Novela: El amor en los años sesenta

Cuentos, historias, relatos, novelas, reportajes y artículos de opinión que no tengan que ver con la poesía, todo dentro de una amplia libertad de expresión y, sobre todo, siempre observando un escrupuloso respeto hacia los intervinientes.

Moderador: Hallie Hernández Alfaro

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Óscar Distéfano
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Re: Novela: El amor en los años sesenta (PP1,PP2...PP14...)

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Primera Parte Capítulo 14
PP 14


La casa de los Miranda estaba ubicada en una esquina de la manzana, rodeada en dos de sus lados por tupidos árboles de ovenia, plantados en las veredas por Soledad con sus propias manos, que ayudaban a mitigar el intenso calor de los veranos. La muralla lateral, donde se encontraba el acceso del servicio doméstico, era baja, incrustada de balaustres, lo cual hacía visible para el transeúnte todos los ángulos de una terraza que se había construido bajo las ramas de una planta de mango, donde Reinaldo acostumbraba a sentarse en su sillón de mimbre, para servirse pausadamente su mate de los amaneceres y su tereré de todas las tardes. Casi todos los días, hacía sentar a su mujer sobre sus piernas, quien se encargaba de cebar el mate frío; y así ofrecían a la mirada del barrio una imagen de cariño familiar, mezclada con supremacía varonil y grácil erotismo. Estos eran unos de los momentos atenuantes de todos los sacrificios que implica la responsabilidad de llevar adelante un hogar. Él se sentía un pequeño rey con su hermosa reina, disfrutando de esos metros cuadrados legítimamente suyos, de todo lo allí clavado y plantado, y de la apacible vida que en ellos se desarrollaba.

Soledad era consciente de la serena dicha que embargaba a su marido, y hacía todo lo posible por acompañar aquella escrupulosa emoción, sin olvidar ni un instante el enorme sacrificio que Reinaldo hizo y seguía haciendo para mantener y educar a la familia. Reconocía y admiraba su comportamiento, porque veía que él era sincero y agradecido. Entonces, cuidaba con voluntad de hierro, para que el conformado hombre mantuviese su modesta gloria.

A más de los momentos íntimos, esos momentos donde él se sentía orgulloso —frente a la gente— de tenerla sobre sus rodillas, también resultaban propicios a Soledad, para algunas demandas de necesidades familiares embarazosas (los pedidos de Facundo él los hacía a través de su madre), y para discutir proyectos que requerían desembolsos financieros por parte de su juicioso marido.
Reinaldo, a su vez, comentaba a su mujer la rutina de su trabajo, entretelones de intrigas laborales narradas novelescamente, y las cosas que deseaba ver corregidas en las costumbres de la casa. En realidad, abría las compuertas de su memoria cotidiana y le comentaba a su mujer hasta los más insignificantes acontecimientos, reflexiones, deducciones, chismes, pareceres, y hasta un perro muerto que vio en la cuneta de la calle principal. No se guardaba nada; era, como quien dice: «un libro abierto».
Esa tarde, precisamente, no se encontraba de muy buen humor (jamás se impacientaba con su mujer: conocía las consecuencias). En su trabajo, el contador descubrió un error suyo en el cálculo cúbico de un rollo de trébol (la madera más cara de las que comercializaban), lo cual, consecuentemente, desembocó en un pago de más al hachero y a los transportistas. No le dolió tanto el haberse equivocado (a pesar de la puntillosa manera en que cuidaba su imagen dentro de la empresa), como la reacción de los dueños. Estos, si bien no le recriminaron por el hecho, le hicieron sentir su torpeza (en broma, desde luego) casi con crueldad, cuando uno de ellos le insinuó que le estaba fallando «la máquina» a causa de la edad. Se sintió herido y, a la vez, se le abrió la conciencia de que nada de lo hecho en su largo servicio era finalmente reconocido. «En estas grandes corporaciones, cuyos dueños extranjeros era imposible conocer, cuando empiezan a no necesitarte, los administradores, para congraciarse con los duros principios capitalistas con que se manejan, te tratan en forma despectiva. No respetan tu antigüedad, ni todos los sacrificios con que colaboraste para el crecimiento de la empresa», había pensado, dirigiéndose a sí mismo, en el momento de mayor ofuscación. Y así, en ese estado de vago temor ante el futuro —más bien ante la idea del fin de la vida útil que ante posibles necesidades económicas, ya que se encontraba bien resguardado por años de aportar para su jubilación—, llegó a su casa, donde pudo encontrar una cierta calma, gracias a la calidez que le brindaba el entorno familiar.


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—¿Cuándo es que llegan los nuevos esposos? —preguntó, Reinaldo, con un tono de voz un tanto áspera. Una de las facetas de su carácter era la de hacer pública su irritación, buscando algún hecho anormal en el seno familiar o alguna contrariedad en la conversación, para descargar su ojeriza. Como dice la gente: «buscaba pelos en la leche».
—El lunes —respondió, Soledad—. La idea de Matilde era pasar tres fines de semanas juntos, antes de regresar. Tenían planeado ir a una estancia de la zona, de esas que reciben turistas y organizan paseos de aventuras, cacerías y comilonas de carne asada. —Ella había percibido ya la acritud de su marido. Tenía que ser astutamente cauta
—Ah… Y…, ¿está todo dispuesto para que les recibamos? Creo que podríamos aprovechar el tiempo que falta para echarle una mano de pintura al cuarto. —Reinaldo, basado en las decisiones tomadas hacía tiempo, daba por descontado que la pareja iría a vivir con ellos. Desconocía el cambio de planes que Carlos había promovido. Quizás fue un error de Soledad no habérselo dicho todavía.
—No, querido. Nada se ha hecho. —Soledad tragó saliva antes de proseguir—. Quiero confesarte que ellos no vendrán a vivir con nosotros. No te lo dije antes porque no tuve una ocasión propicia. Por lo que escuché decir a Carlos, han decidido ir a vivir con su madre porque piensa que acá vive ya mucha gente; además, la casa de Catalina se encuentra mucho más cerca de la facultad. Me agradeció el ofrecimiento que le hiciéramos, pero prefirió hacerlo de esta manera… Bueno…, debemos comprender que él se sentirá más cómodo en su propia casa y más tranquilo para estudiar. —Sabía Soledad que era el peor momento para revelar a su marido aquella decisión tomada por los nuevos cónyuges (Matilde no tuvo opción); decisión que ni siquiera Carlos se había atrevido a comunicárselo.
—¿Con Catalina? Pero, ¿por qué…, por qué este cambio? ¿Acaso no estaba ya acordado que vivirían con nosotros? —Reinaldo, a pesar de la lógica de las argumentaciones de Carlos expuestas por su mujer, se mostró abiertamente molesto. Se vio sorprendido por la unilateral determinación del yerno. Era un dato importante para ir formándose una idea de lo que el joven estudiante era capaz de hacer. No lo creía tan dueño de sí. Lo cierto es que surgía el tema que necesitaba para descargar la frustración que venía arrastrando desde el trabajo—. ¿Acaso no estaba ya acordado? —repitió, mientras movía negativamente la cabeza— ¿Cuándo decidieron cambiar de idea?
—La verdad es que no sé, querido, pero… —Soledad pretendía defenderse, siendo evidente que ella sabía del cambio mucho antes que los jóvenes emprendieran el viaje.
—¡Nada de peros! —interrumpió con severidad el ofuscado hombre. Haciendo un análisis rápido de aquella noticia, llegó a la conclusión de que le habían pasado por encima (consideraba a su mujer parte de la connivencia), ya que, siendo finado su consuegro, él era la persona indicada para resolver todo cuanto atañía a las dos familias. Nadie le había consultado siquiera. «Qué atrevidos», pensaba. Después de todo, Matilde seguía siendo su hija, hija de dominio, si se quiere, ya que dependía —y dependería aún por un par de años—, económicamente de él. Nada le molestaba más que el hecho de ser avasallado en su dominio. Si permitía que eso se hiciera costumbre, que no pudiera ya ejercer plenamente su autoridad, se sentiría acabado, como un perro guardián viejo sin fuerzas para ladrar y cuidar de la casa. Por eso, arremetía con celo inflexible contra cualquier conato de insurrección (debido a la eterna sublevación de su hijo Facundo es que esta alarma lo tenía entre ceja y ceja).
—Si cambiaron de opinión antes, haremos que lo cambien nuevamente —sentenció. Una imperceptible sonrisa de regodeo le nació, cuando le vino a la mente la idea de que su flamante yerno podría venir a parar bajo los cielos de su reino, inclinado ante sus normas y ante su autoridad.
—¿Es que no entiendes que la facultad queda de aquí muy lejos? —protesto Matilde.
—Qué lejos ni lejos. Él tiene coche —refunfuñó Reinaldo—. Y si el problema es el combustible, yo le pago.
Soledad quedó muy preocupada por la tosquedad y tozudez de su marido. Era la primera vez que se sentía abiertamente en contra de una actitud improcedente por parte de él. Le toleró varias injusticias en el pasado porque, en el fondo, no eran desquicios sino mano dura que buscaba el mejoramiento de la disciplina familiar; pero, ante este deseo de extender su despotismo hasta la esfera de su yerno, se rebelaba, no estaba de acuerdo. Le resultaba una extralimitación que podría perjudicar a su hija, una tiranía de baja calaña. No deseaba una sola mosca volar en derredor del ensueño que empezaba a vivir la nueva pareja; y además, era tanto el respeto y la admiración que le tenía a Carlos, que se acaloraba de solo pensar en una hipotética mortificación que podría ser infligida al joven. Ya vería la forma de desarticular los planes de su marido, pues estaba completamente de acuerdo con la decisión tomada por los nuevos esposos.


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Reinaldo, para apaciguar su amor propio herido, se convenció a sí mismo de que su hija fue «llevada» a vivir a la casa de la suegra; y aunque hacía lo imposible por aceptar la realidad, le resultaba imposible olvidar el episodio. Todos los días, cualquier nimio germen le servía para demostrar su mal humor; y en ese estado, recibió la noticia desalentadora de que Facundo había obtenido pésimas calificaciones en sus exámenes, condenado a repetir el curso lectivo (hecho que llevó al joven a plantear a su madre, y ésta retransmitió la idea a su marido, su deseo de abandonar los estudios y dedicarse a «ganar plata»). El intransigente padre de familia estuvo toda la semana con un humor de perros. Apenas articulaba las palabras cuando alguien de la casa se dirigía a él; se pasaba todo el tiempo silbando una melodía sin sentido, que giraba sobre un mismo tono, repetida hasta la exasperación (Soledad ya conocía ese “grito de guerra”); caminaba de aquí para allá, como un cazador de mariposas imaginarias, aunque con las manos inquietas enlazadas hacia atrás (un Napoleón agraviado), y con un eterno caramelo de miel en la boca (costumbre adquirida para dejar el vicio de fumar).

Al mismo tiempo que el problema de Facundo lo carcomía, no podía soportar que su flamante yerno se hiciera del tupé de ignorarlo, de no tenerlo en cuenta para escoger el lugar de residencia, a sabiendas de que requerirían de su dinero para completar los gastos de sustento en los próximos años. Reinaldo era un enfermo partidario de la obediencia, de subordinación, del respeto al orden jerárquico, tanto dentro de la familia como de la nación. «¡No se debe tolerar la anarquía!», le decía una voz que le llegaba de las profundidades ancestrales del mundo patriarcal. Era la primera inquina que «este pollo altanero» le provocaba; y, si así empezaba la relación, no sería él quien procuraría evitar un futuro de franca hostilidad.

Y menos aún podía tolerar el problema creado por el «fracasado» de su hijo. No lo tomaba muy a la tremenda, es cierto, para no chocar frontalmente con su mujer; aunque, para no mostrar debilidad, se mantuvo firme en su consabida severidad para el castigo físico. Por supuesto que le airaba la situación; pero no precisamente porque le preocupase el futuro de su hijo (él pensaba que ya le había dado todas las herramientas, el vehículo para desenvolverse en la vida; y el hacer uso de ello ya no le competía), o porque el amor filial clamase en su pecho, sino, más bien, por la testaruda rebelión a su autoridad, que parecía ser el leitmotiv de la conducta del «tarambana». El amor de Reinaldo hacia su hijo estaba condicionado a la obediencia. El amor crecía y decrecía en su pecho proporcionalmente a la observancia de este principio. Nadie olvidaba en el barrio los desproporcionados castigos físicos que Reinaldo le hubo infligido a su hijo a lo largo de los años, y muchas personas mayores (de esas que gustan de vaticinar desgracias), aseguraban que Facundo poseía ya una tara consecuencia de los suplicios paternales.

El álgebra fue determinante para que Facundo desistiera definitivamente de sus estudios. No le entraba en la cabeza que las letras se convirtieran en números. Se rebeló contra la locura de esas enseñanzas, como un creyente a quien le resulta extremadamente fantasiosa la doctrina que va conociendo. Decía a voz en cuello que no necesitaba saber esas chifladuras para hacerse con una fortuna y un nombre en la sociedad. «Con las cuatro operaciones aritméticas me las arreglo». Dejó de asistir a clases, a pesar de los épicos castigos que recibió por parte de su padre (castigos que producían aullidos y, a su vez, provocaban estremecimientos en el barrio; la gente decía: «ahí está, otra vez, el despiadado, descargándose con su hijo»). Prácticamente, en todas las casas de los vecinos, el mismo tema de los castigos corporales desalmados seguía dominando las conversaciones. Muchos estaban en condiciones de enumerar cronológicamente cada una de las torturas que el joven tuvo que soportar desde muy pequeño. Pero, Facundo, luego de sortear estoicamente el martirio, consiguió su propósito: dejar definitivamente el estudio; aunque, esa torpe decisión, que el tiempo se encargaría de confirmar, le obligaba a procurarse un trabajo y a pensar seriamente en ganarse la vida (el padre fue tajante a este respecto: «el que no quiere estudiar, debe trabajar; no estaré manteniendo vagos en la casa»).

Soledad no pudo, esta vez, disipar de su corazón la amarga sensación que lo embargaba, lo cual la llevó, a ella, como a Cirila y a las sobrinas, a respirar la desagradable atmósfera creada por el ensañamiento de Reinaldo sobre su hijo; y por primera vez en mucho tiempo, a sentir cómo se fisuraba la armonía familiar, con tanto esfuerzo cimentada. Nunca antes, de manera tan directa, se encontró en medio de la borrasca que le producía la oposición y el choque de los sentimientos filiales y conyugales. En tal situación, su instinto de madre prevaleció, para censurar calladamente la desalmada obstinación de su marido (quizás el exagerado castigo propinado la hubiera sublevado). Era la primera vez que se forjaba un criterio propio, antagónico al de él, ante un problema familiar. Siempre había confiado ciegamente en sus juicios; pero, esta vez, le pareció realmente injusta su conducta. Antes se decía a sí misma: «lo que hace no será perjudicial a nadie; es un hombre correcto»; y después: «por poco no mata al pobre Facundo». No era bueno, por supuesto, cuanto estaba sucediendo en la familia.
Esa noche, en la cama, cuando Reinaldo empezó a acariciarla, ella, volteándose, le dijo con firmeza: «Hoy, no; te has portado muy mal conmigo»


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La huelga de 1958 organizada por la Confederación Paraguaya de Trabajadores (CPT), exigiendo un aumento de sueldo del treinta por ciento y la realización de una Asamblea constituyente fue aplastada por el régimen. Más de doscientos detenidos, entre ellos, los líderes comunistas que fueron apresados, torturados, sus familias estigmatizadas, y estuvieron años presos sin juicio en los calabozos de la sección Política del Departamento de investigaciones. La CPT fue descabezada, aunque se mantuvieron varios focos de resistencia, pero fue esta fecha, prácticamente el inicio de la época de terror con que el dictador gobernaría durante treinta y cinco años el Paraguay.

Al otro año, en mayo de 1959, los estudiantes organizaron otra de las tantas huelgas, a causa de una suba en el pasaje. El treinta de mayo, la policía allanó el Colegio Nacional. Muchos jóvenes fueron apresados, torturados y exiliados. Víctor Marcial Miranda (hijo de un primo de Reinaldo) de 18 años, fue detenido en su domicilio el viernes veintiseis de junio de 1959, y llevado al Departamento de Investigaciones, donde fue torturado por inmersión en la “pileta”. Informes señalan que le introdujeron el pico de una manguera por la boca bajo cuya presión relajó y abatió sus defensas orgánicas, lo que le causó una conmoción; se le diagnosticó pulmonía, luego se constató que sus pulmones estaban llenos de agua. El sábado veintisiete de junio se lo trasladó en estado de coma al Policlínico Policial, donde falleció el lunes veintinueve de junio de 1959. Luego se constantó que lo habían torturado por horas: patadas en la cara, cachiporras de goma por la planta de los pies, golpes con el rebenque por las nalgas desnudas, quemaduras con cigarrillo, le rompieron los dedos, la quijada, lo sometieron a simulacros de fusilamiento a orillas del río; y, finalmente, murió a las cinco y cuarenta y cinco de la tarde del lunes. Estos detalles se conocieron gracias a los testimonios de otros presos que corrieron con más feliz suerte. Fue un golpe duro para la familia Miranda, ya que se trataba de un joven brillante, querido por todos. Todos los paraguayos con el apellido Miranda fueron considerados potenciales enemigos del régimen, aunque ese apellido fuera casi tan popular como Gonzáles, Giménez, Torres, Martínez, Ayala (este último apellido tiene su historia simpática: el Paraguay tuvo dos presidentes con el apellido Ayala; y cuando la inmigración de árabes: sirios, libaneses, palestinos, saudíes, turcos, la mayoría adoptó el apellido Ayala, en el lapso que gobernaron esos dos presidentes. Pero esa moda terminó cuando Stroessner se hizo del poder. Ningún inmigrante osó ponerse ese apellido. Las razones eran obvias).
En ese baldazo de realidad que recibió, Reinaldo pudo constatar poco a poco la conducta de los obispos, quienes en todo momento, y a pesar de los ruegos de la familia, fueron conciliadores y hacían la vista gorda ante las arbitrariedades del estado policiaco que empezaba a reinar. «La iglesia se porta muy mal con la sociedad que va siendo oprimida cada vez más», pensó Reinaldo. Y todos estos hechos que él pudo conocer a través de deducciones periodísticas y charlas con compañeros de trabajo, resultaron como bofetadas a su fascinación inicial por el gobierno (siempre había deseado un gobierno de mano dura, es cierto, pero nunca así de criminal). Se inició, entonces, en sus convicciones políticas, un cambio que se dirigía hacia un deseo de una mayor justicia social. La muerte de su sobrino fue un golpe terrible y sorpresivo para su convicción política y social; a partir de ese crimen deleznable, tuvo el despertar de su conciencia, la imagen de realidad implacable con que la dictadura empezaba a actuar. «Este será peor que Stalin», dijo en voz alta frente a su esposa. «Es mejor que no te quieras envenenar con la política», le aconsejó ella.
Cuando Obdulio Franco llegó hasta su casa para darle los pésames (se había enterado de la desgracia por otra fuente); a partir de ahí se reconcilió con su vecino, quien lo acompañó al velatorio; y su ideología liberal (contraria al régimen) comenzó a robustecerse en su fe política. Los vecinos firmaron una honesta paz, y nació entre ellos lo que sería una admirable amistad de mutuo respeto.
En el local del velatorio se sentía una atmósfera irrespirable. Reinaldo intuyó esto, por cuya razón decidió ir sin su familia. Soledad quiso acompañarlo, pero él se negó.
—¿Viste cómo le jugaron al pobre chico? —le señaló Obdulio Franco a Reinaldo, visiblemente indignado—. «Cuando se hace daño a otro es menester hacérselo de tal manera que le sea imposible vengarse». Este pensamiento de Maquiavelo cuadra con la conducta de estos asesinos.
—Sí –respondió éste—. Matar así a un joven de dieciocho años demuestra la locura que se puede cometer cuando se trata de preservar el poder.
—La dictadura los tomó como el principal blanco de la represión —dijo Obdulio— y se dispuso a acabar bárbaramente con la rebeldía juvenil. Estos son los sucesos que a mí me rebelan. No puedo aceptar semejante desalmada brutalidad.
—Hablemos más bajo —dijo Reinaldo—. Este lugar está lleno de policías vestidos de civil. He visto varios bultos debajo de las camisas.
En el velorio se encontraban sacando fotos dos fotógrafos de La Tribuna, ambos con sus chalecos negros, el nombre del diario en las espaldas, y la palabra «prensa» grabado en el ángulo superior del pecho. Uno de ellos, luego de sacar unas cinco o seis fotos, se mandó mudar; mientras, el otro, se quedó todo el tiempo sacando y sacando fotos de todo lo que le interesaba, pendiente sobre todo de las personas que iban llegando.
—Evidentemente, este fotógrafo es de la policía secreta —le dijo Obdulio a Reinaldo en el oído—. ¡Mira, está cambiando el rollo de su cámara! ¿Crees que el periódico necesita tantas fotos para complementar la noticia?
—Tienes razón —le dijo Reinaldo, admirado de la sagacidad de su vecino.
Lo resaltante de la restaurada relación de los vecinos era el hecho de que Reinaldo ya no veía a Obdulio como un despreciable «comunista», sino como un hombre de principios, amante de la justicia, un demócrata romántico, idealista, que fácilmente podía caer víctima de los sedientos vampiros policiales, ya que para ellos estas cualidades eran consideradas subversivas.
—Mejor sería que cambiemos de tema —dijo Obdulio—. Ya hablaremos otro día en nuestras casas.
—Tienes razón —aceptó Reinaldo.
Esta desgracia había destruido a la familia del primo de Reinaldo. Nunca más pudieron recuperarse anímicamente. La madre del joven —también joven—, ultimado cobardemente, cayó en una depresión honda, de la cual parecía que no iba a lograr salir por mucho tiempo: caminaba sostenida por un bastón, se mareaba con facilidad, sufría fuertes dolores de cabeza, y se quejaba de intermitentes punzadas en el pecho. El padre entró en una melancolía, en un mutismo, que le causaba gran tristeza a Reinaldo. Intentó ayudarlo, pero no encontró manera de sacarlo de su crisis. Y para colmo de males, a más de la presión espiritual que soportaba toda la familia, frente a la casa siempre rondaba un desconocido (policía) que, con desparpajo y evidente desdén, controlaba los movimientos de cada miembro que entraba y salía de la casa, provocando una insoportable intimidación sicológica. «Si a mi primo se le ocurriera hacer una demanda judicial, o buscase denunciar internacionalmente su causa, estos son capaces de hacer desaparecer a toda la familia», pensó Reinaldo, avergonzado de haber admirado alguna vez al déspota.
Última edición por Óscar Distéfano el Vie, 17 Abr 2020 20:26, editado 1 vez en total.


