombre joven encontró el final de su recorrido. No puedo recordar su nombre, pero forma parte de la memoria de los muertos que nos trajo la mina y ese precio terrible que pagamos por seguir adelante y progresar.
Aquella Fusca, como una ballena despanzurrada, triste, se llevó con su vejez la vida joven de un minero que tal vez dormitaba apoyado contra el cristal de la ventana, vencido por la larga jornada laboral y el ajetreo del motor y la carrocería del autobús. Se llevó sus sueños y los proyectos para una vida mejor junto con el cansancio que cerró sus ojos para que no viera venir la muerte que temía cada día y cada noche en lo hondo de la mina, pero que no imaginaba le estuviera esperando en la esquina de la casa del Portu.
Ahora las minas se han abierto hasta el cielo en los valles de Santa Lucía y nos auguran un futuro incierto, la larga agonía de una muerte anunciada. Y todo Gordón tiembla de frío, aunque las cocinas ya no quemen carbón ni los mineros lleguen al pueblo andando, en bicicleta o en la Fusca.