Y si la vida es corta
y no llega la mar a tu galera,
aguarda sin partir y siempre espera,
que el arte es largo y, además, no importa.
Se levanta el telón y aparece esta nueva mujer que nos mostrará su obra en un solo acto:
El pelo, señoras y señores, servía para poner las cosas en su sitio. En mi infancia, a los niños les rapaban el pelo al cero, al dos como mucho. La melena, en España, estaba prohibida por decreto.
Sin embargo, si a una mujer le rapaban el pelo, mala cosa. El pequeño dictador no lo consideraba Infamia,
más bien un castigo ejemplar por ser librepensadora. La mujer, según él, femenina y como Dios manda.
El pelo a las rubias, en invierno, se nos oscurecía; por la falta de sol, según mi madre. Yo creo que por tristeza. Triste y gris como las aulas, las calles y el momento. Era un rubio ceniza. Pero llegaba el verano y dejabas el colegio, ibas al rio o a la calle con los amigos. Era entonces cuando el pelo recobraba el dorado, el brillo y la pasión. Era como el renacimiento.
Luego, en la adolescencia, no tuve granos, pero sí grasa. Los procesos hormonales en ebullición hacían que mi pelo se volviese pastoso. Desapareció como pasa casi siempre con las cosas que nos complican la vida, cuando dejas de darles importancia.
Yo nunca he tenido piojos, pero era normal tenerlos. Cogerse una piojera no escandalizaba a nadie, pero se dejaban los cuartos en prevenir, cuidar y no consentir que una cosa tan de posguerra le tocara a uno en casa.
Con la apertura cada uno pudo hacer con su pelo lo que le vino en gana. Y con tanta preocupación, tanto insomnio se volvió loco. Como la gente ya podía pensar como quisiera se sintió liberado. Era fácil saber a qué tribu o credo se pertenecía, dependiendo de cómo se peinara uno.
A mí, con la edad, no me han salido canas por fuera. Sigo siendo rubia gracias a las mechas. Si dejo que la naturaleza siga su curso, mi pelo sería castaño o marrón. Eso sí, sigue siendo lacio, liso, sin cuerpo, con tendencia a dejarse caer.
Mi cabeza, por dentro, ha sufrido transformaciones importantes que venían acompañadas por un cambio de peinado. En momentos decisivos, de esos que lo cambian todo yo, inexorablemente me cortaba el pelo. Igual que los toreros cuando se cortan la coleta. Era mi forma de pasar mi duelo.
He pasado por todas las fases posibles: desde las famosas coletas prietas, cuando mi cabeza no me pertenecía, hasta la época de indecisión: suelto, largo, recogido y la horrible permanente de rizos, que me sentaba como una patada en el culo.
Hoy día mi peluquero logra, durante una hora, que yo tenga un orgasmo continuo y silencioso. Es como un mago con anomía, habla poco y mal, lo cual es de agradecer. Todo su poder se centra en sus manos y en el trato deshonesto que tiene con mi pelo. Y eso me gusta.
Dice que tengo un pelo muy inglés, a saber…