La compasión es la manifestación civilizada del desprecio.



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Óscar Distéfano
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Re: Novela: El amor en los años sesenta (PP1, PP2...PP15...)

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Primera parte Capítulo 15
PP 15


Matilde, sin olvidar nunca que su padre se había malquistado, tuvo ese hecho —latente en su memoria— como una razón más para querer mudarse a la casa paterna. De alguna forma, deseaba enmendar aquella falta de cortesía que tuvieron, su marido y ella, hacia su «progenitor». Su padre seguía siendo para ella el paradigma de los jefes de familia —como los sacerdotes, los médicos, los maestros, etcétera—, a quien nunca se debía ofender, considerado más allá de cualquier juicio moral o ético. «Haga lo que haga, yo no soy quién para juzgarlo», solía decir, cuando alguna amiga le recriminaba a causa de la excesiva devoción hacia su padre, teniendo en cuenta el rigor opresivo con que éste educaba a sus hijos y ejercía su poder en la casa. En este caso, el menor disgusto infligido a su padre, aunque más no fuera por imprudencia suya, implicaba para Matilde la caída en un indeseado remordimiento. Esa fidelidad casi anormal (podría pensarse en algún inconsciente complejo de Electra) le venía de una exitosa manipulación que el viejo zorro había llevado a cabo con sus sentimientos, y que solo menguó cuando ella descubrió inaceptables injusticias en ese método educativo. Si bien, desde los quince años se inició en su conciencia la «rebelión filial», a causa de malograr él muchas de sus diversiones con sus compañeras de colegio y amigas, seguía atada de alguna manera que ni ella entendía al afecto paterno.

Pasó el tiempo en la casa de la suegra y Matilde no lograba vencer su dificultad de entrega en el acto sexual. Esa voz que acusaba a su marido de mostrarse avaro con la ternura, distante en las horas de la rutina, y exageradamente demostrativo en los prolegómenos de los momentos carnales («se muestra más cariñoso cuando quiere eso», pensaba), le surgía cada vez más nítidamente. La falta de un lenguaje corporal cómplice la llevaba, al mismo tiempo, a sufrir un acrecentamiento de su antiguo pudor. Antes que avanzar hacia los hábitos íntimos, iban sacrificando la espontaneidad, ocultando (replegando) sus fantasías sexuales, sin esperanzas de salir de lo convencional y recatado. Siempre que se encontraban dispuestos al juego del amor, Matilde no lograba desnudarse con naturalidad, y mucho menos ofrecer su predisposición al acto. Aquel descuido que Carlos manifestó en la luna de miel, y que ella interpretó como una pérdida del interés, casi como una frialdad repentina, ya no pudo mostrarse espontánea, y se negó a toda posibilidad de buscar la iniciativa. Invariablemente, siempre dejaba toda la iniciativa a su marido, remitiéndose a una entrega victimal, aunque por dentro estuviese ardiendo de apetito venéreo. No movía una pestaña para dar a entender a su hombre que a ella también le apetecía. Al contrario, permanecía estática, acurrucada en el lecho, esperando como una ingenua doncella la embestida del fauno (en realidad, lo que a Matilde le incomodaba era que el deseo carnal irrumpiese tan rápidamente en él; ella anhelaba más tiempo de caricias, de estímulos afectivos previos antes de llegar a la relación carnal, propiamente dicha). Todas las veces era él quien se apuraba en desvestirla, y luego pasaba interminables minutos en rogarle que abriera las piernas, sin cuidar que la iluminación fuese suave, que la atmósfera fuera propicia, que las caricias hicieran su efecto.
Muchas veces, reflexionando sobre este problema durante sus actividades diarias, Matilde, impulsada por el amor que requería disculpar a su marido, se prometía a sí misma que cambiaría su comportamiento («quizás estoy actuando como una chiquilina», se decía), que esa noche sería distinta, y ella misma provocaría el contacto, actuando con desenvoltura (recordaba que una amiga le había dicho: «con mi marido soy una puta»); pero, no, apenas se encontraba frente a Carlos, y al sentir sus manos como víboras hambrientas dirigirse directamente hacia sus senos y sus partes pudendas, su voluntad se debilitaba, sentía embarazo de sus mismos pensamientos, y nuevamente giraba en el círculo vicioso de no entregarse sino rendirse. Ella no entendía bien el porqué de su confusión, y jamás tendría el valor de comentárselo a su marido para buscar un cambio. Quizás, inconscientemente, por haber sido criada en una sociedad machista, esperaba pasivamente una solución que partiese de la iniciativa del hombre (o del cielo). Percibía que él también estaba pasando por una etapa de desconcierto, y que el problema, entre ellos, era un secreto a voces; pero la espera no era condenatoria: aceptaba que él pudiese estar pasando, al igual que ella, por momentos de impotencia y sentimientos de culpa. Si ella se apresuraba en encontrar el modo de superar el desapego, quizás él pensaría mal de ella o, en todo caso, le haría sentir más presión de la que estaba sintiendo, lo cual podría replegarlo en su problema aún más.

Por otro lado, Carlos, preocupado en llevar bien sus estudios —abrumado por las clases en los días calurosos, los constantes exámenes, las prácticas en el anfiteatro, las maratónicas guardias de veinticuatro horas en los hospitales públicos de emergencia, etcétera—, no pensaba mucho tiempo en el monstruo que se iba incubando en medio de ambos. Sus reflexiones eran ráfagas de silogismos, donde invariablemente partía de la premisa (un sofisma, por cierto) de que Matilde era ya suya, y reiteradamente llegaba a la conclusión de que el tiempo jugaba a su favor.
—No, Carlos, por favor…, hoy no —le decía, cada vez que percibía el apuro de él por descargar su calentura—; y esa negativa excitaba al joven estudiante aún más, encontrándole un sombrío sabor a esa forma de violación en que se convertía el acto sexual.
—No te entiendo, Matilde. Dime con sinceridad: ¿me amas todavía?
—¡Claro que te amo, tonto! Lo que siento no va por ese lado. Mil veces te he dicho que hay veces en que no puedo. Quizás sea algo frígida. Hay veces, como hoy, en que no siento nada. No me llegan esas sensaciones de placer de otras veces.
—Pero, ¿cómo es: va y viene? —preguntó Carlos, con un tono que molestó a Matilde, ya que daba a entender que la impotencia era exclusiva responsabilidad de ella, mientras que ella pensaba que era él, con su falta de delicadeza, quien la hacía caer en ese pozo de frialdad.
—A veces, sin querer venir, viene, como por arte de magia —le respondió Matilde con ironía, queriendo decirle que él era el mago muy raras veces.
—Soy un bruto —se excusó él.
Pero, contener su fogoso deseo y regresar a un punto en que debía dedicarse a las caricias, a las frases románticas, a la seducción tierna, le hacía sentir un actor que debía seguir un libreto. Se sentía falso. Y prefería, entonces, suspender el intento y dejar para otro día la búsqueda del placer sexual. «Voy a repasar el tema de la anorgasmia —pensó Carlos—. Quizás encuentre causas visibles que ayuden a solucionar este inconveniente».
Después de cada insuficiente práctica, donde ella fue desarrollando el sadismo de negar y él el masoquismo de rogar, el cansancio llevaba a Carlos rápidamente al territorio del sueño, dejando, muchas veces, a su confundida esposa desvelada frente al demonio de la frustración. Por último, para aplacar su propia conciencia, interpretaba la inhibición de su mujer como una consecuencia de la educación recibida, y se regodeaba con la idea de ver en ella la personificación de la decencia y la pureza, idea que estimulaba su machismo. «Es una nena —pensaba—, no sabe nada de esto». Entonces se convencía de entender los forcejeos suyos y los ruegos negativos de ella, como senderos lógicos que debían transitar para acceder a la gloriosa meta.


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Haciendo un balance en la relación de hermanos, Hugo guardaba más recuerdos decepcionantes que considerados (recordaba una paliza que su padre le había infligido, al no querer delatar a su hermano, quien le había mandado a comprar unos cigarrillos), y consideraba la indiferencia con que fue tratado por Carlos todo el tiempo de su niñez y pubertad, como el más abrumador de los factores en la balanza. Es cierto que la diferencia de edad (más de siete años) influyó en las ocupaciones vivenciales de cada uno; pero eso no justificaba la frialdad con que el hermano mayor lo trataba, negándole toda protección y guía. Era natural que, teniendo el uno once años; y el otro, dieciocho, por ejemplo, no tuvieran ambos los mismos gustos, los mismos intereses. Mientras el menor seguía siendo un niño, el otro se encontraba más allá de los cuestionamientos de la pubertad, en plena juventud —atado ya a los llamados del instinto—, con sus propias amistades, sus propias conversaciones —que no debían ser oídas por el hermano menor—; pero, a pesar de estos inconvenientes, existía el vínculo fraternal que Carlos no debió haber soslayado. Hugo nunca encontró el abrazo requerido, esa relación que lo hiciera sentirse materia de la misma sangre (muchas veces buscaba fastidiar a Carlos, con el único propósito de llamar su atención). Se veía a sí mismo alejado del círculo donde aquél giraba, y en su fuero interno percibía que las cosas no deberían ser así. Aunque no se puede negar el amor y la admiración que el pequeño sentía por su hermano, sentimientos que, si bien se encontraban ocultos, nunca habían desaparecido.

Cuando Carlos se casó, Hugo había recibido con gran Alegría la noticia de que vendrían a vivir a la casa. «¡Todos juntos!», había exclamado, con evidentes signos de ilusión. Pensó que, luego de la dolorosa partida eterna de su padre, este hecho reharía la familia; y al pensar en el futuro sobrino, que no tardaría en llegar, más aún se convencía de que esa atmósfera glacial de la casa sería como antes, cuando se respiraba una atmósfera de cálida armonía familiar. También aumentaba su alegría el hecho de que Matilde le caía bien; era muy amable con él, muy paciente para escucharlo y para hacer bromas que le hacían reír con ganas.
Sin embargo, con la llegada de la pareja, nada cambió entre los hermanos; peor aún, la frialdad de Carlos, Hugo lo sintió con mayor intensidad, ya que el hecho de saber que todos los días su hermano salía y entraba a la casa, inmerso en su propio mundo, sin darle la más mínima oportunidad de acercamiento, le otorgaba a la casona ese aire extraño de los hospedajes. Sólo con su cuñada logró construir una relación, donde el intercambio de afecto fue creciendo paulatinamente, en la medida en que las dos almas iban siendo arrinconadas por la soledad.


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Un día, habiendo pasado cuatro o cinco meses de la llegada del matrimonio a la casa, como era su costumbre, Hugo abrió la puerta y se introdujo de improviso en el cuarto de su cuñada. Jamás imaginó que el espectáculo presentado ante sus ojos lo marcaría brutalmente por toda su vida, se convertiría en recuerdo obsesivo, en el núcleo de una trama que su mente fantasiosa recrearía con mil ramificaciones, para converger siempre en el mismo punto. Quedó pasmado, mudo, sin atinar a moverse. En sus posteriores años, cada vez que el recuerdo le acosaba, sentía lástima de sí mismo al verse con la mirada petrificada por la sorpresa, permanecer tieso, ruborizado, sudando en aquella siesta calurosa, desconcertado, sin saber si seguir mirando, voltearse, desmayarse o, de una vez por todas, morirse. Matilde se encontraba completamente desnuda frente al espejo del ropero, después de haberse dado una ducha (luchaba contra el calor del tórrido verano), en el momento exacto en que arrojó la toalla a un lado —sin tiempo para volver a recogerla—, cuando se disponía a vestirse las prendas íntimas, con el chorro de viento del ventilador moviendo sus cabellos y dejando al descubierto su cuello de cisne que parecía haber salido de un cuadro de Modigliani. «¡Ay…, qué hermosa es, Dios mío!». La piel blanquísima, como la de esas mujeres de mil generaciones viviendo en climas fríos, donde armonizaba la sombra secreta del vello púbico, los senos un tanto alargados que le parecieron sacados de esas imágenes egipcias, las suaves hondonadas de caderas y muslos, todo ese cuadro mágico que lo atraía con la fuerza de un poder ancestral e irrazonable, veía Hugo al exclamar en el fondo de su mente aquella frase. Era la primera vez que observaba a una mujer desnuda, tan cercana, tan real, y justo tenía que ser su cuñada, la mujer más prohibida de la tierra. En aquel instante se hizo hombre, fue absolutamente consciente de su heterosexualidad; su tendencia sexual se definió claramente en ese instante; sabía que, a partir de entonces, adoraría a las mujeres.
—¡Hugo! No has golpeado la puerta.
—Nunca he…he…golpeado la puerta —tartamudeó él.
Matilde, al mismo tiempo, se sintió trastornada por la aparición de su cuñado; ni su marido la había visto, así, tan avasallada en su pudor. Ambos quedaron mirándose por espacio de unos segundos, unos eternos segundos, durante los cuales, el huracán del instinto hizo estragos en el espíritu —y en el cuerpo— de Hugo, y su fisonomía de pobre perrito mirando las estrellas. Luego, ella, como primera reacción ante la conciencia de saberse examinada desnuda, mientras tomaba la toalla de la cama, girando sobre sí, dio a Hugo la espalda, con cuyo giro no hizo sino ofrecer otro espectáculo de extraordinaria belleza desnuda, para los fascinados ojos del adolescente.
—Es cierto, yo tenía que haber trancado.
—Gracias… —dijo él estúpidamente. Ni él sabía lo que estaba agradeciendo (quizás la exculpación ante la sospecha de voyerismo).
—Está bien, pero no me mires más —dijo Matilde, como diciéndole al gato que no se bebiera la leche derramada. Ella, en ningún momento le pidió que se fuera, que se retirara de su cuarto, lo cual fue causa de mil reflexiones futuras por parte de Hugo.
La vista de atrás del escultural cuerpo, paradójicamente, antes que disminuir la atención del muchacho, lo intensificaron. Al no tener la mirada de Matilde sobre sí, se dispuso a observarla con absoluta absorción: pudo grabar en su memoria cada detalle del esplendoroso cuerpo, y hasta recordaría con nitidez fotográfica las líneas de las caderas que bajaban hasta los blancos muslos. Esto sucedió en cuestión de segundos. Matilde no se tapó porque la inhibición la haya apurado, sino más bien como consecuencia de un acto reflejo femenino. Sintió con cierto rubor que las hondas voces de hembra de su alma la instaron a no espantarse, a no insolentarse, a no molestarse porque la estaban comiendo con los ojos. El incidente fue allanado por completo, cuando ella, al fin, estuvo cubierta con la toalla y se hubo volteado para mirar el rostro sonrojado e ingenuo de su cuñado. Él, como arrepentido (y no tanto), tuvo una expresión de falsa crispación, al mismo tiempo que levantaba ambas manos en son de entrega con las palmas abiertas hacia arriba. Se hizo evidente para Matilde que hasta verla en toalla era para Hugo un cuadro que deseaba seguir observando. Solo cuando se agotó el tiempo en que debía estarse ahí parado, cuando quedarse un segundo más requería ya las palabras sobre el hecho, se retiró del cuarto, cerrando tras de sí la puerta. En el tiempo que siguió a este hecho, un cambio se produjo en ellos, como si compartieran un pecado, aunque hicieron como que nada hubo sucedido, guardándose ambos el secreto (delicioso para Hugo; vanidoso para ella).


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A partir del lujurioso suceso, y como la sensible Matilde no podía llenar su necesidad de conexión humana e instintiva, Hugo salió a la calle a buscar amigos —de ser posible, «amigas»— y a «calentar el sofá» en la casa de su «novia», que es todo lo que podía hacer, ya que el control de la madre sobre su comportamiento era extenuante. Salió a buscar mundo. Dado que el barrio donde vivía lo poblaban gentes sin ambiciones, con educación deficiente, esclavas de sentimientos groseros, sarcásticos, cínicos, muy pronto se encontró atornillado a un aprendizaje cruel de la realidad. Su romántico mundo de gengiskhanes, mobydickses, pastorcitos mentirosos, supermanes, aladines, gúlliveres, sandokanes, contrastaba violentamente con las aventuras oscuras de los jóvenes del vecindario que, prácticamente, vivían en las calles como lobos esteparios. Después de aquel choque galáctico, en donde bramaba a causa de su torpeza existencial, se dispuso a recibir con avidez la nueva verdad, adaptándose aceleradamente a las arterías de sus nuevos amigos. Aprendió con sorprendente rapidez a hablar en guaraní, por cuyo canal le llegó una importante cantidad de sabiduría indígena milenaria. Aprendió el juego del flirteo, el vicio del tabaco y del alcohol, las trasnochadas furtivas, las mentiras y los pequeños hurtos a la madre, a cantar con la guitarra, a fanatizarse con el equipo de fútbol del barrio, y a una conducta que no prometía sino sinsabores para Catalina. No pasó mucho tiempo para que ese caos del comportamiento desembocara en un gran problema familiar para los Martínez. Él dijo, más tarde, que fue el Tito quien lo había iniciado en la marihuana, y que a Tito le inició, a su vez, la amante de un sargento yanqui, excombatiente de la guerra de Vietnam. Este fue su cotorreo cuando la policía los atrapó, luego del escándalo que armara una chiquilina asustada, a quien Tito le había hecho fumar la yerba —mezclada con tabaco—, sin advertirle ni que era yerba ni que provocaba euforia ni que no tenía nada que temer. Por suerte para todos, la legislación sobre drogas, que se había estudiado recientemente en el Congreso, no se encontraba todavía firme, no estaba en vigencia, pues faltaba la firma del presidente de la república; lo cual significaba que poseer y consumir marihuana no constituían delito alguno. Además, todos los involucrados eran menores de edad. Sin embargo, la dictadura hacía lo que quería de las personas. Si las circunstancias lo ameritaban, les importaba un carajo que los detenidos fueran menores de edad. La presión internacional sobre el tema de las drogas era ya fuerte en esa época. Se retuvo, entonces, a los jóvenes durante tres semanas en las mazmorras de una comisaría (para «averiguaciones»), en calidad de sospechosos de algún delito real, más bien, asumiendo el estado un papel de severa paternidad antes que de otra cosa.
Hugo comentaría más tarde a sus familiares y amigos que el embajador de Estados Unidos había sido llamado por el Jefe de Investigaciones; y él también fue llamado al despacho para repetir frente al diplomático, como una grabadora, todo lo que veinte veces ya había dicho a los tantos interrogadores que día y noche y de madrugada lo estuvieron acosando. Era patente que el pobre jefecito paraguayo quería «pescar en falta», darle un «tirón de oreja», al todopoderoso embajador, como diciéndole: «¿Ve cómo están descomponiendo a nuestros chicos?»)
—Espero no verlos más por acá —les había dicho el comisario, cuando recuperaron su libertad—, que esto les sirva de lección —y en un gesto de cómplice picardía, siguió—: a no ser que vuelvan por cuestiones de polleras; en este caso, seré un amigo para ustedes (el que alardeaba era un grotesco hombre con nula posibilidad seductora).
Cuando Hugo comentó frente a sus amigos las palabras del jefe, y les dijo: «Un gordo rechoncho y feo de ciento cincuenta kilos hablando de polleras. ¿Qué les parece? ». Todos se cagaron de risa.
El suceso tuvo una repercusión ruidosa en el barrio. Detractores y admiradores del enredo hablaban apasionadamente de los detalles de la historia. Para algunos, los jóvenes se convirtieron en pequeños demonios, y para otros, en verdaderos héroes. Para Catalina, sin embargo, la mancha de su hijo le produjo un gran dolor, que le alzó la presión arterial por las nubes, obligándola a internarse dos veces en un sanatorio, donde estuvo al borde de un colapso. Cuando se sintió un tanto restablecida, lo primero que hizo fue llamar a Bartolomé, un primo suyo que vivía en Buenos Aires, pidiéndole que recibiera a su hijo durante un tiempo, hasta que el «libertino vuelva a la normalidad». Su primo era dueño de una fábrica de calzados para damas, y allí iría a trabajar Hugo, para no ser una carga. Y, por supuesto que, todo ello, sin abandonar sus estudios. Así se hizo, Hugo partió para la capital argentina, y la señora estuvo mucho tiempo sin salir al balcón de su casa. Hugo acababa de cumplir los dieciséis años. Siempre él se preguntaría por qué su madre hizo lo imposible por retener a Carlos cuando quiso casarse y, sin embargo, no tuvo reparos ni remordimientos para enviarlo a él a Buenos Aires. Comprendió la falsedad de que los padres aman a sus hijos por igual.
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Primera parte Capítulo 16
PP 16


«Las primas» Teresa y Cecilia llevaban una vida de serena resignación. Soportaban sin resentimiento la condición de casi domésticas a la que las sometía Soledad, situación aceptada cómodamente por Reinaldo y Facundo. Por las noches, encerradas en su estrecho cuarto, donde sólo cabía una cama litera y un pequeño ropero, se entregaban a los recuerdos y a la añoranza. El padre, muerto trágicamente, siendo relativamente joven todavía, era reverenciado hasta el misticismo por ellas. Traerlo de la tumba, devolverle sus signos vitales, hacer que vuelva a hablar, reír, abrazarlas, brindar su inagotable cariño, insuflarles ánimo, esperanza, fuerza para el futuro, mantenía a las hermanas en profunda complicidad, permitiendo que la cotidianeidad no fuera una carga. También reían y charlaban como buenas amigas de sus más íntimos pensamientos; una sabía de la otra todo, hasta sus lejanas ilusiones sentimentales. Lo que nunca hacían era criticar la severa disciplina a la cual estaban sometidas. No porque el temor las refrenase, sino debido a la educación que recibieron, a la naturaleza de sus caracteres. Aceptaban el destino como una prueba de la divinidad. La fe era como un bálsamo para sus almas. Jamás faltaban a misa. Con sincera devoción asistían al culto, se entregaban al frenesí religioso, y se confesaban y comulgaban cada semana.
En la casa hacían las tareas asignadas con esmero, apoyándose una a la otra, con el buen humor que las caracterizaba. En este punto rivalizaban con Cirila en cuanto a quién era capaz de trasmitir mayor adaptación existencial (mayor alegría de vivir). Era verdaderamente admirable y sabia la tranquilidad que embargaba a ambos espíritus, ya que, al casarse Matilde, Soledad, quien ya sabía de la mudanza de su hija, ni siquiera insinuó sobre la posibilidad de cederles el cuarto de su hija (aunque hay que tener en cuenta que no se descartaba que el nuevo matrimonio regresara a la casa), y ellas reaccionaron con absoluta pasividad y comprensión.
Soledad se hizo la desentendida, dejando que las hermanas siguieran soportando el terrible calor del cuartucho. Pero, ellas, ni siquiera reflexionaron sobre el hecho; eran conscientes, sí, de que el cuarto quedó disponible, pero en ningún momento ambicionaron la ocupación. Igualmente siguieron con alegría en su cuartito, agradeciendo el ventilador que Soledad les había facilitado, a pesar de no servir sino para arrojar aire caliente, hecho que las llevaba, en las noches más calurosas, a amanecer empapadas por el sudor.
Reinaldo trataba a las hermanas con mayor amabilidad cuando su esposa no se encontraba en la casa. Este detalle no pasó desapercibido a Cirila.
—El carcamán —así lo llamaba— no pierde su maña de galán. Con lo veterano que está sigue pensando en diosas desnudas —comentó una vez a Teresa, quien era la que más le seguía la corriente en sus alocados comentarios.
—A mí a veces me quiere toquetear —le dijo Teresa a Cirila—. Y creo que a Cecilia le regaló una barra de chocolate.
—¿Es cierto Ceci?—preguntó Cirila. Ella quería saber todo lo que pasaba en su mundo.
—No es cierto —respondió Cecilia, mintiendo. Le fastidiaba que se metieran en sus cosas.
—¿Y a ti? —preguntó Teresa a Cirila.
—Cuando era jovencita, una noche metió su mano debajo de mi pollera, y yo me asusté y me fui corriendo a contarle a tía-madrina.
Ella me preguntó si llegó a meter su dedo, y yo le dije que antes de llegar ahí me desprendí de él. Me preguntó si nunca me había hecho algo parecido, y yo le respondí que no, que nunca, que era la primera vez. Entonces se fue junto a él, le propinó una fuertísima bofetada, le estiró de su brazo hasta el dormitorio, y escuché que le mandó al carajo como media hora. Nunca más intentó nada conmigo después de eso, y tampoco me guardó rencor. Parece que aceptó su culpa.
Efectivamente, a pesar de su edad y su maduro aspecto, Reinaldo (como todo hombre), no renunciaba al sueño de encontrar a su nínfula. Quizás fueran tristes muletillas psicológicas para mantener su autoestima varonil, o quizás fuese un gastado viejo verde. Lo cierto es que, cada vez que se le daba la oportunidad, al regresar del trabajo traía pequeños regalos (golosinas) a Cecilia, y los entregaba a escondidas de todos, tratando de crear un lazo clandestino, un precioso secreto entre ellos. Por supuesto que las muchachas no tenían opción: aceptaban aquellos obsequios con la mejor sonrisa, no fuera que el dueño de casa se enfadase y las echara a la calle. Reinaldo, por su parte, creía que la aceptación de sus tímidos galanteos abrigaba alguna remota esperanza de conquista, y así, el juego del flirteo se iba ahondando con una lentitud tal que hasta él mismo se complacía en que las cosas no pasaran de simples escarceos. Parecía ser que se conformaba con una simple seducción beatífica.

