El Poder de la Palabra: ¡Venga!
Publicado: Sab, 01 Jun 2019 23:49
César era muy pesado a la hora de despedirse y en el trato de tú a tú no sabia de distancias sociales. Pero en el momento de decir adiós se superaba. Mostraba una destreza sibilina cuando peroraba de una forma seria, tremenda, encarnizada. No terminaba nunca y, por supuesto, no parecía reparar en la impaciencia que provocaba al demorar la partida. Te podías olvidar de volver a casa sola, su empatía era tan plana que, a veces, te acompañaba hasta el portal sin ser invitado.
Este amigo podía darte una conferencia sobre la guerra del Golfo con la gorra, si el tema era geopolítico. Pero con igual facilidad sobre el punto que debía tener una paella bien hecha: "se te pasará alguna vez, César", "no lo creas, te basta una pequeña mirada para observar que los granos están bien sueltos en el borde, ni siquiera tienes que pensar en el tiempo".
Preparaba por entonces Notarías y no necesitaba, para nada, un preparador de opositores porque César disponía de un preparador especial en cada encuentro; éramos legión los que le escuchábamos cantar sus temas en la oposición de la vida.
Hubo alguna que pudiera calificarse de preparadora malintencionada, entono el Mea Culpa, que en vez de estar atenta me distraje evocando las últimas palabras de Julio César, acosado por los impacientes puñales de sus amigos cuando descubre a Bruto, acaso su hijo y exclama "¿tú también hijo mío! Quevedo y otros tantos autores recogen el patético grito ya que el mío era pronto para reconocerlo: "Que Dios me pille confesada".
Yo me seguía perdiendo en la respuesta de Bruto:
Mi patria es Roma,
mi padre César... ¡Oh! Volved adentro,
lágrimas imprudentes, que mis lares
a deshonrar venís... Aquel es Bruto;
ojos, miradle bien; miradle secos...
¡sobrado tiempo lloraréis a mares!*
A la una de la mañana, plaza de la Universidad, por donde él vivía, en noches de tiempo bueno, bajo los leones de piedra allí apostados, el énfasis de nuestro amigo galopaba, por las estepas rusas, por el abigarrado Derecho Mercantil y por las húmedas callejas del Soho londinense. Podía pasar por allí la tuna con sus vistosas cintas en su capa estudiantil, su pandereta y sus cancioncillas. Podían pasar cinco camiones de bomberos con la sirena aullando y él no se inmutaba. Recuerdo una vez que dos tíos raros se pararon ante el orador, retadores, para acabar largándose, algo mosqueados, ante su extrema falta de atención. Y yo flipando con la escena.
Con el auge económico se puso de moda una forma de despedirse rápida, comercial, eficaz y un tanto punzante. Casi todo el mundo decía "¡venga!" y se iba. Como si al llegar a un encuentro pudiera decirse "¡vete!" a modo de saludo. Una contradicción que tuvo bastante éxito.
César, cuyo sello personal era su demorada despedida, sin saber cómo, se adhirió a la moda, y de forma natural y resuelta decía: "¡Venga!" y se iba. Una se quedaba allí parada, confusa y con la mirada extraviada. Ojiplática que dirían otros.
Había que reconocer todo un cambio, una mutación, un hombre a la última. Ya se le veía el plumero cuando en una etapa anterior se despedía con: "Sé buena, que con esa carita de ángel despistas a cualquiera. Menos a mí que te veo venir". "Pero César, si a ti no hay quien te saque de tus casillas". Y el eco de sus palabras seguía su curso por la calle empedrada de la Universidad de Derecho.
Era el colmo que un tío tan plasta, cuando no sabías si te quedaba una hora o media de sermón, te rematara teniendo que decir él la última palabra. Y, cuando menos lo esperabas, decía: "¡Venga!" y se iba. Y yo sin poder meter baza y con punzadas en mi honrosa hernia que gritaba: ¡Hazte oír, coño!
* Texto de José María Díaz
Este amigo podía darte una conferencia sobre la guerra del Golfo con la gorra, si el tema era geopolítico. Pero con igual facilidad sobre el punto que debía tener una paella bien hecha: "se te pasará alguna vez, César", "no lo creas, te basta una pequeña mirada para observar que los granos están bien sueltos en el borde, ni siquiera tienes que pensar en el tiempo".
Preparaba por entonces Notarías y no necesitaba, para nada, un preparador de opositores porque César disponía de un preparador especial en cada encuentro; éramos legión los que le escuchábamos cantar sus temas en la oposición de la vida.
Hubo alguna que pudiera calificarse de preparadora malintencionada, entono el Mea Culpa, que en vez de estar atenta me distraje evocando las últimas palabras de Julio César, acosado por los impacientes puñales de sus amigos cuando descubre a Bruto, acaso su hijo y exclama "¿tú también hijo mío! Quevedo y otros tantos autores recogen el patético grito ya que el mío era pronto para reconocerlo: "Que Dios me pille confesada".
Yo me seguía perdiendo en la respuesta de Bruto:
Mi patria es Roma,
mi padre César... ¡Oh! Volved adentro,
lágrimas imprudentes, que mis lares
a deshonrar venís... Aquel es Bruto;
ojos, miradle bien; miradle secos...
¡sobrado tiempo lloraréis a mares!*
A la una de la mañana, plaza de la Universidad, por donde él vivía, en noches de tiempo bueno, bajo los leones de piedra allí apostados, el énfasis de nuestro amigo galopaba, por las estepas rusas, por el abigarrado Derecho Mercantil y por las húmedas callejas del Soho londinense. Podía pasar por allí la tuna con sus vistosas cintas en su capa estudiantil, su pandereta y sus cancioncillas. Podían pasar cinco camiones de bomberos con la sirena aullando y él no se inmutaba. Recuerdo una vez que dos tíos raros se pararon ante el orador, retadores, para acabar largándose, algo mosqueados, ante su extrema falta de atención. Y yo flipando con la escena.
Con el auge económico se puso de moda una forma de despedirse rápida, comercial, eficaz y un tanto punzante. Casi todo el mundo decía "¡venga!" y se iba. Como si al llegar a un encuentro pudiera decirse "¡vete!" a modo de saludo. Una contradicción que tuvo bastante éxito.
César, cuyo sello personal era su demorada despedida, sin saber cómo, se adhirió a la moda, y de forma natural y resuelta decía: "¡Venga!" y se iba. Una se quedaba allí parada, confusa y con la mirada extraviada. Ojiplática que dirían otros.
Había que reconocer todo un cambio, una mutación, un hombre a la última. Ya se le veía el plumero cuando en una etapa anterior se despedía con: "Sé buena, que con esa carita de ángel despistas a cualquiera. Menos a mí que te veo venir". "Pero César, si a ti no hay quien te saque de tus casillas". Y el eco de sus palabras seguía su curso por la calle empedrada de la Universidad de Derecho.
Era el colmo que un tío tan plasta, cuando no sabías si te quedaba una hora o media de sermón, te rematara teniendo que decir él la última palabra. Y, cuando menos lo esperabas, decía: "¡Venga!" y se iba. Y yo sin poder meter baza y con punzadas en mi honrosa hernia que gritaba: ¡Hazte oír, coño!
* Texto de José María Díaz