Le apretaba mucho el tanga. Lo compró muy pequeño para que no marcara sus fronteras en la estrecha minifalda, ningún encaje de vida a los ojos del indiscreto. Ya no pudo soportar más el roce en la piel y en un hueco del metro se lo quitó con disimulo, aprovechando que no había mucha gente en la estación. Pero siempre hay un hombre que mira, un hombre que atento busca una mueca que registrar en su bitácora; la observó sin pestañar siquiera. Creyó oír cómo se deslizaba por aquellas piernas el tiovivo de una pasión y se estremeció.
Tren procedente de Vallecas con destino a Cuatro caminos hace su entrada por el andén uno.
Entraron en el vagón y el hombre, estratégicamente, se sentó frente a la chica; como un golpe de dados esperaba el cambio de piernas oportuno, soñaba con unos labios que pronunciaran las palabras obscenas que hace tiempo no escuchaba. Ella se dio cuenta y le vino a la mente aquel profesor de química que entre oxígeno y plata la miraba, al tiempo que se abultaba el vaquero de su ombligo.
Sentir la sangre no es un pecado —se decía entre el desasosiego y los viajeros, que distraídos miraban hacia ninguna parte.
Ella hizo asomar por encima de su bolso las braguitas, como si buscara su teléfono móvil; él se aflojó la corbata, ella las dejó caer al suelo accidentalmente, él se estremeció al tiempo que la muchacha las recogía sin prisa, con una indisimulada sonrisa. Mientras realizaba el chateo conveniente llegó el cruce de caminos esperado, como ríos celestes, sin separar un milímetro los muslos, como sólo saben hacerlo las reinas de la noche y unas cejas subieron al norte de la decepción. El rítmico sonido de las ruedas deslizándose sobre las vías, más fuerte que el sístole de sus venas, el olor a sudor de la prisa, generaban la sensación de cuerpo, de materia insoluble en esa olla donde se cuece la conciencia; el teatro de la quinceañera no dejaba lugar al periódico y sus aburridas noticias. Sintió deseos de rozarse y deslizó levemente su mano por el bolsillo del pantalón, la vergüenza pudo más. Cuando ella se bajó del tren tuvo el impulso de seguirla, aunque fuera solo unos metros, pero sus pies se clavaron al suelo, se hundieron en la eternidad de aquel instante y no pudieron moverse. Llegó a casa y saludó con un beso a su esposa como hacía tiempo no hacía. Recorrió las estrías de su cara y pensó, con ternura, cuando ella era joven y follaban con pasión en aquellos moteles que la carretera regala a los amantes. Buscó a sus hijos, todavía pequeños, y los abrazó. ¡Qué dura es la aceptación del tiempo y qué hermoso sentirse vivo unos momentos!
Armilo Brotón