Facundo era más respetuoso en su trato. Su formación religiosa, siempre temerosa de la ira de Dios, le exigía desterrar todo pensamiento libidinoso hacia sus parientes. El incesto le parecía la peor aberración. Jamás se sobrepasó en su comportamiento. Su brusquedad se manifestaba cuando se hacía servir. Era insoportablemente cargoso. A cualquier hora pedía a sus primas un vaso de jugo, el café con leche en su cuarto, el planchado urgente de alguna camisa, la toalla que olvidó llevar al baño y antojos diversos. Pero, por suerte para las hermanas, desde que abandonó el colegio, Facundo se pasaba casi todo el tiempo en la calle. Decía a sus padres que ayudaba a unos amigos, propietarios de un bar, en las tareas del negocio; aunque, en verdad, no hacía sino jugar todo el tiempo al billar por apuestas. Habiéndose vuelto muy hábil en tal disciplina, ganaba más de lo que perdía (en desafíos de mucho dinero, alguno de los dueños del bar aportaban a su favor para completar las apuestas), y casi siempre regresaba a la casa con algún dinerillo, hecho que encantaba a Soledad, porque le hacía deducir que su hijo trabajaba (marchaba por buen camino).


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No pasó mucho tiempo para que Soledad viera la necesidad de que Teresa y Cecilia saliesen a trabajar. Se pusieron todos en campaña. Matilde fue la encargada de preparar los currículos (no había mucho que llenar). Ambas encontraron trabajo muy rápido —por la buena presencia y el buen castellano que tenían—, Teresa como recepcionista en un hotel sin estrellas cerca de la Terminal de Ómnibus, y Cecilia como oficinista en un bufete de abogados cerca del Palacio de Justicia; pero, a las pocas semanas, si no era Teresa era Cecilia, venían llorando porque el jefe o el encargado o el compañero de trabajo quisieron propasarse con ellas. Entonces, Teresa, que era más obstinada y decidida, un día en que volvió a enfrentarse a un acosador, renunció luego de darle su merecido (un par de «bifes»), y entró a trabajar como dependienta en una ferretería, a cargo directo de su dueña. El hecho de que su empleadora fuera mujer le convenció totalmente para hacerse con el puesto, a pesar de que la paga era menos. Bueno, la señora, que era muy considerada le había dicho: «Mira, hija: ahora no te puedo pagar mejor ya que tus conocimientos son nulos en este rubro. Acá tenemos como tres mil ítems de mercaderías. Cuando te aprendas por lo menos la mitad te aumentaré tu sueldo».
Por su parte, Cecilia, quien renunció por el mismo motivo, aceptó encantada el trabajo para ser niñera de una nena de tres años, única hija de un matrimonio diplomático uruguayo, de buen pasar económico, que vivía a cinco cuadras de la casa de los Miranda. Le pagaron la mitad del sueldo mínimo dispuesto por el gobierno, más comida. A todos les pareció bien porque no gastaría en pasajes y no perdería tiempo en ir y venir de su trabajo, además de disponer de tiempo libre en sus horas laborales cuando la nena durmiese o jugase en su corralito, tiempo que Cecilia aprovecharía para leer o realizar algunas labores manuales.

A Teresa le fue bien en su trabajo. Aprendió tan velozmente los nombres de las mercaderías que, a los tres meses, se encontraba ya atendiendo clientes en el mostrador. A Cecilia no le fue menos mal: su patrona la invitó a pasar las vacaciones en Punta del Este, con el doble de salario, pero Reinaldo se negó rotundamente.
—De ninguna manera —había dicho—. Después la dejan por allá como eterna doméstica. Ella es menor de edad. Si a esta gente le damos el permiso para viajar, quién sabe si no lo utilizarán para algún oscuro fin con la ayuda de nuestras corruptas autoridades. Todos sabemos lo que costaría traerla de vuelta sabiendo cómo funciona nuestra burocracia. No. No. Ella tiene que estudiar, recibirse, y superarse profesionalmente. Su madre nos ha entregado para vivir en nuestra casa, para que nosotros la eduquemos.
Nadie pudo objetar tal criterio, a pesar de que Soledad era de esas mujeres que adoraba viajar y conocer nuevas ciudades, nuevas culturas, nuevas gentes. No estuvo tan de acuerdo con su marido, pero se calló; le dio un poco de miedo lo que dijo.

Lo que nadie sabía era que Reinaldo se oponía a entregar a su «lolita» para un viaje tan aventurado. Mucho tiempo y certeros regalos le habían costado ganarse la confianza de la nínfula —que en octubre debía cumplir los quince años (estaban en febrero)—, y lograr que se sentara sobre sus rodillas y que lo abrazara y besara cada vez que él la ponía contenta. ¿Cómo permitir abandonarla en los brazos de un diplomático, con suficientes poderes para torcer los dictados de las leyes y quedarse con su adorada Ceci? ¡Jamás! Él era el dueño de esa criatura mágica que encendía con renovadas energías sus ganas de vivir. Él se la había ganado. Ella era su tesoro secreto (tan bien guardado que hasta Cirila dejó de sospechar).
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Re: Novela: El amor en los años sesenta (Cap1, Cap2... Cap17

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Primera Parte Cap 17
PP 17



En el transcurso de los meses la situación se fue volviendo insostenible para Matilde, a causa de la resistencia que constantemente debía oponer a su suegra, y porque no soportaba más las ridículas normas y las groseras impertinencias. Esa interminable guerra por nimiedades (última cuestión de autoestima que no quería perder), la había desgastado totalmente, crispando sus nervios, y sofocándo su alegría de vivir. Se hacía urgente tomar alguna medida, alguna determinación, si no quería ir perdiendo gradual y dolorosamente su plenitud como ser humano.

Hugo ya no estaba en la casa, se había ido a Buenos Aires. Él era, en cierta forma, la persona que lograba estabilizar sus nervios ante las constantes agresividades de su suegra. Matilde no entendía por qué la señora le demostraba cada vez más abiertamente su desprecio.
Una noche, en la mesa, con su rostro que parecía negarse para siempre a la risa, estando Carlos de guardia en el hospital, Catalina derramó su hiel sobre Matilde. Fue testigo mudo, Manuela.

—Esperé toda mi vida para tener paz —dijo con acritud.
—¿A qué se refiere, señora? —preguntó extrañada, Matilde.
—Esta siesta me fue imposible dormir, y luego empecé a sufrir de mi jaqueca.
—¿Por qué, señora?
—Más vale que dejes de escuchar esa radio, pues me volverás loca. Me retumba directo al oído.
—Pero…, ¿cómo, si yo estoy en planta baja, y usted, arriba?
—¡No me hable en ese tono! ¿Qué piensa, que soy una mentirosa? Faltaba más.

Matilde se calló hasta terminar la cena. «¡Qué demonios! Siendo joven, sana, ¿ir a destruir mi felicidad, mi vida, al lado de esta mujer amargada?» Después de mucha paciencia demostrada, se había convencido de que con Catalina era imposible cualquier forma de convivencia. Se le hizo patente la neurosis que la envejecida señora iba sufriendo; veía cómo no hacía más que martirizar a las personas que la rodeaban. Era evidente para Matilde que, en el ocaso de su vida, su suegra no encontraba resignación ante la soledad, la decadencia física y la distancia a la muerte que se acortaba cada día, amenazante. «No puede existir otro motivo. Percibo que no es personal su rencor». Esa vida que se manifestaba propinando golpes al espíritu de sus allegados podría interpretarse como un: «si yo no puedo ser feliz, nadie lo será» A esas alturas, se había convertido ya en un verdadero vía crucis de mortificación, por lo cual era más digna de compasión que de desprecio.

Matilde siempre se cuidó de no agredir a su suegra; por eso, de las conversaciones que sostuvieron, en muchas ocasiones, cuando flotaba alguna cuestión donde debía exponerse su punto de vista persona, prefirió darle la razón antes que contradecirla, evitando por todos los medios cualquier posibilidad de confrontación. Con mucho tacto encontraba la manera de no ofuscar a la altanera señora, aceptando reconvenciones fuera de lugar, y ocultando de su marido los diarios atropellos a su privacidad. «Pero esta forma de vida, por supuesto, era imposible de sostener por mucho tiempo —pensaba—. A fin de cuentas, somos seres humanos, con conciencia y corazón». Su espíritu se fue minando del trato injusto, hasta detonar en alguna circunstancia que muchas veces solía ser baladí, pero reaccionaba enceguecida por la humillación. «Y después dirán que soy insolente porque le alcé la voz a mi suegra». Solo cuando ya no pudo más, cuando sintió que su salud se iba resintiendo como consecuencia de la crispación de nervios, cuando se metió en la cabeza la idea de que en esa casa le sería imposible ser feliz («¡Ah, cuánto anhelo tener mi casa propia!»), cuando el día se alargaba como una pitón que se le enroscaba; sólo entonces, una noche en que Carlos se mostraba dispuesto para el diálogo, sin poder contener las lágrimas que le brotaban, abrió su corazón, dejando escapar todo el calvario que sobrellevaba.
—No puedo más, mi amor — protestó, con mezcla de ruego y
determinación—; ya no puedo seguir viviendo en esta casa.

Carlos se sorprendió. Jamás pensó que su mujer fuera a expresar un sentimiento tan escondido, tan fuertemente doloroso, tan ajeno a su percepción. En un primer momento sintió una forma de deslealtad por haber pergeñado a sus espaldas ese sentimiento; no podía ser que ella, a quien él no escondía nada y comentaba todo, hasta sus más íntimos sueños, le arrojase a la cara un anuncio parecido (un cáncer ya con metástasis, una enfermedad terminal). Pero, esos pensamientos, rápidamente, fueron borrados por la piedad que brinda el amor y, asustado por la desesperación de la actitud de su mujer, por las lágrimas que ya empezaban a brotar profusamente de los verdes ojos (esos ojos verdes humedecidos eran imposibles de confrontar), con toda la ternura de que era capaz, le dijo:
—Un momento, mi vida… No entiendo nada… Esto me toma por sorpresa. Cálmate, por favor. Sabes que sufro cada vez que lloras (más bien, Carlos, en su fuero interno odiaba ver llorar a las mujeres; mucho más que ver llorar a los niños; le resultaba un arma perversa, aunque se manifestara en el subconsciente, porque se sentía como un idiota al tener que intentar formas ridículas de consuelo). Vamos, cuéntame, cuéntame todo lo que está sucediendo contigo… Explícame…, estoy seguro de que hallaremos una solución para este problema… Siempre existen soluciones para todo…No, mi amor, no sigas llorando, te lo suplico… —le tomaba las manos con involuntaria consternación.
Matilde, cuando Carlos la abrazó, se puso a llorar abiertamente por espacio de dos o tres minutos, como encontrando, ¡al fin!, su paño de lágrimas, y luego paró.

—No puedo seguir viviendo con tu madre —le dijo, como sacándose un puñal clavado en el alma—. Además de mil reproches que me hace, anoche, por ejemplo, durante la cena, me dijo que le molestó la música que estuve escuchando a la siesta por la radio. ¿Cómo es posible eso si nuestro cuarto se encuentra tan lejos del de ella?
—Te explicaré, mi amor. Este es un caso médico. Todavía no pude encontrar, a pesar de haberle hecho un examen exhaustivo, la causa de su problema; pero, su doctor sospecha que ella sufre de melofobia, un miedo irracional a la música. Luego de haberse hecho todos los análisis, constatando que físicamente no tenía nada, la llevé a un siquiatra, y este me dijo: «Después de rigurosos interrogatorios a ella y a todos los miembros de la casa —como habrá comprobado—, el problema pudo surgir a partir de la muerte de su marido». Le pregunté en qué se basaba para sospechar eso, y él me dijo:

Según me consta, su padre murió de cáncer, sufrió una larga enfermedad crónica, y todo ese tiempo se pasó escuchando música día y noche, ya que tenía la convicción de que eso lo tranquilizaba, le impedía pensar y martirizarse; y, como consecuencia de esa costumbre, su madre pudo desarrollar la fobia, a partir de la idea de que la música no pudo impedir que su marido sufriera, porque me comentaron que sufrió de cáncer de huesos, un tipo que crea unos espantosos dolores, prohibiendo su madre que se le administrara morfina, para no perderlo de la realidad. Es decir, existe en la mente de su madre una asociación inconsciente entre el gran padecimiento y la música, y me atrevo a decir que un sentimiento de culpa por dejarlo sufrir tanto.

Eso fue, a grandes rasgos, lo que me dijo el doctor. Existen días en que su oído parece más agudo, y otros en que se comporta normalmente. Yo no estoy muy seguro, pero me siento impotente todavía para ayudar a mi madre. Lo que sí te puedo afirmar es que no es una reacción de una mujer amargada. Su enfermedad es real. Ella escucha la música desde lejos, hasta en la sopa. Siempre anda con los oídos taponados; pero, de igual forma, puede identificar algún sonido musical que le llega. Y si fue grosera contigo es porque sus nervios están muy sensibles.

—Entiendo —dijo Matilde—, y me duele que esté sufriendo de algo tan importante como es la música. Yo no podría vivir sin música. Y, por lo que estoy pasando en la casa, quiero creer que esa fobia ha repercutido en su carácter, en la intolerancia que demuestra a todo lo que le disgusta… Creo que todo le molesta… ¿Por qué no me comentaste antes este problema?
—Pensé que el problema no era tan grave, que en nuestro cuarto tendríamos privacidad total. Además, mi madre me había hecho jurar que no le comentaría a nadie. Odia saber que puedan mirarla como una minusválida.
—Ya ves lo que ha pasado. Tú sabes que las canciones que yo escucho no son estridentes. Casi nunca escucho Twist o Rock and roll. Así que, te repito, mi amor: mudémonos.
—Lo que más odia ella es la música clásica.

Era una situación difícil para nuestro hombre, el papel más espinoso que recordaba desempeñar. Metido en el medio de las dos mujeres a quienes más amaba en la vida: su madre y su esposa, enfrentadas en posiciones irreconciliables. ¿Qué podía hacer él: divorciarse, romper relaciones con su madre? Le repugnaba la desconsideración de ambas, el hecho de que, durante todo el tiempo de la rencilla, no le hubieran tenido en cuenta para nada, que no pensaran en él, que no dijesen, por ejemplo: «No, no podemos enfrentarnos; seamos amigas, por Carlos».

Bueno, la fisura ya estaba hecha, la inundación era un hecho consumado; no era cuestión de lamentarse; tampoco se trataba de culpar a ninguna de ellas, de perderse en una retórica alienante, sino de actuar, de solucionar el conflicto o, por lo menos, encontrarle una salida civilizada. Por suerte, Carlos era una persona práctica y realista: analizaba la situación tal cual sucedía, evitando perder mucho tiempo en pensar cómo le habría gustado que sucediesen los hechos, y tratando de no dejarse llevar nunca por la ira. Soportó, en aquel caso, con bastante dominio de sí mismo, las voces del demonio de la discordia.

—Es una historia larga —continuó ella—, que arranca desde el primer día en que pisamos esta casa. Nunca quise hablarte del problema porque me daba miedo que lo interpretaras mal. Lo cierto es que no soporto más, mi amor; quiero mudarme…
—Pero, Matilde, piensa bien en lo que estás diciendo. Quizás sólo se trate de un sofoco momentáneo. ¿No deberíamos analizar la situación? ¿Sabes lo que representa una mudanza? ¿No tienes en cuenta la gran distancia que existe entre tu casa y la facultad; sin embargo, aquí estoy a tres pasos.
—No hay nada que analizar, Carlos Roque —cuando lo llamaba por su nombre completo era para evitar que él tratase de ablandarla por el lado sentimental, para mantener una cierta distancia—. Quiero irme a cualquier parte, aunque más no sea a un cuartucho que se encuentre cerca de la facultad. Me estoy enfermando, lo siento. Tu madre me hace la vida imposible, me persigue, me observa, me tortura, todo le disgusta, no solo la música, cualquier cosa que yo haga o diga. ¿Acaso es tan difícil que lo entiendas?
—Está bien —aceptó, finalmente, Carlos— comprendo. Conozco a mamá y sé que la convivencia con ella no es fácil —luego, para pasarse decididamente al bando de su mujer, agregó—: es más, me parecía raro que pasara tanto tiempo sin enfrentarte con ella. Nos mudaremos, pero te advierto que no la pasaremos muy bien: me falta un año para recibirme, no tengo ingresos fijos, y dependo de lo que mamá me aporta.
—¡Vamos a mi casa! Ellos van a apoyarnos en todo lo que necesitemos.
—No sé, mi amor, no sé qué opinará tu padre. ¿Recuerdas que se había molestado conmigo por no habernos mudado con tu familia?
—No, no… —se apresuró en buscar las palabras exactas—. Ellos estarán encantados (ya había hablado con su madre sobre la posibilidad). ¡Déjame hablar con ellos!
Después de meditarlo unos instantes (no quería aparentar una debilidad de carácter), Carlos respondió:
—Está bien, querida. Habla con tus padres. Pero, antes de todo, te pido que te reconcilies con mi madre.
—No hace falta. No tuve enfrentamiento alguno con ella, ni ahora ni antes. Siempre me he callado ante sus atropellos; siempre he sido yo quien cedía a sus caprichos, aun cuando me sentía dueña de la razón. Aunque te cueste creerme, te digo que me he esforzado mucho por agradarla. Traté de adaptarme a sus gustos, a sus reglas; en varias ocasiones he desistido de visitar a mis padres, solo para evitar su maledicencia. Me ha hecho sentir como una cualquiera, arrojándome en la cara sus sospechas; y a pesar de todo, no le guardo rencor. Solo te pido que me saques de aquí; deseo vivir tranquila contigo.
Matilde no decía la verdad verdadera. Ciertamente, no tuvo nunca un enfrentamiento directo con su suegra; pero ella sabía protestar —y hasta gritar— en un lenguaje gestual sutil e inteligente que ni la misma Manuela podía percibir. Y este lenguaje jamás utilizaba en presencia de su marido.

—Está bien, está bien, mi amor. No hablemos más de esto. Me has convencido. Quiero que te sientas en paz, feliz para mí.
—Gracias, querido —dijo ella, con evidente expresión satisfecha, mientras abrazaba a su marido, para besarlo efusivamente.

Esa noche, después de mucho tiempo, después de hacer el amor con mucha ternura, así como a ella le gustaba, Matilde tuvo un sueño sosegado. La relación alcanzaba su pico de placer de mayor altura.


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La frialdad de Matilde en la cama siempre fue circunstancial. Ella era una amante apasionada cuando las condiciones de su convicción sexual se cumplían, aunque su pasión tenía sus altibajos (su yo consciente no podía contra los demonios que generaban verdaderas luchas por el poder en su interior). Con escasa voluntad imaginativa durante el acto sexual, se negaba a los juegos que le sugiriera su marido mientras no satisficieran su noción de erotismo noble, y nunca se molestaba en ser ella quien llevara la iniciativa. Bueno, para ser más exacto, ahora estoy recordando un hecho aparentemente trivial que, sin embargo, pudo haber determinado (creo que sí) esa negación a tomar cualquier iniciativa durante el acto sexual. Cuando la pareja estaba viviendo una de esas cortas primaveras de lujuria, donde la noche de romántica luna inundaba la alcoba; una noche en especial, en que habían pasado excelentemente, saliendo a cenar con Carol y Ramiro, y habiendo tomado Matilde unas copas de champán (era la única bebida alcohólica que ingería), se le ocurrió a ella comportarse con más soltura que de costumbre, como pretendiendo (quizás) intentar una apertura íntima más acorde a la búsqueda de ese ideal que anhelaba trasmitir a su hombre, intentar acariciar y besar a su marido como nunca antes lo había hecho, enseñarle la ternura mostrándose espontánea y cariñosa, tiernamente agresiva, gatuna, amazonas que deseaba cabalgar; en fin, fue una noche en que se decidió a tomar la iniciativa, tratando de emular ingenuamente a esas mujeres dominantes (con látigos) que había leído en alguna revista del pasado, y lo único que logró fue dejar a Carlos, primero, sorprendido, y luego, frío como una barra de hielo.
Hasta varios años después, Carlos no pudo comprender cómo había sido tan imbécil, tan pelotudo, para no seguir el juego erótico que le había propuesto su mujer. Su desgraciado machismo le hizo una mala jugada. No pudo digerir que su mujer tomase la delantera, la iniciativa, la tarea que creía de exclusividad masculina. No sé, no estoy seguro; pero, lo cierto es que Matilde captó en el acto la falta de respuesta a su erótica propuesta (lo que le había costado el martirio de Sísifo) y, muerta de vergüenza, permitió que esa noche la duración del acto sexual, que en esos periodos de buena química solía exceder las dos horas, esta vez no pasase de los treinta minutos, absolutamente insuficiente para el amante equivocado, teniendo que tragarse, además, el hecho de que ella, en menos de un minuto, se quedara profundamente dormida. Nunca más Matilde se insinuó sexualmente a su marido.



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Apenas despierta, Matilde se levantó bruscamente impulsada por el recuerdo de la charla con su marido. El trascurrir de las horas de la noche, que solía ser silencioso y cruelmente lento, esta vez fue doblemente martirizante, con insomnios intermitentes, y el acoso del temor de que Carlos pudiera arrepentirse de su promesa. Pero espantó a todos esos pájaros demonios que revoloteaban en su mente y se incorporó de un salto. «Vamos, Matilde, no te detengas —se dijo a sí misma, mientras se daba una ducha con abundante agua tibia, buscando despejarse—. Este es el camino correcto; no permitirás que cambie de idea».

Al cabo de unos minutos se puso en campaña para hacer realidad la mudanza. Al fin de poder seguir su vida lejos de su suegra, cualquier ajetreo era una tarea grata que ella pensaba emprender con mucho entusiasmo. En el curso del día no le hizo ningún comentario a su suegra sobre el asunto. Esperaría a que la mudanza fuese un hecho irreversible, para después recién dejar que Carlos sea el que le comunique la mudanza. No pudo impedir sentirse presa de un sádico contentamiento. Ese adiós seco con que pensaba despedirse sería su pequeña venganza, la única bajeza que se permitiría para resarcir en algo toda la humillación sufrida a lo largo de los últimos ´meses. «En la venganza, el débil siempre es el más feroz», había dicho Maurice Barrès. Poder observar la expresión de incredulidad, primero, y contrariedad, después, en el rostro de Catalina, sería el único e inmenso placer que se concedería. Reinaldo comentó alguna vez que una confrontación, con expresiones faciales y lenguaje corporal, entre dos mujeres, era más devastador que el enfrentamiento masculino a puñetazos. Matilde sintió latir fuertemente su corazón. Sonreía maquinalmente, fuera de su voluntad. Parecía una niña que observaba extasiada el castigo a que es sometido el niño que la hizo llorar.
No esperó que terminase la mañana para correr hasta sus padres y comentarles el acuerdo que sellaran con su marido. Ellos, por supuesto, aceptaron encantados. Soledad no se perdería por nada del mundo la ocasión de ayudar a la pareja, de intervenir sutilmente en las conversaciones de sobremesa, de planchar alguna camisa de Carlos (y que éste se enterase), en busca de ganar mayor influencia, de lograr que su yerno la respetara y la apreciara, y de conseguir también ella su propia venganza sobre Catalina.

Matilde y Carlos acordaron mudarse el fin de semana siguiente.


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Cuando llegó el día de la mudanza era una soleada mañana del diecisiete de octubre de 1961, que coincidió con la masacre de París, donde la represión sangrienta de una manifestación de argelinos arrojó casi doscientos muertos por parte de la policía. Todos los medios hablaban del tema.

—El presidente Charles de Gaulle había expresado que era «un asunto secundario» comentó Carlos a su suegro esa noche.
—Así es la realidad geopolítica del mundo —le replicó Reinaldo, resignado a las injusticias que a diario se cometían en el mundo y en el país.
—Imagínese que el héroe de la resistencia contra el nazismo, supuesto luchador por la justicia y la libertad del hombre, se ha convertido este día en cómplice, encubridor y responsable de un horrendo genocidio. Estoy indignado.
—Mi consejo es, estimado Carlos, que como simples observadores que somos de la realidad, no deberíamos reaccionar emocionalmente. Carecemos absolutamente de algún arma para interceder en los acontecimientos. Pienso yo que nuestro papel debería ser el de un historiador: charlar sobre los hechos con frialdad científica, así como lo haces frente a los enfermos terminales.
—Es cierto, suegro. A veces, siento que tomar partido puede llevar a alguna enfermedad.

Estaban a mitad de primavera, pero el verano sofocante había llegado ya con todo su rigor, notándose visiblemente el cambio de humor en las personas. Parecían menos animadas, dispuestas con mayor dificultad para las bromas y los chistes.

Matilde, con la diligencia que otorga la ansiedad de concretar su deseo, lo tenía todo preparado. Solo era cuestión de que el vecino contratado llegase con su vieja camioneta Studebaquer, cargase las pertenencias y se marchase. A Catalina le informaron ese día, un par de horas antes de partir, cuando era ya imposible cualquier debate sobre el tema. Le dieron la torpe excusa, que hirió el amor propio de la agria señora, de que Matilde se sentía muy sola y necesitaba la compañía de su madre, ya que Carlos pasaba más horas fuera que dentro de la casa. «Y parece que está embarazada», le mintió a su madre; mentira piadosa que buscaba justificar aún más la mudanza.

En el ajetreo de la estiba, Matilde se mostraba radiante; había recuperado su permanente sonrisa y una vitalidad extraordinaria. Iba y venía ayudando a cargar las cajas, las valijas, como si se preparase para un largo viaje de vacaciones, de placer, lo más lejos posible de aquella rutina desagradable, de los sinsabores que tuvo que soportar (seis infinitos meses).
—Toma, toma, esto es para ti —le decía a uno de los estibadores, pasándole un vaso de agua fresca, mientras se secaba el sudor con un pañuelo y miraba de reojo a su suegra para pispar la contracción de sus facciones.

Matilde no se inquietaba por la incomodidad que denotaba Catalina, ni por la observación atenta que hacía de los detalles del ajetreo. De los pequeños ojos de la rencorosa señora salían rayos de resentimiento y frustración. Tal vez un sentimiento de culpa, por haber llevado a cabo una guerra sicológica inútil contra su nuera, se estuviese incubando en su subconsciente; pero, ella mantenía su postura erguida, la frente levantada y el mentón saliente; toda su arrogancia seguía firme, al menos para la gente que la rodeaba.

Antes que juzgar a Matilde, a quien consideraba un ser inferior, reprochaba a su hijo el haberse dejado manejar por su mujer, y el no haber logrado soltar los hilos de su titiritera. Veía con desazón el peligro de que la separasen finalmente de su hijo. «Qué gente. . . », pensó Catalina, desechando por pudor el adjetivo «jodida».
En un momento dado, la ingenua Manuela también quiso ayudar pero, ante un ademán de despiadado rechazo de Catalina, se puso muy seria y compungida y abandonó la zona.

Catalina intuía la razón real de la mudanza. La causa no podía ser otra que su relación con Matilde. Las frías relaciones, razón de la que ella no se hacía responsable, hicieron que la situación llegara a ese extremo. Un resentimiento furibundo se apoderó de ella; sentimiento que no afloraría jamás. Prefirió escudarse en la refinada hipocresía que ella había manipulado a lo largo de su vida con tanta habilidad. Nadie, ni Matilde, pudieron alguna vez predecir sus pensamientos ni sus emociones; era, en este sentido, una dama de piedra. Si decidió adoptar esta actitud de falsa resignación, se debió a la conciencia de comprender que, después de todo, los Martínez con los Miranda formaban ya una misma familia, y los enfrentamientos que pudieran desembocar en insultos desproporcionados, ofensas difíciles de perdonar, lo único que traería era bloqueos de comunicación. Ella sabía por experiencia que los enfrentamientos entre miembros de una familia provocan grandes incomodidades; pensó en el cumpleaños de Carlos. ¿Qué pasaría con ella si éste decidiera festejarlo en la casa de sus suegros? Pensó en su futura nieta. ¿Se resignaría a no tenerla en sus brazos? Así, pues, los acontecimientos sociales que indefectiblemente se presentarían, y en los cuales inevitablemente se deberían encontrar, fue la más importante razón para no dejarse llevar por su tirria.

—Mamá —empezó diciendo, Carlos, con evidente intención de consolar a su madre. Y, bajando la voz lo más que pudo, prosiguió—: vendré a verte dos veces por semana...; prometí no dejarte sola desde que papá murió... Antes de terminar la frase, abrazó a su madre, y por espacio de dos minutos la apretujó sin pronunciar una palabra más. Finalmente:
—¡Carlos! —le dijo Catalina suspirando a través de una gruesa lágrima— ¡Mi rey! Sabes que te amo… Sabes que, pase lo que pase, nunca dejaré de amarte.
Catalina lloraba y reía al mismo tiempo. Esta vez se dejó llevar por el sentimentalismo. Carlos se sintió libre de remordimientos.

Matilde se despidió de su suegra con un hipócrita: «Mil gracias, ‘suegri’ por su hospitalidad. Vendremos a visitarla siempre», y hasta tuvo el coraje de estamparle dos «besos de Judas» en ambas mejillas.
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Re: Novela: El amor en los años sesenta (Cap1, Cap2...Cap18)

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Primera parte Capítulo 18
PP 18



La mudanza provocó un cambio radical en la relación de pareja. Prácticamente, se invirtieron los papeles. En el viejo cuarto de soltera de Matilde, en cada rincón que había absorbido su infancia y adolescencia, ella se sintió a sus anchas, dueña de los privilegios hogareños que otorga la localía.
Como un animal salvaje que vuelve a la selva después de un cautiverio, se dispuso a cicatrizar las heridas del maltrato, los días aciagos, pero decidida a no permitir que se le causara ningún padecimiento más, y que nadie le prohibiera ejercer su libre albedrío (con responsabilidad, se entiende).
En contraparte, Carlos se convertía en el convidado, en el arribeño, obligado a adaptarse a las reglas que funcionaban en la casa de los Miranda. Debía, por tanto, comportarse a la defensiva, tanto en sus intervenciones en los intercambios con los miembros de la familia, como en el trato que dispensase a su esposa. Debía medir sus pasos con cautela, tratando de no hacer ruido cuando llegaba en horas inadecuadas. De dueño de casa pasó a ser huésped; y, esta diferencia, influyó en las relaciones, y se hizo presente en la intimidad del lecho conyugal, donde los ruegos y los forcejeos se volvieron más insistentes, y casi siempre frustrantes para Carlos. En la casa de su madre él podía hablar con normalidad; pero, en la de Matilde debía hablar en voz muy baja, casi en susurros, debido a que su cuarto se situaba muy cerca de los otros.
El excuarto de Matilde era amplio, entre veinte a veinticinco metros cuadrados, con el techo alto de tejas españolas colocadas sobre tejuelas que, a su vez, se ubicaban sobre alfajías y tirantes (sin cielorraso), donde colgaba un ventilador funcionando día y noche en verano, una esquina donde la humedad había subido desde el muro de nivelación mal aislado hasta un metro de altura, descascarando la pintura. La pintura era de color ocre, que a Carlos le pareció apagado, triste. Se dijo que él mismo lo cambiaría por un tono celeste grisáceo —un color que le agradaba y que Matilde no desaprobó cuando le había comentado su idea.
Para ir al baño no se hacía necesario salir de la habitación. Una puerta daba a un vestidor y luego a la zona de los sanitarios. Cuando Carlos pasó por ahí para inspeccionar lo que sería parte importante de su hábitat, encontró que los azulejos decorados se hallaban en bastante buen estado, aunque con sus arabescos algo en desuso. Lo que le abrumó fue ver que un mundo de seres vivos se había adueñado del sitio, pues actuaban con total descaro. «Aquí, una buena fumigación con DDT», pensó, sin saber que este producto podía dañar con más facilidad la salud de su hija, y que se encontraba ya en la lista negra de los insecticidas por sus efectos nocivos en el hombre, y que sería prohibido en los primeros años de la década del setenta.
Las cosas se complicaron realmente para Carlos a partir del día en que recibió la noticia de que su esposa había quedado embarazada (la mentira a su madre se volvió verdad). Luego de la natural alegría ante el hecho grandioso de esperar un hijo (su primer hijo), empezó para él un largo calvario de sequía sexual que duró nueve meses. No es que haya pasado todo ese tiempo en cuarentena, pero las esporádicas relaciones que se dieron fueron como si tuviese que someterse a un proceso kafkiano de nunca acabar. Nueve meses de noches de rechazos y largas horas de sacrificadas pugnas, diálogos estériles, broncas y ruegos, por obtener una cópula con su propia esposa. Matilde llegó a sentir hostilidad inexplicable por él, y había noches en que no le permitía ni siquiera que la toque. Lamentablemente para ella, durante el tiempo de su gravidez no sentía deseos de hacer el amor, carecía de apetito sexual, su libido se encontraba en retirada; y, a duras penas y en contadas ocasiones, aceptó satisfacer las necesidades de su marido. En ese lapso de frialdad ella veía la relación sexual como una necesidad exclusiva de su hombre; lo veía como un hambriento que necesitaba alimentarse. Al meditar en ello, sintió que la atracción sexual, de mucho valor en la vida conyugal, se escapaba de su voluntad, y le dio lástima ver a su marido tan lejos de su muda carnalidad. Quizás, en su honda conciencia, pretendía que Carlos también sufriese esa desmotivación que ella sentía, para que ambos pudieran esperar sin traumas el instante del retorno del mutuo deseo.
Interpretando esa inapetencia como una pérdida de interés hacia su persona, Carlos se desesperaba cada vez más, condición que lo llevó a una necesidad de posesión sin sentido, que ya no se originaba en los impulsos de su masculinidad, al llamado del instinto, sino en una obsesión psicológica. El no poseer lo que él consideraba suyo le atormentaba de tal manera intensa que incidió en la marcha de sus estudios; y se vio, con vergüenza de sí mismo, en la necesidad de volver a la práctica de la masturbación. Todos esos meses angustiosos fueron una cosa de nunca acabar. Al requerimiento seguía el rechazo. Pasaron noches en que amanecieron debatiéndose en una lucha dialéctica absurda, donde él procuraba convencer y ella no se convencía.
—Pero, mi amor; no te entiendo... Por lo menos explícame qué es lo que te pasa. Esto no puede ser... —se tocaba la nuca, desordenaba sus cabellos, miraba a su mujer con ojos suplicantes.
—Nada, no me pasa nada, Carlos, ni yo entiendo lo que me pasa; simplemente, se me fueron las ganas, y ni yo puedo conocer el porqué. Tal vez otro día... , mañana... Te pido un poco de paciencia. Tienes que comprender mi estado. Por favor, mi amor, sabes que te quiero mucho.
Él se volvía loco. «Ya no me quiere —pensaba—. Solo dice eso para no atormentarme». Todo su castillo de cristal, sus sueños más trascendentes, los recuerdos más hermosos de su vida al lado de ella, se vinieron abajo. Fue realmente una época dura para el pobre hombre; una época de preocupación constante que no le dejaba en paz, donde era perseguido por la idea de perderla. Había un poema, un soneto escrito por su compañero de facultad y amigo, Ramiro, que una vez, al leerlo, le llamó mucho la atención, y ahora lo recordaba. Fue a buscarlo entre las páginas de su libro de Anatomía, y lo leyó dos veces con mucha concentración:

Fragilidad del amor

Mil veces extraviaste en el camino
el rumbo de la dicha; prometiste
amarme en los reveses del destino,
una lluvia de sol me prometiste.

Otras veces, tu piel, en el apego,
abrasaba la loca fantasía,
abrasaba mi gris melancolía
el manto de tu luz y puro fuego.

Hoy veo en el jardín la eterna rosa
sostenerse regada en la frescura
de las noches serenas, la ternura.

Pero persiste en mi ebriedad celosa
el miedo de tenerte y no tenerte,
el miedo a la mañana de perderte.

Se quedó pensando un largo tiempo. Realmente, el poema era un calco de sus sentimientos. El pensamiento que le agobió en aquel momento era saber si podría escapar de esa prisión de miedo donde se encontraba atrapado.


000


Por el lado de Matilde sucedía que cualquier desazón permanecía por mucho tiempo martillando su conciencia, después de que Carlos la dejaba sola para ir a la facultad. En seguida comenzaba a rememorar cada una de sus palabras de él, cada uno de sus actos, y veía cómo pesaban en su estado de ánimo. Con frecuencia se dirigía a su madre buscando otra mirada de la realidad, algunas de sus ingeniosas salidas que lograban arrancarle de su inquietud, del círculo vicioso de sus pesimistas pensamientos. El increíble optimismo de Soledad, su gran amor por la vida, siempre eran unos brazos cálidos donde podía guarecerse.
Carlos era un hombre que leía lo referente a su carrera, que siempre estaba cultivándose en lo que le concernía profesionalmente; y, cuando se trataba de temas que lo tocaban, aunque se encontraran fuera de su especialidad, de igual modo se las arreglaba para investigar. Así, pues, ante el problema que se le había presentado, se puso a buscar material sobre el tema, con la esperanza de encontrar alguna solución posible. Leyó que el sexo puede disfrutarse mucho y de manera especial cuando la mujer está embarazada; que no existen razones fisiológicas para interrumpir las prácticas en ese sentido. Sin embargo, también es habitual que, en las mujeres, durante la gestación, el sexo sea menos frecuente e incluso pueda desaparecer. Esto podría deberse a los niveles de hormonas, a las náuseas, al cansancio, a los dolores musculares, al insomnio; y, aparte de todo esto, al miedo de lastimar al bebé. Lo único que se le grabó en la mente a Carlos fue aquello de que el embarazo no debería impedir el disfrute sexual. Pensaba que las dificultades podían ser vencidas. Se negaba a aceptar el razonamiento alternativo y solo vivía el rechazo con sus propios temores y recelos. Si se mantenía en su obcecación era porque se decía a sí mismo que el bajón era pasajero, y que con el transcurso de unas semanas la situación cambiaría. Cuando le comentó, con palabras sencillas y amables lo que había leído, Matilde, también con mucha paciencia le replicó:
—Escucha, Carlos, te leeré lo que encontré en una revista. Se refiere a nuestro tema:

El peso de la barriga, los dolores musculares, el insomnio o el sueño en exceso, la retención de líquidos…, todo esto hace que la mujer solo quiera mantenerse en reposo.
La autoestima, el sentirse poco atractiva, la psiquis, la postura que se adopta durante el coito, la relajación, la tranquilidad ambiental del momento… cualquier cosa influye.
Durante el embarazo las hormonas vuelven a la mujer mucho más sensible. El aumento de la secreción de prolactina (Carlos sabía qué cosa era esto) al final del embarazo puede incidir en la pérdida del apetito sexual.
Otro de los factores que participa en la inapetencia sexual de la gestante es la rutina. El no estar capacitada para experimentar los juegos sexuales y las posturas de antes, y el estar consciente de lo que va a suceder conlleva a una pérdida de la libido.
Durante el embarazo la inapetencia sexual puede acrecentarse, sobre todo, si la vida sexual de la pareja antes de concebir al bebé no era óptima.

Matilde le puso énfasis a la última parte del artículo.
—La prolactina es una hormona que estimula la secreción de la leche a través de una acción directa sobre la glándula mamaria —le explicó Carlos, haciéndose del indiferente ante la indirecta de su mujer.
Pero a Carlos el artículo no le hizo cambiar su criterio sobre el problema. Más bien, le pareció una enumeración de conceptos feministas. Negándose a aceptar la posibilidad de que el hijo engendrado tuviese algo que ver con el asunto, convenciéndose de que solo hacía falta un poco más de voluntad por parte de Matilde. «¿Acaso, como se hace un favor a un amigo, no se puede hacer un favor a un amante?», pensaba. Se volvió cada día más testarudo, como esos niños que no se cansan nunca de pedir, sin importarles si sus padres tienen o no el dinero para comprarles sus caprichos, ciego al análisis criterioso de la situación y a intensificar la demostración de afecto a su mujer, camino por el cual quizás hubiera podido encontrar las causas que lo llevasen a disminuir la tensión creada por la crisis. No. Él pensaba que su mujer se comportaba como una chiquilla perturbada por los cambios que sufriría su imagen, el miedo a verse fea, desmoldada, a que se le cayeran los senos. Y consideraba esto como una estupidez, una frustración personal absurda, porque pensó que ya había alcanzado la desinhibición frente a él. «Se niega por el placer de negarse», pensaba en los momentos de irritación. «Su madre le habrá enseñado cómo manipularme, cómo crear una dependencia total mía, una sumisión que en este momento golpea mi hombría». Esta sospecha iba madurando lentamente en su memoria, como consecuencia de las esporádicas noches de amor, donde nunca se le entregaba con plenitud como muchas veces lo había hecho. No le entraba en la cabeza que Matilde, en su fuero interno, anhelara entregarse con prodigalidad en cada acto sexual, y que su traba, sin quererla, era que lamentablemente no podía lograrlo, que lastimosamente los ardores no acudían; y que, precisamente, su ceguera, su falta de voluntad para encontrar y enfrentar el problema, fueran la causa de que ella sintiese la necesidad de aquel rechazo.
La situación, como una deuda cuyo pago se va refinanciando constantemente, no llegó nunca a una instancia explosiva. El juego cruel se fue estacionando sobre las mismas reglas de siempre, convirtiéndose con el tiempo en una costumbre que los dos sobrellevaban como si deseasen las agitaciones masoquistas que surgían a través de ello.
Carlos quería hacer un último intento aquella noche, y le dijo a su mujer:
—¿Qué te parece, mi reina, si te hago un buen masaje?
—Hoy por favor no, querido…
—Y luego nos damos juntos una buena ducha. Este calor es agobiante —siguió Carlos, sin escuchar a su esposa.
—Hoy no —volvió a repetir Matilde—. ¡Mañana! Te prometo que mañana lo haremos. No te enojes, mi amor.
—Pero, que sea cierto. Muchas veces me has dicho lo mismo.
—No te enojes, mi amor. Te prometo que será mañana.
«Una vez más —pensó Carlos—, pero mañana no dejo pasar; no le permitiré que siga con su negativa».
A pesar de los problemas conyugales que Carlos debía soportar y que lo mantenían en una vigilia permanente, encontró la suficiente fuerza de voluntad para proseguir con sus estudios. La convicción que tenía por terminar su carrera era tan fuerte que, casi mecánicamente, se encaminaba hacia su culminación. Ese esfuerzo le ayudaba a mantener su propia individualidad y autoestima, además de brindarle el respeto de los parientes y amigos. «Ser alguien en la vida. Ser autosuficiente». Estos conceptos repetidos infinitas veces por su madre, se habían grabado en su memoria, marcándolo a fuego y calando hondo en su voluntad de vida. Conquistar el título de médico cirujano era la coraza que necesitaba para desenvolverse con comodidad dentro de la sociedad afectada en la cual vivía y, al mismo tiempo, para ganarse alguna consideración mayor de parte de su esposa. En realidad, añoraba la época en que ella lo admiraba incondicionalmente, la época del noviazgo, donde Matilde lo miraba de otra manera, absorta en sus más mínimos gestos. Necesitaba recuperar esa fascinación de su mujer, sentirse el superhombre como ella lo veía no hace mucho tiempo (Exageraba un poco, porque Matilde seguía amándolo con el mismo sentimiento). Careciendo de un título detrás del cual guarecerse, se sentiría desnudo, desprotegido, sin posibilidades de concretar sus sueños más acendrados, sus ambiciones más íntegras y honestas, su sueño de crear una familia feliz. Por primera vez en su vida se sentía necesitado de una conquista social; antes él pensaba que una mujer debería amarlo por lo que era y no por lo que poseía. Evidentemente, Carlos estaba madurando con mucha rapidez, comprendiendo las leyes de la realidad que gobiernan las relaciones humanas. «Ninguna mujer amaría a un pobre infeliz», solía repetirse a sí mismo.
Como consecuencia del tesón que demostraba, él había recibido la consideración respetuosa de sus suegros; y no solo respeto: ellos lo admiraban. Soledad, por ejemplo, desde que se concretó el matrimonio, siempre pensó —y se lo dijo a su marido— que Carlos era el mejor partido que Matilde pudo conseguir en la vida. Una vez le había dicho a su hija: «Te has casado con el tipo de hombre que millones de mujeres sueñan».
Reinaldo, cuya edad le abría a la conciencia sobre el deterioro paulatino de su salud, se sentía entusiasmado con la idea de tener un médico dentro de la familia, en su propia casa. Hacía unos meses le diagnosticaron hipertensión arterial y diabetes, sorpresa que causó un gran impacto en su modo de ver la vida y en su ánimo. Por primera vez dejó de pensar que el futuro se hallaba todavía lejos, y que su pecho era el de Tarzán de los monos; ahora se había acercado distraídamente, sin llamar la atención, arrinconándolo en la zona temporal de los enfermos crónicos. Ahora ya no podría vivir libre de los fármacos, ahora sería un esclavo del imperio farmacéutico. Sus pastillas y cápsulas y jarabes pasarían a formar parte del ritual diario de su existencia. Y para más yapa, su vecino Obdulio le había dicho que los medicamentos influirán indefectiblemente en su rendimiento viril, y que tendría que ir pensando ya en los yuyos erotizantes que debería agregarle a su mate; y en las comidas afrodisiacas, a su dieta.
Por su parte, Soledad, comprendía perfectamente que la coronación profesional de su yerno impulsaría la imagen familiar en el seno de la sociedad (pensaba, más bien, en el barrio y en el entorno de amigos y familiares), sin prestarle mucha atención al cambio de semblante de su marido.
Así fue llegando Carlos a los últimos exámenes sin estrellarse en ninguno. Su éxito, materia tras materia, era contundente, como contundente era el desgaste de su vida privada. No obstante, no perdía la esperanza de que la culminación educativa, hecho que conllevaba la pronta independencia económica, le ayudase a mejorar su intimidad, y le brindase el derecho de asumir por completo su papel de hombre de dominio (hombre de la casa).
En cuanto al embarazo, el proceso se desarrolló de una manera normal, sin ningún tipo de contratiempos. Descubrió que le encantaba ver a su mujer desnuda. Le sacó varias fotografías (pretendían ser artísticas) en blanco y negro, libre de insinuaciones eróticas, ya que acordaron de que las fotografías iban a ser mostradas a los familiares. Reinaldo fue el único que se negó rotundamente a mirar dichas fotos. Le pareció un exhibicionismo de mal gusto.
Lo cierto fue que —¡por ventura!—, se produjo un cambio en Carlos en los meses siguientes, justo en el tiempo que Matilde más lo necesitaba. Se dispuso él a cuidarla con mayor atención, le masajeaba todos los días la panza para evitar las posteriores ingratas estrías, la mimaba diciéndole que estaba linda, a pesar de que ella tenía los pies hinchados y sentía una especie de agobio y se obsesionaba con limpiar todo el tiempo el cuarto donde dormiría el bebé con ellos. Puede parecer algo incongruente con la situación que se estaba dando; pero, Carlos, se atuvo a la voluntad sexual de Matilde (las incursiones fueron esporádicas), sin quejas, sin reclamos por parte de él; en vez de ello, se preocupó por el bebé, y le incitó a ser un poco egoísta y a disfrutar de su embarazo, haciendo aquello que realmente le apetecía hacer.


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Re: Novela: El amor en los años sesenta (Cap1, Cap2... Cap19

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Primera parte, Capítulo 19:
PP 19


En la casa de los Miranda la armonía familiar se estaba resquebrajando a causa de la conducta libertina de Facundo. Trasnochaba mucho, casi todos los días y, en no pocas ocasiones, llegaba en evidente estado de embriaguez. Su madre, Soledad, vencida por la crispación de sus nervios, no lograba dormir con normalidad, y este hecho repercutía, a su vez, en el descanso de Reinaldo, que se despertaba casi siempre malhumorado, yéndose a trabajar con evidentes signos de frustración y disgusto. Este señor que, aparentemente, demostraba un rígido apego a los códigos morales, ante una cierta pusilanimidad para enfrentar abiertamente a su hijo, se prodigaba en atormentar a su esposa, haciéndola responsable de las calaveradas del joven libertino.
—Siempre te dije que se perdería. Esto es consecuencia de tu tolerancia, de tus alas de gallina.
—¿Y qué hiciste tú para que no ocurriera? ¿Por qué me echas toda la culpa?
—Porque nunca pude corregirlo; siempre te metías en medio, para darle protección y defensa.
—¡No quiero escucharte! A buena hora vienes con tus injustos reclamos.
Así terminaban siempre las disputas, y la situación, inalterablemente, iba agravándose, sin que a Soledad le importase; ella, al espantar al depredador, se sentía ya tranquila al ver a su retoño libre de miedos y aflicciones.
Facundo recibía de sus padres, un trato frío y hostil, por parte de uno, y cariñoso, incondicional y sobreprotector, por parte de la otra. A veces quería ganarse a su padre, otras veces odiaba a su madre. No encontraba su acomodo en el seno familiar. Como no tenía ningún parecido con su padre, a veces dudaba de que él fuera hijo suyo. «¿Será esa la razón de su odio?, se decía, buscando una explicación razonable al maltrato recibido por años.
Solo la calle y los amigos (dudosos, por cierto) le brindaban el escenario donde manifestarse con naturalidad.
Fue así que, hundido en esa anarquía del comportamiento que en muchas ocasiones había llegado a lo delictual, conoció a Ramona, una prostituta de risa fácil que luchaba eternamente por salir de su condición; pero que, al mismo tiempo, sabía administrar el dinero que le llegaba por sus clandestinas actividades.

La prostitución estaba prohibida en Paraguay; pero, gracias al pago de coimas a la policía, el negocio prosperaba. Se armaba un quilombo, ciertamente, cada vez que sucedía algún escándalo: generalmente garroteadas terribles y, algunas veces, crímenes pasionales. En esos casos, cientos de ellos (incluidos travestis) eran apresados y llevados directamente al Destacamento de Caballería, donde eran rasurados de las cabezas y sometidos a trabajos forzados durante algunas semanas. Luego, nuevamente, eran arrojados a las calles, con sus bocas llenas de insultos groseros, gritando que cuánta plata ya habían perdido por esa desgracia, con sus miradas viciosas, sus caras bajo costras de cremas y coloretes, con sus largas piernas desnudas recorriendo las calles de las zonas rojas.

Ramona escapaba siempre de esas redadas porque, con unas amigas, habían encontrado un lugar discreto para esperar a sus clientes, donde solía rondar una misma patrullera con dos o tres policías dentro, lo cual abarataba enormemente el costo de la extorsión, ya que no había que pagar nada al comisario.
Ella tenía un cuerpo bien formado. Era una morocha aindiada pero de facciones mejoradas gracias al cruce de sangre de su ascendiente (sus ojos eran celestes). Su padre había sido un alemán (Gunther Pikler, probablemente nazi), que había llegado al Paraguay en 1946, que se fue a vivir a Curuguaty, el mismo pueblo donde había vivido exiliado el general uruguayo Artigas. Pikler se amancebó con una paraguaya de piel oscura y la tuvieron a Ramona en el año cuarenta y ocho. Todo el tiempo que vivió con su padre recibió de él una atención especial y una estricta y variada educación. Pero, luego, a la muerte de su progenitor, siendo muy joven, —apenas quince años —, cansada de esa vida aburrida al lado de su ignorante y resignada madre, se fugó con un camionero que transportaba rollos de madera y llegó a Asunción. Al poco tiempo se aburrió también de su borracho concubino; lo abandonó en uno de los viajes que hizo, y se puso a trabajar como sirvienta (con paradero desconocido). Campesina educada y de buen aspecto físico, que había llegado a la capital con el sueño de crearse un futuro propio, después de soportar humillantes explotaciones como empleada doméstica, un día mandó todo al demonio y se dedicó a complacer hombres a cambio de una paga.
Cuando conoció a Facundo vio en él al compañero ideal para intentar el anhelo de construir una familia. Lo reconoció como un hombre de mente abierta, de espíritu libre, y bebedor y jugador empedernido; y así fue porque, cuando le confesó que trabajaba como prostituta, Facundo, no solo no se escandalizó, sino que lo tomó con naturalidad, como imposición o gracia del destino, como algo que ocurre más allá de la voluntad de las personas.
Le fue fácil a la mujer imperar poderosamente sobre la voluntad del hombre. Aprovechando la química que existía entre ellos, Romy (como se hacía llamar), sacando a relucir todas sus armas de seducción, pronto tuvo al maleable «Facu» a sus pies. Con constantes regalos e invitaciones para cenar en buenos restaurantes, la fogosa pasión terminó por consolidarse, y se hizo inapreciable para Facundo cuando, en el día de su cumpleaños, recibió como regalo de parte de su amante una motocicleta Honda Benly de 125 cc. (modelo 1959), que le hizo arañar el cielo. A partir de ese momento, la pareja se hizo inseparable. Se los veía juntos por toda la ciudad.
Hemos dicho que Facundo conocía el quehacer de su mujer, y que lo tenía asumido; que llegó a parecerle normal que ella saliera en cada anochecer (a excepción de los domingos, por requerimiento de él), para dirigirse al centro y regresar a la madrugada. A partir de la obtención de la motocicleta, él mismo se encargaba de llevar a su mujer al «trabajo», y luego de buscarla a la hora convenida. Le preguntaba cuánto había recaudado. Ella le confesaba sin mentirle, y cada noche le daba un porcentaje para sus gastos. «Para el combustible, mi amor», le decía, con la delicadeza que le caracterizaba. Sin ninguna duda, ambos se habían compenetrado profundamente.
Una vez, un amigo que había descubierto su relación, le pidió una aclaración de su sentimiento. Él le respondió:
—Estamos en los años sesenta, siglo veinte, hermano. ¿Qué te puede asombrar ya? ¿Acaso los hippies que viven en comunidad, practicando el amor libre, no tienen hijos cuyos padres biológicos se desconocen? En Paraguay, la mayoría de los hombres son cornudos; y una inmensa cantidad de ellos reconocen como suyos hijos que son de otros. Bueno, yo soy un cornudo más, y encima, consciente: ¿cuál es el problema? ¿Qué diferencia hay con mi caso?: ¿la paga? Acostarte por dinero, o por una ideología, o por un físico bonito, o por la compañía de un triunfador social, es la misma porquería. Siempre existe un interés de por medio. El sexo nada tiene que ver con el sentimiento. Ella me ama y eso me basta. Además, tenemos nuestros códigos.
—¿Cómo cuáles, por ejemplo?
—Nunca está más de media hora con un cliente; siempre se baña antes y después; nunca pasa el límite de cinco clientes por noche, y llega al orgasmo solamente conmigo. Lo tengo comprobado.
—Pero…, ¿y la gente?
—Me importa un carajo la gente. ¿Acaso la gente me da de comer? Ella es quien me está ayudando ahora. Ella es la verdadera «gente».
Sin embargo, como lógico devenir, ya que Facundo tomó por costumbre conducir en estado de ebriedad, un día tuvo un accidente terrible al embestir contra otro vehículo en una bocacalle. Todos los testigos coincidieron en que Facundo venía con prudente velocidad, y que el lujoso automóvil fue el que no frenó a tiempo. Por suerte, no hubo desgracia mortal; pero, eso sí, el rebelde joven se llevó la peor parte, fue a parar al hospital con los huesos rotos, donde estuvo internado por varias semanas. Cuando, por fin, le dieron de alta, lo trasladaron a la casa de su madre, aún enyesado hasta el cuello, para iniciar la larga convalecencia. Soledad, en los primeros momentos del accidente, creyó morirse de enojo, aunque, poco a poco, fue recuperando su instinto materno, y se dedicó por completo a recuperar la salud de su hijo. Siempre odió las motocicletas. «Es una sentencia de muerte», solía decir. No le quedaba pues más que agradecer a Dios por haber salvado a su hijo y, al mismo tiempo, por enviar el escarmiento divino, para que a Facundo nunca más se le ocurra conducir una motocicleta. «Gracias, mi Dios». Hasta ese momento nadie se había enterado de la existencia de Romy.
Poco tiempo estuvo Facundo en su casa. Romy se sentía incómoda, porque Soledad no le brindaba familiaridad, la trataba como a una extraña, no la tuteaba.


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Las prostitutas tienen una forma altanera de moverse, de caminar como paseando, ciertos gestos peculiares, tics un tanto nerviosos, una mordaz sonrisa, una mirada atrevida, que las delatan lamentablemente.
Al otro día del accidente de Facundo, Romy se presentó en el hospital con los labios de rojo púrpura, una desafiante minifalda, unas medias de encaje y una blusa semitransparente. Su figura era imponente, desparramando lujuria a su paso; pero, para Soledad, quien estaba acompañando a su hijo, la mujer le pareció una sacerdotisa del pecado, una desagradable mujer de la calle. No podía tolerar que expresara su sensualidad tan explícitamente. Le crispaba ese comportamiento sin miedos, con las «polleras» bien puestas, para mostrarle al que la observaba lo que deseaba mostrar, y fue tachado por ella como el de una cualquiera, como un objeto sexual que goza al despertar lascivia en los hombres.
—¡Hola, mi amor! —exclamó Facundo cuando la vio.
—¿Qué te hiciste, corazón? —preguntó ella, mientras observaba por el rabillo del ojo a la señora sentada a un lado de la cama.
Qué chocante le resultaba a Soledad oír cómo la mujer le trataba a su hijo (a su niño) que tan solo tenía dieciocho años. Y se notaba que ella era por lo menos dos o tres años mayor que él.
—Solo un accidente. Un desgraciado me salió en una bocacalle. Mamá: ella es Romy, mi novia. Romy: ella es mi mamá, Soledad.
Ambas se saludaron muy fríamente. Ahí fue que Soledad se enteró que la motocicleta le había regalado ella a Facundo. «Primero eso de novia, y ahora esto», pensó. No le entraba en la cabeza que una mujer decente se comportara de esa manera. Sus sentimientos eran cada vez más repulsivos hacia ella.
—Tienes que volver a estudiar, Facundo. No puedes destruir así tu vida. Eres muy joven.
—Voy a ser tan rico como Paul Getty. ¿Verdad que sí, mi amor? –expresó, dirigiéndose a Romy.
—Tienes inteligencia y voluntad —le respondió Romy—. Claro que puedes llegar a ser muy rico.
Por su forma de hablar, por el esfuerzo que hacía para hablar el castellano formal, Soledad se percató de que la mujer era de discreta educación.
—Yo, mamá, no quiero ser como mi cuñado. Hace años que está estudiando y cada día está más pobre.
—No digas eso. Carlos tiene un futuro brillante. Ya verás, ya verás…


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Facundo tenía sus papeles personales y de la moto en orden. En esa época la mayoría de edad se adquiría recién a los veintidós años; pero, existiendo una ley municipal que permitía conducir motocicletas desde los dieciocho con permiso de los padres, Romy se había encargado de poner en regla a Facundo con las autoridades, coimeando. Y gracias a esta precaución tomada, pudo reclamar al conductor del auto que lo accidentó la indemnización correspondiente. El señor, de unos cincuenta años, con la cabeza plateada y buena presencia, dueño del Cadillac Eldorado, un auto caro, no quiso problemas de ningún tipo —menos con la policía—, ya que su acompañante, una mujer joven que, en el fragor del accidente, salió corriendo del lugar, complicó su situación, porque aparecieron testigos de la huida de la mujer. Llevó a Facundo al hospital, se hizo cargo de todos los gastos, le compró una motocicleta nueva (que Soledad se resignó a aceptar, con diarias oraciones donde pedía al Señor que cuide a su hijo); y, luego de la firma del acuerdo frente a un escribano, se despidió dejándole en un sobre, según lo acordado, lo correspondiente a dos sueldos mínimos. «Según los médicos deberás guardar reposo por más de un mes», le comentó antes de irse.
Facundo quedó más que encantado con el arreglo, porque el asustado señor no le había reclamado la moto chocada.
—La venderemos, amor —le dijo a Romy, entusiasmado por la cantidad de dinero del que pronto dispondría—, y nos iremos de paseo a Buenos Aires por una semana.
—Romy se puso feliz. Lo que más apreciaba de Facundo era que la trataba como a una dama y no como a una prostituta. Hacían cosas de la vida normal, como ir a los mejores restaurantes a cenar, pasear tomados de la mano por la calle Palma, atestada de gente, los días sábados a la mañana (ese día la municipalidad prohibía el tránsito vehicular), ir al cine, al río a refrescarse los domingos; en fin, mostrándose con ella en cualquier lugar sin ningún tipo de complejos. Aprovechando su reposo se dejó crecer la barba y a Romy le encantó verlo con aspecto de mayor edad.

«¡Oh, Dios mío!, cuida a mi hijo, por favor. No permitas que nada malo le suceda», remató Soledad, luego de haber rezado tres Creo en Dios Padre y un Padrenuestro. Se enteró que Facundo, con un brazo todavía enyesado, conducía su nueva moto con Romy como acompañante.

Una vez que cobró su indemnización y luego de haber vendido su moto chocada, Facundo postergó su viaje a Buenos Aires, porque se le ocurrió que la cantidad de dinero del cual disponía, no era suficiente.
—¡Vayamos al casino, mi amor! —exclamó Facundo, entusiasmado con la idea de apostar.
—Es peligroso, querido —se remitió a decir Romy—. Conozco ese ambiente. He visto miradas fuera de su órbita y manos temblorosas sobre el tapete verde; he visto mujeres como hombres abandonar el local con la cabeza gacha y la expresión horrorizada por la pérdida. Yo tengo mis ahorros, si nos faltase el dinero para el viaje.
—No, no, mi amor. No quiero que gastes tus ahorros. Siempre he tenido suerte en el juego. Probemos. Tengo una martingala que no nos puede fallar.
Cuando algo le entraba en la cabeza a Facundo, no había forma de hacerlo cambiar de idea, y Romy ya conocía esa faceta de su personalidad.
En estos actos impulsivos ella veía con claridad la clase de hombre que tenía a su lado. No era sino un joven inmaduro que creía ser dueño del mundo. Ella se sonreía cuando lo veía actuar así. Le embriagaba sentir la brisa de la juventud, esa vida de locura que no tiene en cuenta las consecuencias de sus actos, de algún hipotético error. Le aceptó su propuesta, y disfrutó del cariño, de las múltiples manifestaciones de pasión con que él la premiaba.
Habiendo llegado Facundo al casino, acompañado de una orgullosa Romy (cuando Facundo se vestía con ropas de calidad, despedía una estampa varonil que llamaba la atención de las mujeres), y entró en la sala de juego (no era la primera vez que iba, pero era la primera vez que llevaba consigo una significativa cantidad de dinero para arriesgarlo todo), dejó pasar un buen rato sin jugar. Se sentía superado por el gentío. Aunque abrazaba a Romy y ésta, con caricias y besos, lo tranquilizaba y lo invitaba a apostar, no le llegó enseguida la valentía de jugar. Le latía aceleradamente el corazón. El miedo de perder lo dominaba. La adrenalina lo tenía ciego, hasta el punto en que no se percató que una hermosa mujer lo estaba observando (Romy sí se percató y le echó a la «buscona» una mirada asesina). Pero, el deseo de ganar también hacía su lucha para imponerse en la voluntad del principiante jugador. Se repetía a sí mismo que de ese salón no saldría como había llegado; que un cambio radical iba a experimentar esa noche en su vida. Poco a poco, la confianza en sí mismo fue imponiéndose, y se puso a analizar cuál juego era el que más le convenía, de acuerdo a su intuición y a su bolsillo. Luego de observar unos diez minutos el juego de la ruleta, le pareció la más sangrienta forma de entregar uno su dinero a la casa. Pensó que era absurdo y estúpido esperar nada de ese juego. Juegues lo que juegues, al color, a los grupos de números mayores, menores, pares o impares, o directamente a los números plenos, siempre estaban ahí el cero y el doble cero, para dejarte sin chances en la lucha. Era una fuerza mayor que aparecía en el momento en que menos la esperabas, para dejarte golpeado y disminuido en tus fichas (estos razonamientos no eran muy convincentes —ni siquiera para él—, pues sabía que todos los juegos tenían los mismos riesgos, y los resultados dependían por entero de la suerte). Luego fue a observar el blackjack, también llamado veintiuno, y este juego le pareció un poco más mental. Podría basarse en una estadística apoyada en su memoria prodigiosa; pero, tampoco quiso apurarse para jugar. Se demostraba a sí mismo que él era el dueño de su voluntad. Caminaron hacia la mesa del craps, también llamado pase inglés; y, en el trayecto, se sirvieron, él un whisky y ella un champán. Luego de observar un buen rato el movimiento de los dados, le pareció que se adaptaba a su intuición de apostar, a su ánimo de esa noche.
—Aquí nos quedamos, amor —le dijo a su mujer.
Ella se ubicó detrás de él abrazándolo por la cintura y observando por encima de su hombro.
—Eres un ganador —le dijo al oído—. ¡Aplástalos, mi vida!
El destino hizo que tirara cinco veces seguidas el número siete, hecho que le dio a Facundo su momento de gloria. Muchos jugadores lo siguieron, apostaban a lo que él apostaba. Y cuando siguió ganando, acumulando fichas, todas las personas que rodeaban la mesa lo miraban como a un héroe; un triunfador en el juego y en el amor, porque, además de verlo recoger sus ganancias, veían también como besaba a su chica y cómo recibía por parte de ella todo tipo de arrumacos. Y el destino quiso que sus ganancias alcanzaran la misma cantidad que había traído. Entonces, Romy le pidió que parara, que dejase el juego. Él quiso seguir, «solo un poco más, mi amor; cinco pases más y nos vamos». Ella se puso intransigente. Le dijo que los nervios la habían destrozado (mentira piadosa), y le exigió que se retiraran de aquel lugar. Él no tuvo más que aceptar, se fue a cambiar sus fichas, pidió que le pagaran en dólares (pensando en su viaje a Buenos Aires), y se marcharon. A las pocas cuadras, Facundo empezó a gritar de alegría, golpeaba el manubrio de su moto, le agradecía a Romy haberlo sacado a tiempo del casino.
—Tal como me lo pediste: los aplastamos, amor —repitió como cuatro veces, mientras reía ebrio de éxtasis.
Cuando llegaron a su casa, ella le preguntó:
—¿Cuándo viajamos, cariño?
—En unos días, amor; tal vez, el lunes.
Era viernes. Al otro día, se despertaron tarde, a eso de las diez de la mañana, y la euforia de Facundo seguía. Como consecuencia de ese estado de excitación tuvieron sexo, mucho sexo, y de los buenos.
A la tarde, casi al oscurecer, luego de haberse duchado juntos, Facundo le dijo a Romy:
—Quiero ir de nuevo al casino esta noche, amor. Hoy es sábado. Salgamos a cenar y luego nos pegamos una vueltita por allá.
—Pienso que no te conviene. ¿Por qué buscas cambiar tu suerte?
—Al contrario: lo que busco es ratificar mi suerte. Llevaremos la misma suma que llevamos ayer; y si perdemos, te prometo que nos iremos a Buenos Aires con mi dinero y un poco de tus ahorros. ¿Te parece bien, amor? ¡Dale, mi vida!, dale ese gusto al hombre que te ama.
—No sé, Facu; en todo caso, llevemos una cantidad menor. —Estaba aceptando la ida, pero no lo quería ver triste ante una posible bofetada del azar a su entusiasmo. Tenía la premonición de que ir dos noches seguidas era tentar a los demonios.
—Está bien: llevaremos menos cantidad de dinero —aceptó Facundo. Dejó un veinte por ciento de la suma que pensaba llevar.
Esa noche, después de una romántica cena y unas cervezas encima, en el mismo restaurante del casino, pasaron al salón de juegos, donde intervino con suerte perra en el pase inglés. Tras esa intervención desastrosa, le dijo a su mujer:
—Hoy no se me da este juego. Vayamos de una vez a la ruleta; ahí recuperaremos lo perdido y ganaremos. Jugaremos al color, solo al color. ¿Rojo o negro, cuál te gusta?
—No, Facu, no me pidas que yo elija. Me sentiría muy mal si me equivoco.
—Está bien. Elijo el rojo. Le jugaré al rojo todo el tiempo, pase lo que pase. Esa será mi táctica.
Sucedió lo que en el juego se ha dado infinitas veces: el mal pálpito. Y se ha confirmado esa clarificadora sentencia de Ovidio que dice: «Para no perder, el jugador no cesa de perder». Dividió su dinero en veinte partes iguales, con la idea de apostar cada fracción al rojo. En la primera jugada, en el instante en que la bolita fue a caer en la casilla del negro, la respuesta expresiva de Facundo fue de indiferencia. Seguía siendo amable y atento con Romy. En la siguiente tirada, cuando el croupier volvió a anunciar el negro, Facundo dejó de abrazar a su mujer, como sospechando que ella pudiera estar trasmitiéndole la mufa (por suerte, ella no se tomó por aludida; de lo contrario, le hubiese armado un escándalo). En la tercera tirada vino de nuevo el negro. Ahí sus pensamientos empezaron a remolinear. Se apoderó de él la duda. Pensó en cambiar de color; pero, luego de un conflicto interno, el demonio terco le dijo: «¿cómo? ¿Vas a violar tu elección? Si llega a venir el rojo, te sentirás destrozado». Volvió a apostar al rojo y nuevamente vino el negro. Insistió una quinta vez y volvió a perder. Entonces, el demonio intervino de nuevo, diciéndole: «Has perdido un cuarto de tu dinero. Es imposible que vuelva a venir el negro. Apuesta íntegramente el otro cuarto para recuperar lo perdido. Aplica el concepto de la martingala». Le hizo caso al demonio, y volvió a venir el negro. «¡Apuesta toda la mitad que te resta! Recuperarás todo». «Sí, señor demonio». De nuevo vino el negro; y con ello, la noche se hizo negra para él. Le preguntó a su mujer si no le quedaba algún dinero. Ella sacó de su cartera una billetera y abriendo y mostrándole, le dio la exigua cantidad que, ante cualquier eventualidad, había traído. Volvió a apostar al rojo. No hubo caso. De nuevo, el negro; es más, vino dos veces más, ¡diez veces en total!
—¡Esto es obra de Satanás! —dijo un jugador, totalmente abatido, al igual que Facundo.
—Estoy de acuerdo. Es obra del diablo —aprobó débilmente.
Estaba enajenado de sí mismo. Se odiaba. Perdió la compostura con su mujer, caminando delante de ella a casi dos metros de distancia, cuando se dirigía hacia la puerta de salida, mientras instintivamente metía ambas manos en los bolsillos como buscando algún dinero extraviado en algún pliegue del mismo. No habló una palabra hasta llegar a su casa. No obstante, una hora más tarde, oyendo las palabras consoladoras de su mujer, se calmó, le pidió disculpas por su inadecuado comportamiento, le dijo que aceptaba su fracaso de esa noche, y agradecía a Dios el hecho de tenerla a ella a su lado.
Lo trágico fue que al otro día (domingo), con la excusa de ir a visitar a su madre, se fue de nuevo al casino con todo el dinero que le quedaba, y volvió con los bolsillos vacíos, quedándose sin un solo centavo. Se vio obligado a confesar a su mujer, porque debía anular el proyecto de viaje a Buenos Aires. «Muy pronto lo haremos, amor, te lo prometo», le dijo, viendo que ella aceptaba con resignación todo lo que había sucedido.
—De cualquier manera, ese dinero iba a ser gastado —le dijo ella. No le importaba las locuras que su «nene» hacía. Estar con él era suficiente—. Otra vez será lo del viaje, mi vida.
«Por suerte no empeñó su moto», pensó Romy. Esta mujer era muy astuta. Por nada del mundo hubiera deseado que Facundo se hiciera rico. Sabía que al otro día la abandonaría. Entonces, en lo hondo de su alma femenina, agradecía que su Facu se quedara sin dinero, pero con la moto, para que siguiera dependiendo de ella por entero.


La compasión es la manifestación civilizada del desprecio.



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Óscar Distéfano
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Re: Novela: El amor en los años sesenta (Cap1, Cap2... Cap20...)

Mensaje sin leer por Óscar Distéfano »

Primera Parte, Capítulo 20
PP 20 - 1961



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El acontecimiento que vino a cambiar todos los esquemas y la costumbre establecida del círculo familiar fue el nacimiento de la hermosa niña. Nadie olvidará el momento en que Carlos salió de la sala de parto para anunciar:
—¡Es una niña! —mientras se le llenaban los ojos de lágrimas por la emoción. El papá estaba que no podía con su orgullo. Era una escena enternecedora mirarlo riéndose de oreja a oreja— ¡Además, es sana, es fuerte, y ha pesado tres kilos doscientos!
Más allá de la inmensa felicidad que sentía, Carlos era consciente de lo que significaba el pasar de ser dos a tres, de ser una pareja a ser una familia completa. Sabía que las prioridades irían a cambiar, que nada volvería a ser como antes. Desde el mismo momento del nacimiento, en la sala de operación, se produjo en Carlos una avalancha de sentimientos, entre ilusión, alegría, emoción, pero también de cierto temor ante la nueva responsabilidad de ser padre y —lo más importante para él. (¿Para qué negarlo?)— el hecho de que indefectiblemente las relaciones íntimas entrarían en un nuevo atolladero, porque pensaba: «Ahora menos atención me dará a mí. Estará magnetizada por su hija».
Ante el hecho de encontrarse frente a su primer retoño, Matilde se preguntaba: «¿Seré capaz de cuidar a mi bebé? ¿Tendré la suficiente paciencia. Saldrá todo bien?».

Fue Soledad quien insistió en que se la llamara Elizabeth, ya que era una admiradora ferviente de la actriz inglesa Elizabeth Taylor; y, a pesar de la fuerte oposición de Reinaldo, el nombre quedó firme.
—¿Qué es esa moda de poner nombres en inglés? —había protestado Reinaldo, a pesar de la incondicional inclinación que sentía por los Estados Unidos y aliados en su guerra fría contra la Unión Soviética—. Cada país tiene sus propios nombres. El nombre que él había escogido secretamente fue «Paloma», pero nadie jamás se enteró de este antojo. Ni él sabía por qué le gustaba ese nombre. Quizás haya sido por Paloma Picasso; quizás por algún recuerdo perdido en la memoria. Realmente, Reinaldo admiraba a Pablo Picasso, no por su pintura (No entendía el Guernica; le parecía infantil, no le entraba en la cabeza esas desproporciones, así como las expresiones aterradoras). Admiraba la vida privada del artista. Constantemente se regodeaba en los periódicos con los escandaletes que se creaban en derredor del pintor y sus mujeres. También le gustaban la vitalidad del macho y un cierto parecido físico con él. Lo cierto es que, como un apodo cariñoso, él llegó a llamarla así. Y nadie protestó por ese detalle, aunque todos le hicieron un boicot al viejo, pues se negaron a utilizar dicho apelativo.
Vino al mundo para darle alegría al corazón de la casa. Era el detalle que faltaba. Todos, absolutamente todos, desde Cirila (quién adoraba a los niños, tanto que se sentía una niña más cuando se ponía a jugar con ellos); desde Cirila hasta el circunspecto don Reinaldo se rindieron ante el hechizo de la bella criatura. Las veinticuatro horas del día se pasaba ella de un brazo a otro, sin aburrir jamás. Se convirtió en la reina del hogar, en la mimada única, cuyo silencio tranquilizaba y cuyos lloriqueos alarmaba. A partir de ese nacimiento, los abuelos Reinaldo y Soledad, que empezaron a desarrollar una estrecha relación con su nietita, se sintieron más felices. «No quiero decirte lo que te voy a decir, pero: ¿no te parece que uno ama más a su nieto que a su hijo?», le confesó Soledad a su marido. «Puede ser. Quizás», fue el lacónico comentario de Reinaldo, pero bastaron para que su esposa advirtiera que estaba chocho con su nieta. Tal vez nadie creería, pero la salud de Reinaldo mejoró ostensiblemente a partir del contacto con la criatura: su presión arterial se había normalizado por completo, su glucemia también se estabilizó, y su ánimo se encontraba fortalecido, lejos de padecer aquellos principios de depresión que le acometían por el «miedo» a la jubilación (a la vejez).
Matilde, aprovechando ese amor que despertaba en todos su pequeña Liz, y como su naturaleza misma le impedía convertirse en una buena madre, dejaba todos los cuidados de la niña a cargo de Cirila (quién no necesitaba que se la pidieran) y de Soledad. Amaba a su hija, es cierto («Amo a mi hija en la misma medida que creo amo a su padre»); había sentido profundamente la emoción de ser madre; se extasiaba mirando a su nena, mientras ésta dormía o se estaba quieta; pero, cuando empezaba con sus interminables llantos a la madrugada exigiéndole su pecho, o cuando tenía que cambiarle los pañales embadurnados, o cuando no entendía su comportamiento de niña malcriada, entonces, caía su entusiasmo, y la ternura que sentía se trocaba en fastidio. Evidentemente su instinto maternal no era tan fuerte como las circunstancias le exigían. En este tema de la maternidad, ella tenía sus propias convicciones que, si bien, no ventilaba en el entorno familiar para evitar que se escandalizaran y empezaran a hacer la «presión colectiva», las llevaba bien guardadas en su conciencia. Sus conceptos eran, sin duda, feministas, pero en torno a la lucha por la igualdad y no por la confrontación con los hombres. Odiaba que la mujer «dejara de vivir» para asumir su papel de «esclava materna». Necesitaría sí o sí una niñera para Liz. Pensaba que el famoso «instinto materno» era un invento de la sociedad patriarcal. Exigía que su marido se dedicase a su hija compartiendo con ella tiempos semejantes. Había leído en algunas novelas ambientadas en siglos pasados cómo las madres dejaban toda la responsabilidad de la crianza a cargo de las nodrizas, y era eso lo que ella deseaba, lo que añoraba, lo que le parecía humanamente correcto. «Es la forma ideal para que una mujer mantenga su oportunidad de formar parte de la sociedad». Matilde nunca dejó de soñar con salir a trabajar. Le disgustaba hacer ese papel caduco de la mujer ama de casa. Necesitaba su propio dinero, que nadie controle sus gastos, sus pequeños caprichos; y, a pesar de que su padre estaba siempre dispuesto a «prestarle» algún monto, ella prefería que no fuese así. «Cambiar un amo por otro no tiene sentido», pensaba.
Entonces fue que pensó en Cecilia. Antes que la emoción se le fuera, le dijo a su mamá:
—¿Qué te parece si le pido a Cecilia para ser la niñera de Liz?
—Mira, hija, dos cosas tengo para decirte con respecto a tu idea: Cecilia hace ya un año que está trabajando con esa familia que le paga un buen salario y es muy amable con ella, además de que la niña que cuida se morirá de tristeza si su Ceci la abandona; y otra cosa es que no podremos contratarla sin paga. Ya está acostumbrada a ganar su platita y a costear sus gastos personales. Ni ustedes ni nosotros estamos en condiciones de afrontar un gasto más. ¿Por qué no dejas que Cirila y yo nos encarguemos de la nena, hasta que Carlos se reciba? ¿Sí?, dime que sí.
Al final, a Matilde le daba igual; lo que ella clamaba era que alguien viniera a socorrerla, que le sacaran de encima la responsabilidad que se encontraba fuera de su voluntad. Además de esos sentimientos desagradables que le creaba su bebé, su inclinación total por su marido (deseaba recuperar su idilio) no enlazaba con la rutina maternal. Pero, para su suerte, el hecho de no tener suficiente leche fue una buena excusa para desentenderse aún más del deber materno, de amamantar a su nena, y también le sirvió para no arruinar sus hermosos senos.


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Para colmo de su incomodidad —y que se oponía a sus planes de mejorar las relaciones con su marido—, el nacimiento vino a complicar aún más el problema amoroso que existía desde hacía más de un año, porque ahora se encontraba la niña durmiendo en el mismo cuarto, cada vez peor comportada (a causa de lo malcriada que era), exigiendo la atención permanente de cualquier ser humano, dificultando hasta las esporádicas relaciones sexuales que conseguían ganar. Matilde, en verdad, si ya tenía que lidiar con su desgano, ahora se sentía aún más esquiva para hacer el amor frente a su inocente y pura hija. Esta actitud, antes que ser comprendida por Carlos, lo enervaba y hacía avivar en él la llama del deseo.
—Siento como si estuviésemos cometiendo una profanación, como si hiciéramos el amor en un templo —se quejaba Matilde en pleno acto, mientras le parecía oír en su interior las robustas voces de las hermanas salesianas haciendo énfasis en la moralidad.
—Pero, Matilde, si la nena duerme profundamente.
—No es porque duerma o no duerma, mi amor. Ella está ahí, y en cualquier momento se despertará para exigir nuestra atención, o podremos despertarla nosotros. Me turba su presencia, me cohíbe, me inhibe.
Durante el embarazo, Carlos había hecho muy poco, casi nada por mejorar la relación, dejando la complicación del vínculo a merced de las circunstancias, a lo que el azar del destino lo determinase. Habíamos dicho que se volvió más atento y tierno, y que le hacía masajes y le daba ánimo; pero, lo cierto es que se resignó al rechazo de su mujer para todo el periodo de la gravidez; se rindió ante la frialdad, ante el miedo, ante la costumbre del forcejeo, y se dispuso a esperar que después del parto las sonrisas volvieran a nacer en sus rostros (mientras tanto, se dedicaba a las tantas mujeres que le atraían). En ese lapso le había nacido un odio profundo hacia la educación católica, por crear seres antinaturales que despreciaban el sagrado placer del sexo, y se dejaban llevar con sumisión por el ensalzamiento de la ridícula «virtud».
Nada fue como Carlos había fantaseado, pues llegó el parto y Matilde no cambió en su comportamiento sexual. Seguía esperando como una isla a que su marido la descubriese en su íntima naturaleza; y luego de ser descubierta, explorada en su idealización del acto sexual (rogaba para que él dejara de confundir toqueteo con caricia); para, finalmente, ser conquistada. Sin embargo, ni siquiera al descubrimiento pudo llegar él, y prosiguió ella en su lejano aislamiento.
Como consecuencia de la escasa capacidad romántica de Carlos, cada día se fue haciendo más difícil el entendimiento entre ellos. Eran dos concepciones sobre la manera de disfrutar la intimidad del matrimonio, que se oponían radicalmente, sin cuestionar los sentimientos, el gran amor que seguían sintiendo el uno por el otro.
—Lo único que se me ocurre —dijo Matilde— es que Liz duerma con mis padres una o dos veces por semana. Le estaba diciendo a su marido que ella no había perdido la voluntad de seguir luchando por mejorar la relación.
A pesar de las apariencias (tenía un marido joven, buen mozo, a un paso de ser médico, y una hija hermosa y sana), Matilde no se sentía satisfecha. Era como si le faltara algo, como una rosa del jardín que por falta de riego no podía alcanzar su máximo esplendor. Empezaba a despertársele en la conciencia la sospecha de que su marido no la comprendía («quizás no me ama como debiera ser»); y que a pesar del amor que seguía sintiendo por él, se iba apagando lentamente en ella la admiración que antes le tenía, la devoción que existía entre ellos de forma incondicional. Pero no veía las cosas con claridad; se confundía; no comprendía la actitud de Carlos en algo que ella consideraba elemental. Más bien les culpaba a los demonios, a algún hechizo que alguna mujer quizás le hubiera hecho. «¿Por qué le cuesta tanto ser tierno, cariñoso, como pienso que deberían ser los hombres que verdaderamente aman?», se preguntaba muchas veces. Más allá de su inexperiencia, del hecho de que Carlos era el único hombre de su vida, y de su condición de mujer enamorada que le impedía hacer un análisis real de la situación, ella veía el problema desde su intuición. Y su intuición rechazaba todo lo que estuviera ligado al machismo, a la época de supremacía masculina que le tocaba vivir. No aceptaba ser una mujer obligada a la sumisión, a soportar las embestidas puramente carnales de su hombre; no toleraba dedicarse al solo cuidado de la casa, a la crianza de los hijos, y a la atención casi tiranizada hacia el marido, para que luego, a la noche, le abriera dócilmente las piernas y se quedase ella con el «premio mayor» de haberle «servido a su hombre». Matilde vino al mundo y fue educada por su madre para rebelarse, para luchar por la subversión de ese orden masculino que dominaba el mundo. Agradecía a su madre no haberla convertido en una triste réplica de ella. Pero en ningún momento perdió la esperanza de que la situación mejorase en su vida conyugal.
Matilde tenía un carácter muy difícil de doblegar (su padre había intentado en vano hacerlo). El hecho de saberse madre no menguó su vanidad ni su rebeldía. Rápidamente recuperó su figura sensual. En base a una buena sesión de gimnasia y rigurosa dieta logró devolverle a su cuerpo una forma que incluso superó en atractivo a la anterior al embarazo. Su encanto de ahora consistía en la gracia que proporciona la madurez y el asentamiento. Con la maternidad sus senos y sus caderas saltaron, y su anatomía se volvió más exuberante. Se sintió tan completa que no aceptaría que Carlos la quisiera a medias.
En cuanto a la pequeña Liz, luego de poner en práctica la idea de las dos noches por semana, a los dos meses estaba ya durmiendo todas las noches con sus abuelos, hecho que le puso muy contenta a Matilde.


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Un chico de diez años estaba, por primera vez en su vida, observando atragantado todo cuanto acontecía en la avenida principal. La municipalidad había clausurado un tramo de quinientos metros para el corso, el desfile de carrozas y el deambular excitado de unas cincuenta personas disfrazadas, que hacían la delicia del público apostado a ambos costados de la ruta.
Eraclio, el hijo de Pablito, vino expresamente de Cumbres soleadas para participar de los tres días de fiesta. Había elegido su disfraz emulando la figura de la actriz alemana Ria Poncelet, quien en 1957 había filmado la película Las piernas de Dolores, que tuvo mucho éxito en Sudamérica. El disfraz era una grotesca parodia del glamour de la estrella: se puso una blusa escotada con un corpiño rellenado con papel periódico (se le veía los pelos del pecho), una minifalda (una falda vieja de Soledad cortada prolijamente), unos zapatos tacos de aguja, unas medias de nylon para cubrir sus piernas abultadas artificialmente con tiras de tela (trozos de una sábana facilitada por Soledad), una pañoleta floreada muy vistosa, una gafa de sol ojos de gato, y una boquilla larga con cigarrillo manchado por el exagerado rouge de sus labios. En su espalda se leía: Las piernas de Dolores. Soledad, a su vez, se disfrazó de Galán, para acompañar a Ria Poncelet II, un galán aún más grotesco porque se inspiró en la figura de Chaplin. Al ser notoriamente más baja que Eraclio, verlos caminar juntos —Eraclio sujetado al brazo de Soledad—, moviendo él las caderas y ella la cabeza en todas direcciones, causaban la hilaridad del público. Muy pronto se formó detrás de ellos, capitaneado por el chico ya ambientado a la fiesta, una patota de niños que gritaban, saltaban y reían, aprobando aquel disfraz. La sorpresa final fue que ganaron el primer premio a los disfraces de parejas. Como confesó más tarde Eraclio, esos fueron los días más felices de su vida. Carlos, quien había observado la parafernalia de esos días, le dijo más tarde a su mujer:
—Está feliz porque se sintió mujer estos tres días.
—Estas exagerando. ¿No puedes ver feliz a la gente?
—¿Acaso no sabes que es marica? —le retrucó Carlos.
—Reconozco que es un poco amanerado, pero eso no lo vuelve homosexual. Nosotros no sabemos. No tenemos derecho de acusarlo.
—Pero, ¿acaso no viste que abrazaba y besaba a todos los hombres que encontraba en su camino?
—Eso era parte del juego, mi amor —lo defendió Matilde.
—Ustedes, las mujeres, siempre salen a favor de estos desviados. Les encanta que formen parte del gremio. Las mejores amistades se dan entre homosexuales y mujeres, y yo no entiendo el porqué.
—No puedo decirte que sea cierto eso que dices; pero, he visto, sí, esas amistades, y creo que es por la sensibilidad que estos hombres demuestran. Hablan de los temas que nosotras queremos tocar.
—A mí me molesta y me duele que un miembro de nuestra familia haya nacido así —dijo Carlos muy serio—. Aunque, tengo mis dudas de que haya nacido con esa inversión. Lo que sí creo es que es contagiosa. Si nuestra Liz hubiera sido varón, jamás le hubiese permitido que la levante en brazos.
—No deberías envenenarte. Cada vez serán más visibles. Tendrás que aceptar sus naturalezas.
—¿Naturalezas? ¿Qué dices? Creo firmemente que la ciencia podrá curar algún día esa anomalía genética, entendiendo que pudieron haber nacido con el gen homosexual; y si lo padecieron por influencia del ambiente, de igual manera la ciencia se encargará de solucionarlo.
—No sé —dijo Matilde, quien se sentía en condiciones de seguir con el debate—. Antes querría ver que la ciencia cambie el color de la piel, de los ojos, que cambie el espíritu belicoso del hombre, para admitir lo otro.
—Nosotros dos lo veremos —dijo Carlos, con absoluta fe en la ciencia—, así como no veremos población humana en Marte; pero este hecho no impide su logro.
—Dejemos en paz al pobre Eraclio —pidió Matilde—. ¡Lo he visto tan feliz, tan lleno de vida!
—Es cierto —admitió Carlos, deseando también él cortar con el tema—. Al final, no es más que un puto desdichado.
—Te he dicho muchas veces que no seas ordinario. Tienes que modernizarte.
Carlos sonrió con ironía y cortó la conversación.


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Óscar Distéfano
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Re: Novela: El amor en los años sesenta (Cap1, Cap2... Cap21...)

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Primera parte, capítulo 21
1962/63

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Un poco después de cumplirse el segundo aniversario de su boda, llegó el gran día para Carlos, el día de la culminación de sus estudios de medicina, el gran día para todos. Le faltaba, es cierto, un año de internado para acceder al título y al registro que le permitiría trabajar en forma independiente, pero eso era nada más que trámite, cuestión de tiempo. Siendo ya médico, la gente lo llamaba «doctor», y lo trataban con todos los privilegios que se les brinda a estos profesionales. Y el estado le tenía asignado ya un sueldo mensual, lo cual representaba un gran respiro financiero para la pareja, pues muchos gastos podían ya asumir ellos, sin necesidad de estar pidiendo que para el pañal, que para la leche, que para ir al cine, que para comprarle unos calzoncillos nuevos a Carlos, que…
Súbitamente, se dio cuenta del lugar que estaba ocupando en la sociedad. En el hospital público las enfermeras tuvieron un cambio de trato radical de cuando era estudiante e iba a practicar en ese lugar. Se sintió sorprendido y halagado al mismo tiempo. No podía creer cómo la gente respeta los escalafones. Durante unos instantes se abandonó a su perplejidad, al derroche de sus emociones. Se sentía feliz, como esos magos que, ante una prueba difícil, se salen con la suya.
Llegaba a su fin un trecho largo y escabroso, por donde había transitado en medio de sacrificios, sinsabores, ansiedades y, por qué no decirlo también, de alegrías que quedarán grabadas en su memoria, recuerdos de una época dorada. Era lógico, entonces, que sintiera una paz infinita, la tranquilidad que otorga la conciencia del deber cumplido. Así como había tenido la paciencia y el tesón suficientes para enfrentar tantos años de sacrificio, así también, le esperaban en adelante una vida económicamente desahogada, el acceso libre al círculo social de los privilegiados y el resguardo para siempre de los peligros de la indigencia (la empresa farmacéutica más importante del país le había regalado su placa de bronce de médico, 20 talonarios de recetarios con su nombre, un sello también con su nombre, y le enviaron una tarjeta de invitación para una cena de gala con que la empresa agasajaría a los nuevos galenos).
En la casa de los Miranda había un ambiente festivo, todo era alboroto. Carlos se había encargado de trasmitir por teléfono a Matilde la buena noticia de haber sorteado el último examen. A su regreso de la facultad, trayendo una sonrisa de oreja a oreja, primero Matilde y luego cada uno de los presentes (incluyendo los primeros vecinos que llegaban) le abrazaron con efusión y sincero cariño. Las felicitaciones se repetían incesantes, no solo dirigidas a Carlos sino también a Matilde y a los familiares por parte de los vecinos y entre sí. Todos reconocían la fuerza moral y el apoyo diario que hicieron posible aquel logro. Por todo el barrio se esparció la noticia, y el barrio entero sintió aquella conquista como suya. Carlos se había ganado la imagen de héroe científico que lograba sobresalir en la comunidad. Todo ese día las personas entraban a la casa (que ya no cerró sus puertas) para demostrar sus simpatías al nuevo galeno.
Carlos tenía plena conciencia de su triunfo profesional, y nunca dejaba de recordar que contrastaba con el fracaso de su vida privada. Sin dejar de sonreírle a la gente, caminaba y se paraba intermitentemente, mientras meditaba sobre su momento. Se felicitó a sí mismo por el triunfo público, y se increpó por el descuido de su vida privada. Se percató de un cierto desprecio que sentía por las convenciones sociales, ante los desórdenes de su sentimiento y la patética realidad de su relación conyugal. Pero, siempre volvían los pensamientos positivos, llenos de esperanza hacia el futuro. Su juventud desplazaba fácilmente el ataque de los demonios negativos, y volvía a rescatar con entusiasmo algunos pensamientos de su bien recordado padre:

Cuando un hombre se desentiende de los problemas de la subsistencia diaria, puede pegarse el lujo de pensar en cosas más elevadas, puede tener vacaciones cada año, tener hobbies, asumir con naturalidad su papel de jefe de familia; y, en síntesis, para desarrollarse con mucha mayor ventaja como ser humano. Cuando tú llegues a esa meta te será mucho más fácil ser feliz.


«Voy a convertir mi relación con Matilde en un hogar de verdadero afecto, en un matrimonio feliz», se dijo con firmeza, con sincera intención.
Soledad era la persona más sonriente y conmovida de la reunión. La emoción le impedía tragar saliva. Sus ojos se hallaban humedecidos. «¡Por fin algo socialmente importante sucedía en la familia!». Hermosa y coqueta como siempre, superado el pánico de los cuarenta años, parecía más entusiasmada que su propia hija. Abría la boca solo para decir maravillas de su yerno. Elogiaba la fuerza de voluntad, la inteligencia, la humildad, y le endilgaba todas las cualidades humanas que podía recordar.
Reinaldo, con su inveterada arrogancia, no hacía ningún comentario. Apenas se limitó a felicitar a Carlos, diciéndole que se sentía orgulloso de él. Deambulaba por la casa, salía al patio, volvía a entrar, no hablaba con nadie, mostraba una fisonomía circunspecta; pero, una borrosa expresión de complacencia lo delataba. Era evidente su satisfacción ante la realidad de aquel logro de su yerno, que favorecía a todos, especialmente a él. Ahora se sentía más seguro al lado de Carlos, más protegido del natural miedo existencial que se apoderó de él luego de la llegada de las enfermedades propias de la vejez, sumado al hecho de haber pasado los cincuenta años de edad.
—Les felicito —le dijo Obdulio—. Es un triunfo enorme para la familia. Verás, amigo, que en doscientos metros a la redonda no existe un solo profesional con título universitario. Es un gran logro…
—Gracias, gracias… —agradeció Reinaldo. Esas palabras de su vecino parecieron despertar en él la verdadera emoción, aquella que por su mal carácter se negaba a manifestarse.
Teresa, Cecilia y Cirila (particularmente ésta última, que por poco no bailaba), manifestaban abiertamente su admiración por Carlos. Cecilia lo abrazó con tanta efusividad que Carlos sintió, como un molde, el cuerpo de ella adherido al suyo, con todas las curvas y promontorios de esa tibia escultura de carne tibia y huesos delicados.
Quizá fue Matilde la única que consideró la culminación como algo natural, como un resultado lógico que no podía ser de otra manera, sin sorprenderse para nada, pues, en ningún momento de esos dos últimos años, llegó a dudar de la llegada a la meta. Estaba contenta, claro que sí, por el cambio de vida que se avecinaba; pero, también, porque se había llegado a fastidiar de la vida de estudiante de su marido: esas llegadas a la madrugada, el aislamiento para estudiar incluso los fines de semana, dejándola sola y encerrada en el cuarto por las noches. El tiempo pasado no le deparaba tantos recuerdos felices que pudieran sostener un entusiasmo como para gritar con los brazos levantados, a no ser por algunos momentos donde Carlos se transformaba en el príncipe azul, en el marido perfecto. Pero, en la balanza pesaba mucho más la soledad que la compañía.
Las relaciones íntimas no habían mejorado, el problema sexual no se solucionaba; más bien, se agravaba crónicamente; y como no habían logrado la devoción mutua que hace nacer el arrebato, la magia del acto sexual romántico, la admiración de hembra satisfecha que en algunos momentos sintió por su marido, el encantamiento de los primeros años se estaba resintiendo lentamente. Carlos seguía insistiendo en utilizar sus manos antes que los besos, las caricias, las palabras susurrantes…; persistía en hurgar las partes íntimas con irreverencia, argumentando que buscaba la naturalidad, el impudor y la espontaneidad de su codicia. Ella no toleraba esta actitud. Invariablemente retiraba las manos que pretendían hurtar el biscocho de la alacena. Crecía en su interior la aprensión de que su marido no la amaba de verdad, y que solo sentía una pasión semienfermiza por ella. O en todo caso, una pasión a su manera, a su bruta y soberana voluntad. «No entiendes que somos dos», solía reprocharle en sus momentos de disgusto. «¿Cómo es que puede triunfar en esto y fracasar en lo otro?», pensó en medio de las felicitaciones. Ese sentimiento escondido a los ojos de su marido, le impedía entregarse al festejo con sinceridad y plenitud, y se sentía culpable de su hipocresía.
Pero, Matilde, no era una mujer insensata como para despreciar el valor de aquel enorme sacrificio, de aquella hermosa conquista. Comprendía con suma claridad lo que representaba para todos el título de médico al cual había accedido su marido, y tenía muy en cuenta las ventajas materiales que ello conllevaba; más aún, teniendo en cuenta la estrechez económica en la que se debatían, debido a que Catalina, por causa de su alzheimer que no paraba de avanzar, cada día se mostraba más avara.
Le regateaba a su hijo la parte de herencia que le correspondía (que no era mucho ya), con la excusa de cuidar que el dinero no se le acabara antes de tiempo; aunque, a decir verdad, lo que la rencorosa (este sentimiento no se le olvidaba) señora trataba de evitar es que Matilde dispusiera del dinero de Carlos para gastos que ella consideraba superfluos. Ella seguía considerando a hija y madre como mujeres vanidosas, que todo el tiempo gastaban en mantener sus coqueterías. Lo cierto es que la pareja ni siquiera contaba con el dinero suficiente para alquilar una casa. Matilde nada sabía de esos tejemanejes de la herencia.


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El 23 de noviembre de 1963 (un día después del asesinato de Kennedy, cuyo halo de consternación cubría aun al país en ese día), Reinaldo cumplió sus 55 años de edad, ubicándose en EL GRUPO de los «jubilables». Soledad le agasajó con una cena familiar. Con la ayuda de Cirila y las «primas», y con mucho esmero, se dedicó todo ese día a demostrar su cualidad de anfitriona, donde pretendía, además de expresar su gratitud por los años de sacrificio de Reinaldo, tiempo durante el cual jamás le habían faltado los bienes necesarios para llevar una vida digna, siempre se encontraba en su interés alimentar su vanidad. Una cena preparada por ella era como actuar en un teatro, donde los aplausos finales se volvían termómetros de su actuación.

Llegada la hora, Reinaldo, ante la atenta mirada de los comensales, se sentó a la mesa lentamente, pero sin titubear, con buen ánimo. Daba la impresión de que deseaba reconocer las expresiones de los rostros de los presentes y de que tenía mucho interés en reunirse con la familia, recibir el cálido homenaje que le habían preparado y convertirse esa noche en el «actor principal de la obra». Los ojos se le achicaron bajo la fuerte reflexión de la luz que provenía del espejo colgado en la pared, mientras sonreía con el pensamiento de que era gratificante lo vivido y lo por vivir.

Aplastó un mosquito que estaba iniciando la picadura sobre su mejilla, y acabó por acomodarse en la silla, dispuesto a integrarse a la charla, consciente de que él era el centro de atención —pudo notar que todos se fijaban en él—. Una leve sonrisa de satisfacción que se había encallado en su rostro transmitía afecto familiar. Tal vez debido a esa sonrisa o al hecho de mover los labios como si los estuviera mojando, todos se quedaron en silencio pensando que él iría a decir algo. No era esa su intención; pero, al notar esos ansiosos oídos, no quiso defraudarlos y adelantó lo que iba a decir más tarde, luego de unas copas de cerveza. Estaba cumpliendo su papel de jefe de familia; debía guardar las apariencias, el espíritu de autoridad.
—En primer lugar, quiero agradecer a mi señora y a las mujeres que la han ayudado por este regalo que me han hecho. Luego, como muchos de ustedes sabrán, hoy se ha cumplido el plazo para mi jubilación. He completado las dos condiciones, tiempo de servicio laboral y edad. Ante esta circunstancia, me han llamado de la empresa donde trabajo para señalarme que los trámites de la jubilación se habían completado, y que a partir de mañana paso a convertirme en un flamante jubilado, listo ya para ir a alimentar palomas en la plaza (sarcasmo).
Todos rieron de buena gana. La familia y Obdulio (el único invitado no familiar) estaban francamente contentos. Un pájaro de melancolía que los contagiaba graznaba en el patio de la casa. Y Reinaldo no era ajeno a ese sentimiento. Después de todo, la jubilación no es solo para festejar.
—Esta es una etapa importante no solo en tu vida sino también en las nuestras —dijo Soledad, dirigiéndose a su marido. Quería ayudarlo a descargar la presión que pesaba sobre él.
—Creo que seremos una familia más unida. Tendremos más tiempo para compartir.
—Es cierto, papá —asintió Matilde.

Luego, los asistentes empezaron a cotorrear todos juntos en torno a temas ajenos a la jubilación, buscando cada quien imponer su habilidad de llevar la voz cantante. Esto molestó un tanto a Reinaldo, ya que le robaba protagonismo; pero no se amilanó y prorrumpió en voz alta:
—Por favor, gente. Hablen en orden. No se entiende nada.
Todos parecieron comprender que se estaban comportando como chiquillos en un aula sin profesor.
Seguidamente, levantó ambos brazos como pidiendo atención, y dijo:
—Quiero comentarles que hoy recibí una propuesta por parte de mi empresa.
—¿En serio? —dijo, Matilde, expectante. Adivinaba que se trataría de una buena noticia para la familia.
—Sí, es una propuesta formal. Me pidieron continuar en la empresa. Dicen que me necesitan todavía. Así, pues, tardaré un par de años más para entregar las armas. Y tendré dos sueldos.
Todos se rieron de la metáfora y de la revelación de los sueldos, y aplaudieron emocionados. Soledad sabía que a su marido se le abría el cielo (y a ella también). Por esta razón, moviendo su dedo índice hacia él. Le dijo:
—Eres un tramposo. Todo el tiempo lo tenías escondido, y simulaste bien estar triste.
Reinaldo solo atinó a sonreír con timidez, aceptando que había hecho una jocosidad a todos.


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Una semana después de la dichosa propuesta recibida y aceptada por Reinaldo, llegó el día de la entrega de títulos. Los ánimos alcanzaron su clímax. El acto se llevó a cabo en el teatro del hotel Guaraní, con la presencia del generalísimo presidente Stroessner, que para entonces llevaba ya casi diez años en el poder (de los treinta y cinco que duraría su mandato). De sus manos recibió Carlos su título, escena que quedó inmortalizada en una enorme fotografía, la cual se colgaría más tarde en el dormitorio de su mamá (él no la quería ni en su casa ni en su consultorio. Se había enterado de apresamientos de excompañeros que fueron torturados). Se encontraban presentes, además, todos los miembros de ambas familias y los amigos del barrio. Catalina, vestida con un traje sobrio, y con su cabello teñido en un fuerte color granate, se hizo también presente con su imponente figura. Su orgullo había escalado las cimas más altas de la autoestima, y con su rostro severo, casi inexpresivo, se consideraba a sí misma como la verdadera artífice de la carrera de su hijo.
—¿Recuerdas cuando tuviste la tentación del diablo que te incitaba a dejar la carrera?
—Sí, mamá, y gracias a ti pude seguir; gracias a tu estirón de orejas —le respondió, sonriendo y dándole un beso largo en la mejilla.
—Lo peor que te pudo haber pasado era sobrellevar una carrera trunca. Te hubiera martillado el cerebro hasta la muerte. Sin embargo, ahora estás tranquilo, con la frente alta por el deber cumplido.
—Tienes razón, mamá. Y lo que no entiendo es cómo permitiste que Hugo dejara de estudiar.
—Esa es una historia que tiene sus bemoles. Quizás te lo explique muy pronto. Lo que te puedo adelantar como un resumen es que tuve que optar por su salud; si se quedaba con nosotros, lo más probable es que enfermara en el submundo de las drogas.
Carlos estuvo de acuerdo con la explicación de su madre, y le dijo:
—Ciertamente, por lo que sabemos, Hugo está teniendo una buena vida. Se convirtió en un excelente músico profesional.

Finalmente, se retiraron hacia la casa de los Miranda, algunos pocos en autos y la mayoría en dos combis alquiladas. En el refrigerio preparado por Soledad, brindaron, aplaudieron, hicieron vivas al flamante galeno. Empezaba así Carlos su vida profesional de médico.


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Las visitas de Obdulio a Reinaldo se hicieron frecuentes. Ambos eran simpatizantes del partido liberal, opositores del gobierno —que se había embanderado con los emblemas del partido colorado, no así con sus principios que eran agraristas—. Casi todos los días se hacía presente en la casa de Reinaldo, en las horas del mate (cinco de la mañana), para charlar y compartir el rito de la infusión. La animadversión que Reinaldo había sentido por su vecino desapareció completamente. Había comprobado que Obdulio no era comunista, sino un liberal con «corazón», un liberal de pura cepa; es decir, un liberal que buscaba repartir con más equidad la riqueza, convencido de que era la única forma de evitar el odio del que menos tiene hacia el rico.
—¿Cómo crees que se pueda lograr eso? —preguntó Reinaldo.
—Si observamos la riqueza que existe en el mundo vemos que la distribución es obscena —empezó diciendo Obdulio—; entonces, para seguir respetando la libertad de las personas, las ambiciones de acumular riquezas que tienen muchos hombres, que un gobierno honesto, donde la corrupción se castigue con largas penas de cárcel (estaba en contra de la pena de muerte), los atosigue de impuestos, que no se le permita a nadie ganar la plata con facilidad. Se terminó, «c'est fini», nada de especulaciones ni timbas en las bolsas. El que ame ser rico que sude, que le cueste cada escalón más y más, que mantener lo acumulado sea un heroísmo (para que podamos admirar a los ricos). Entonces le será posible a ese gobierno invertir en infraestructura que brinde trabajo y buen salario. El fin sería, entonces, erradicar la miseria y reconocer la riqueza como una hazaña.
—La tienes clara —le dijo Reinaldo—. Tu pensamiento es un liberal-socialismo. Algo así como: «Quitar a los ricos para dárselo a los pobres», doctrina del legendario Robin Hood, que muchos economistas consideran contraproducente. Dicen que esa política fomenta la haraganería, los vicios y la ignorancia.
—No, no, no coinciden ambos pensamientos. Lo que yo apunto es que todos deberán trabajar duro para acumular bienes, tanto el pobre para salir adelante y ahorrar, como el rico para ir acumulando más riqueza. Lo que el estado debe facilitar es la educación, la salud y la oportunidad de trabajo. En resumen; darle trabajo bueno al pobre y dificultarle al rico la acumulación.
Al comprender esto, Reinaldo sintió empatía por las ideas de su vecino,
—¿Te enteraste del quilombo de ayer en la facultad de medicina? —preguntó Obdulio.
—Estuve escuchando por la radio. Dicen que una turba de gente vestida de civil, armados con cachiporras y alambres trenzados, arremetieron contra los estudiantes. Por suerte nuestro doctor ya nada tiene que temer.
—Hubo dos heridos graves y más de cincuenta criminalmente castigados fueron a parar a los hospitales.
—¿Pero cuál es el problema real en esa confrontación con los estudiantes? —preguntó Reinaldo.
—El problema real es que los estudiantes son idealistas: aman la democracia y odian la dictadura. El motivo de la protesta de ayer fue la falta de insumos en el hospital donde practican. Mañana será el sueldo de las enfermeras, y así, buscarán cualquier excusa para demostrar su oposición al gobierno, un gobierno que consideran ilegítimo, usurpador.
—Creo que tienes razón, Obdulio. Pero, dime: ¿de dónde son esas personas vestidas de civil que aparecieron?
—Son de la «Chacarita», la villa miseria que se encuentra en el bajo, a orillas de la bahía. Son personas alcoholizadas manejadas por un caudillo del partido, queriendo dar a entender que son simples ciudadanos (patriotas), pero en realidad son financiados por el gobierno. Ellos mismos se pusieron el nombre de garroteros de la Chacarita. Tienen la misión de deshacer las manifestaciones a fuerza de palos.
Reinaldo se quedaba admirado de lo que Obdulio sabía, y él se mostraba conforme de ir conociendo más sobre las barbaridades del gobierno, porque ese conocimiento le otorgaba la justificación a su cambio de conciencia. En lo único que no aceptaba argumentos ni razones era en denostar a los Estados Unidos; seguía siendo fiel admirador de esa nación que él llamaba: La Democracia Perfecta.


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Óscar Distéfano
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Primera Parte, Capítulo 22
1965



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Habían trascurrido casi dos años desde la graduación de Carlos, y un año de terminada la pasantía obligatoria por varios hospitales del país, lo cual le permitió recibir una respetada experiencia; y, sumado el de poseer ya su título de médico, se ganó la libertad de decidir su camino profesional. Poco tiempo después, se le presentó la oportunidad de ir afianzándose en su carrera para alcanzar su independencia económica. Seguir dependiendo de sus suegros y de su madre era una permanente aguja clavada en su orgullo. Le hacía sentirse achicado, impedido de demostrar su verdadera capacidad, su valía como hombre, jefe de familia. (¡Basta ya de recibir ayuda de nadie!)
Siempre tenía que estar reprimiendo sus impulsos de decir lo que le viniera en gana, y de intervenir sin solapada reprobación en el relacionamiento con su mujer e hija. Luego de duras batallas por los hospitales públicos y algunos servicios desagradables en sanatorios privados, generalmente, guardias de urgencia nocturnas o en días feriados (un día le tocó guardia en navidad), donde pagó su derecho de piso con voluntad y mucho tesón (y mucha tensión), ya que atendía accidentados con los huesos destrozados, acuchillados de los fines de semana con profundas heridas, intentos de suicidios, contusos en reyertas de travestidos, muchachas con abortos mal practicados, drogadictos con sobredosis, y toda serie de lesiones y enfermedades en último estado («La gente de este país siempre espera a enfermarse grave para acudir al centro asistencial», solía decir Carlos); donde recibía una mísera paga que no le alcanzaba ni para pagar por entero los gastos que demandaba su familia. Invariablemente, faltando cuatro o cinco días para llegar a fin de mes, se quedaba sin plata, seco, y Matilde acudía a su padre para mitigar el problema. (Su madre también colaboraba con la «caja», aunque sin hacerla público, teniendo en cuenta que sus ingresos no se encontraban blanqueados.
Una tarde, volviendo de su jornada de trabajo, Carlos trajo a su mujer la gran noticia:
—Mi amor —le dijo, con voz entrecortada por la emoción—, te traigo una muy muy buena noticia. Estoy seguro que te encantará.
Se quedó observando la reacción de su esposa. Ésta, curiosa por naturaleza, le respondió:
—Sí, dime, querido, ¿de qué se trata? —poniendo toda su atención (¡Al fin una noticia esperanzadora!) Su expresión era la de un náufrago perdido en una isla, que después de una ansiosa espera avista una embarcación a lo lejos.
—Ha llegado del interior, de la ciudad de Concepción, el hermano de mamá, el tío Pablo, a quien le llamamos cariñosamente tío Pablito. ¿Recuerdas que estuvo en nuestro casamiento y fue uno de mis testigos?
—¡Claro que lo recuerdo! Pero nunca me has hablado más de él. Solo sé que vive en Cumbres soleadas.
—¿Nunca te hablé de él? Sí, él vive en Cumbres soleadas, administra la estancia de la familia. Es un personaje. Te seguiré contando cosas de él más tarde. Está hospedado en casa de mamá. Vino especialmente enviado por la gobernación; más bien por su amigo, el gobernador, para traerme una oferta de trabajo. Lo más probable es que él, por su propia cuenta, haya ideado tenernos cerca de sus pagos. Vengo de hablar con el tío...
Trataba de ordenar sus pensamientos, con el propósito de que su relato fuese lo más convincente posible (sentía un cierto temor de que Matilde interpretara la hipotética confusión de Carlos con un proyecto confuso). Entre tanto, Carlos se encontraba vivamente emocionado. Un cambio de vida era lo que más ansiaba en ese tiempo, ya que, habiendo ganado una razonable experiencia profesional, se sentía en condiciones de encarar con independencia el compromiso que le ofrecían. Además, como andaba todavía caminando por los pasillos de los oscuros hospitales de la capital, haciendo guardias que ningún médico de su promoción hacía ya, era la ocasión magnífica para abandonar esa estresante actividad
—Dale…, dale, mi amor… ¿Y después?
—Me ha ofrecido un cargo en el Centro de salud de Concepción. Tienen médicos en la ciudad, pero varios se encuentran ya en edad de jubilación. Ellos están interesados en un médico joven que desee arraigarse. Tendríamos que ir a instalarnos allá, sin preocuparnos por la casa y el consultorio. El Delegado de la Gobernación, muy amigo del tío Pablito, que, a su vez, es amigo del director del Centro de Salud, se encargará de brindarnos toda la ayuda necesaria, como asignarme un buen sueldo mensual, vivienda y hasta provisiones que reciben los policías, ya que me integrarán al cuerpo policial con el grado de comisario, pero sin obligación de utilizar el uniforme, salvo en los casos de acontecimientos sociales ineludibles (se refería a las visitas del presidente de la república o de algún alto mando). Aparte de ser empleado del gobierno, tendré la libertad de abrir mi propio consultorio privado, teniendo en cuenta que me sobrará tiempo para ello. Dice que existen muy buenas perspectivas para un profesional así como yo. Hay muchas familias adineradas, comerciantes, ganaderos, madereros…, Iremos por un par de años hasta que logremos afianzarnos, y luego regresaremos si no te adaptas. ¿Qué te parece, mi amor?
—Bueno, pues, si todo lo que te prometieron resulta ser verdad, me parece una oportunidad muy buena.
—No tiene por qué no ser verdad, mi amor. Recuerda que soy de familia del partido oficialista. Mi bisabuelo era colorado en la época en que mandaban los liberales, y el tío Pablito les comentó que me afilié al partido a los trece años. Esos pergaminos pesan para la gente del gobierno.
En imágenes consecutivas que se atropellaban unas a otras, Matilde pudo ver los pros y los contras de aquel ofrecimiento. En primer lugar debía tener en cuenta el ascenso profesional de su marido (lógicamente, no podía dejar que el egoísmo la encegueciera en ese aspecto). Su realidad era que se desprendería de su familia —de su madre, principalmente— e iría a una ciudad del interior donde no conocía a nadie, y donde se debatiría con la única compañía de Cirila y su hija, durante un buen tiempo, hasta adaptarse, hacer amistades, y luchar con su marido para insertarse en los círculos sociales. Así, pues, se adhería moderadamente al festejo de la propuesta, saludando y sonriendo, pero sin la efusividad de los miembros de su propia familia. Aunque, sin duda alguna, era la ocasión brillante para que Carlos se hiciera de un cargo con sueldo del estado y de un consultorio propio, y así superar el miserable servicio que prestaba, el cansancio de las maratónicas guardias. Y además, se presentaba el momento para abandonar definitivamente la protección de los padres. (¡La independencia!). Pensando en Liz, se hacía necesaria para ella la consolidación del hogar, con una figura paterna y otra materna, claramente definidas; una familia dueña de su rutina y de su destino. La mudanza significaba la no intervención de nadie en la vida diaria, en la marcha natural hacia la meta que se propone todo matrimonio.
Además de esas dos fuertes razones que la impulsaban a estar de acuerdo con la mudanza, existía también otra no menos fuerte: la confusa relación sexual que seguían sufriendo, un desentendimiento absurdo que nunca pudieron resolver. Quizá en otro ambiente, lejos de la presencia de los parientes, que de una u otra manera incidían en sus vidas, y con más intimidad para alcanzar una mayor compenetración, lograsen lo que en sus fueros internos anhelaban y no lograban conseguir.
En cuanto al aspecto negativo de la mudanza podían hallarse la vulgaridad de una vida pueblerina, las amistades mediocres para su hija, el aburrimiento (ella suponía que se trataba de un pueblo muerto donde se dormía a las ocho de la noche), al abandonar su sistema de vida (pensaba que no tendría escenario donde exhibir sus hermosos vestidos). Pero, sopesando los aspectos positivos y negativos, consideraba que bien valía la pena la mudanza, ya que no se irían para envejecer allá. Sería tan sólo una etapa transitoria, una experiencia relevante, una forma de ahorrar y progresar económicamente, madurar como pareja, y luego retornar ya definitivamente realizados (luego de haber accedido a la casa propia).
—Me parece una idea conveniente, Carlos. Creo que nos servirá a los dos…, en el sentido de que tomaremos distancia de nuestros padres para fortalecer nuestro matrimonio. Pero, pienso que deberías irte tú primero, para constatar si es cierto todo lo que te prometen, ver el ambiente social, y espiar si no nos iremos a amargar a los tres meses. Y si todo es como imaginamos, si así fuera, yo te acompañaré encantada.
—Claro, mi cielo, es lógico. Sería absurdo que lo tomemos como una aventura, teniendo en cuenta a nuestra hija. —Carlos estaba sorprendido por la condescendencia de su mujer. Le hizo feliz deducir que ella también buscaba el mejoramiento de la relación, y que su destino se hallaba atado al de él—. Pero, ¿no quieres acompañarme? Mira que yo no deseo ningún problema más en nuestra relación. No quiero que pienses que me iré a hacer vida de soltero allá.
—Sabes que confío en ti. Si me engañas, te estarás engañando a ti mismo.
—Gracias, mi amor. No te defraudaré.
—Y me gustaría que nos acompañe Cirila, porque yo sola me voy a ver en un aprieto.
—Eso depende de tu madre. De mi parte, no tengo inconvenientes para llevarla con nosotros. Pero, ojo: ten en cuenta que Cirila, aunque acepte irse con nosotros, puede querer regresar si no se encontrase a gusto.
Repentinamente, Matilde sintió que aquel cambio de ambiente podría significar un verdadero giro en sus vidas, una vida nueva en donde los problemas de entendimiento con su marido desaparecerían, para renacer fuertemente la ilusión de encontrar esa dicha necesaria que tanto ansiaba.
—En verdad, me está empezando a gustar la idea, mi amor. Ojalá todo nos salga bien —dijo con sincera actitud.
Sin poder seguir hablando, se levantó para besar emocionada a su marido. Él la correspondió. Luego de bastante tiempo volvieron a congeniar, a sentirse integrados como pareja, a soñar con una renovada relación conyugal.
Hicieron tal cual lo planeado. Carlos acompañó al tío Pablito al interior para arreglar todo lo referente al traslado. Viajaron en el viejo Cruz de Malta, el paquebote de tres pisos que siempre cursaba el río atestado de gente, de carga y de todo tipo de animales domésticos cuando su rumbo era hacia Asunción.
Matilde fue preparándose espiritualmente ante la inminencia del hecho. Soledad, después de negarse repetidas veces, aceptó que Cirila acompañara a la pareja pero sólo en carácter de préstamo, «hasta que puedan conseguir otra».
Reinaldo, a pesar de que perdería algunos beneficios (muestras gratis) con la mudanza, se mostró entusiasmado ante el proyecto, porque consideraba que en el interior existían más posibilidades de progreso que en la capital, debido al respeto ciego que allá se les profesaba a los profesionales médicos, además de que existían muy pocos galenos en esa zona. Estos se encontraban en la misma categoría que los sacerdotes: salvadores de vidas, salvadores de almas. Y no se encontrarían muy lejos del campamento maderero donde él residiría.
—Aquí en la capital estamos llenos de mafiosos —solía decir, dando a entender con ello la competencia desleal; es decir, los médicos falsos, curanderos y farmacéuticos que, careciendo de ética, hacían el trabajo de los verdaderos profesionales; además de los médicos legales, quienes, haciendo valer el nombre ya ganado, hacían la vida imposible a sus colegas recién recibidos y cobraban lo que querían. Solo ante una compañía de seguros se mostraban dóciles y cobraban lo que éstas determinaban, que era casi diez veces menos de lo que cobraban al paciente sin seguro médico. A estas cosas se refería Reinaldo cuando acusaba a los médicos.
Durante la jornada por el río Paraguay, viaje que tardó casi veinte horas, no pararon de jugar a la escoba de quince, los hombres; y a charlar, las mujeres.


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Sumado al eterno desentendimiento que le impedía disfrutar del sexo con su mujer, Carlos seguía soportando su vieja molestia en los genitales. Luego de años de lucha con pomadas y remedios caseros, la inflamación era a cada tanto más agresiva, una contrariedad persistente y dolorosa que le impedía ya disfrutar plenamente del sexo las veces que él lo deseaba. No sabía a ciencia cierta porqué había pospuesto durante tanto tiempo la solución de su problema. Tal vez haya sido por el alto costo en los sanatorios privados (una excusa), que solo su madre podía solventar; pero lo último que haría en el mundo era confesarle a ella su problema; con toda seguridad, reaccionaría como con un leproso. Tal vez haya influido ese modo indolente de su carácter (lo más probable). Una vez soportó más de tres semanas un dolor de estómago sin acudir a un médico. Su madre también era así: se quejaba todo el tiempo de malestares y dolores crónicos, presuponiendo siempre lo peor, y lo último que aceptaba era acudir a un médico; y, cuando en varias ocasiones, Carlos la obligaba a someterse a los análisis clínicos, nunca los profesionales hallaban alguna enfermedad que peligrara su vida. Durante su época de estudiante, pudo haberse hecho la circuncisión sin costo alguno en el hospital donde practicaban; pero, tal vez la vergüenza de exhibir su miembro frente a sus compañeros (y compañeras) —pues sabía que los comentarios jocosos no se harían esperar—, incidió en su falta de determinación. Pero, ahora, ante la inminente mudanza, y decidido a hacer cuanto fuera posible para mejorar la calidad de su rendimiento íntimo, para cerciorarse de si era cierto que mejoraría ostensiblemente, se sometió a la operación en el hospital público, ayudado por un colega que fue su profesor de urología. No quería otra cosa que liberarse de esa deficiencia (¡por fin se convenció!) que influía en su autoestima varonil. «Qué imbécil fui por no hacerme esto antes», recapacitó, cuando vio que el procedimiento había sido rápido y sencillo. El post-operatorio superó sin ningún inconveniente. Menos de un mes de abstinencia tuvo que pasar, para luego comprobar que su miembro circuncidado funcionaba a las mil maravillas. Desaparecieron las irritaciones; y como consecuencia de la aireación permanente del glande, desapareció la extremada sensibilidad que sufría y, por ende, cualquier amenaza de eyaculación precoz. Ahora era dueño absoluto de su virilidad. Su mente controlaba con admirable poder el tiempo que deseaba durase el acto sexual. Se extasió del cambio que se operó en su masculinidad. «En esta costumbre estoy con los judíos», pensó con gran satisfacción. Se sentía más seguro de sí mismo, dispuesto a incorporar dentro de su autoestima este nuevo rasgo de su hombría. «He perdido mucho tiempo; pero, no es tarde para aprovechar este milagroso cambio», pensó. Su idea obsesiva fue lograr con su mujer el sexo que lo tuviera a él como el verdadero macho, que hiciera desaparecer todos los malentendidos, y que lograse con su adoraba Matilde alcanzar la dicha necesaria para conformar un matrimonio completo, consumado.
El día que Carlos viajó a Concepción, cuando Matilde volvió del puerto, luego de despedirlo, encontró bajo su almohada un sobre con dos hojas: una nota y un poema. La nota decía:

Querida mia:

Sabes que me cuesta trabajo escribir. Esa habilidad la tienes tú. Sin embargo, trataré de decirte más o menos lo que siento.
Llegué a tu vida en un momento difícil para mí, cuando más necesitaba de alguien que me amara y me comprendiera. Estuviste en el lugar exacto donde el destino quiso que yo sea tu compañero. Es lo más importante que me ha sucedido.
Sabemos que en la vida hay momentos que parecen complicarse más y más y creemos que nada será resuelto. Pero ahora tengo mucha fe de que podremos salir de las aguas borrascosas y llegar adonde está la luz de un futuro lleno de esperanzas.
Sé que te gusta la poesía. Por eso se me ocurrió esta idea para comunicarme con más hondura contigo. Te dejo dos poemas para que los leas. Mi intención es que compares la forma en que se manifiestan los sentimientos en ambas obras: la forma de amar que tienen ambas voces poéticas. En este primer poema —que me tomé la libertad de copiar de uno de tus libros—, el amor es de un romanticismo dulce que a todas las mujeres seduce; pero, para mi criterio, hay delirio en la exaltación, mentiras que dicen los hombres para emocionar, para alimentar la vanidad de las mujeres. Lee con atención, por favor, este poema de Gustavo Adolfo Bécquer:

Rima XCI

Podrá nublarse el sol eternamente;
podrá secarse en un instante el mar;
podrá romperse el eje de la tierra
como un débil cristal.

¡Todo sucederá! Podrá la muerte
cubrirme con su fúnebre crespón;
pero jamás en mí podrá apagarse
la llama de tu amor.


¿No te parece que existe una intencionalidad manifiesta de engatusar, en el mejor sentido, de deslumbrar a la mujer amada? Eso de que la amará hasta después de la muerte es una bella confirmación de amor, pero muy alejada de una posibilidad real; es algo no creíble. Yo me niego a amarte de esa manera, cuando el sentimiento es comparado con una realidad exagerada..
Ahora lee este otro poema, compuesto por nuestro amigo Ramiro —con modesto aporte mío, porque mucho tiempo hemos charlado sobre este trabajo suyo—. Léelo como si fueran palabras que nacieron de mí.


Te amo desnuda

Nunca hubiese podido amarte
con firme pervivencia
sin tu desnudo cuerpo reposando
en el lecho de mi memoria.

Eran
tus senos temblorosos
ofreciéndose gravitantes,
tu deslizar descalzo
sobre la alfombra de mi dicha,
la profunda quietud
de tu cuerpo dormido en el paréntesis,
algunas de las tórridas alarmas
que resuenan aún irresistibles.

Tu femenina broma
de querer-no querer,
huyendo del delirio y regresando,
retenía invariablemente
mi amarga voluntad de prescindirte;
y como un pájaro de siempre estío,
mis vuelos recorrían órbitas astrales
en torno a tu existencia.

Nunca hubiese podido, por ejemplo,
amarte en las veredas coloniales,
impregnado de efluvios de tu jardín materno,
con la noche negándome tu rosa,
mi loco corazón
latiendo de ansiedad en tus oídos,
y saturado de decencia.

Si te amo, así, desnuda,
es porque descubrí las ocultas distancias
de tus zonas erógenas,
y porque al conocer otras risas desnudas,
un desolado invierno cayó sobre mi cuerpo.


Así quiero amarte. Y no quisiera que jamás caiga sobre mí ese desolado invierno. Es maravillosa la vida contigo, compartiendo momentos de tranquila felicidad y aunque también pasemos por problemas y sinsabores. Quiero que sepas que para mí eres una mujer muy valiosa. Luego de estos años de casados, te digo con la misma convicción de siempre que te amo, te amo por el sentido que le has dado a mi vida, porque ahora, antes de viajar, antes de separarme de ti, ya te extraño; sé que pensaré todos estos días en volver a verte.

Siempre Tuyo.


Para Matilde el texto fue una agradable sorpresa. Se encontraba frente a una faceta para ella desconocida de la personalidad de Carlos. No lo creía tan sensible a la poesía. Sintió que se trataba de un avance positivo en la relación. Se abrazó a la ternura de su marido.


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En Concepción Carlos encontró gente maravillosa, amable, que por poco no le rogaron para que aceptara la propuesta. Envió un telegrama a Matilde explicándole la buena perspectiva, lo favorable que se presentaba el futuro para ellos. Ella respondió que sí, y él le dijo a la gente de Concepción que sí.
Luego de regresar a Asunción, cuando Carlos estuvo frente a Matilde, ella le saludó con un amor que no podía contener. Con gestos y cariñosos abrazos le dio a entender que había leído su nota y los poemas y que se sentía sorprendida y alborozada de lo que había hecho, de la deferencia que tuvo para con ella. Estaba emocionada hasta las lágrimas.
Y ese fin de semana, luego de que Carlos había constatado que estaba listo, que la circuncisión lo había convertido en un varón normal, tuvieron el mejor sexo de sus vidas con Matilde. Un día y dos noches (empezaron un sábado a la medianoche y terminaron exhaustos el lunes a las tres de la madrugada) revivieron erotizados el profundo amor que se tenían. Todo fue una larga cadena de placeres. Ambos se prepararon con conciencia para el goce: champán, caviar, uvas, manzanas, cremas para masajes. Dio la impresión de que se hizo la luz en ambas mentes y que encontraron el camino, la fórmula que conduce a la dicha necesaria.
Todo en Carlos era dulzura, ternura y delicadeza, rasgos de los que muy pocas veces —y en menor medida— había dado muestras, y que Matilde siempre había considerado impropios de su carácter. Abrazándola con ternura y apretándola cariñosamente contra su pecho, le alisó el pelo con la mano izquierda; mientras, con la derecha, sujetándole de la barbilla, la llenó de besos en el rostro, en los ojos cerrados, donde sintió emocionado el gusto a sal de las lágrimas que ella fue desprendiendo de felicidad.
Matilde rompió a llorar a lágrima viva y comenzó a suspirar con la cabeza hundida entre el pecho y el hombro de Carlos, como si su corazón hubiera encontrado la paz que tanto anhelaba. Él trató de consolarla del mejor modo que pudo, y estando ya dominado por la mezcla de arrobamiento y deseo que le producía las lágrimas y el contacto erótico del cuerpo de ella (Matilde había levantado las rodillas sobre sus muslos), la abrazó y la besó originando el ardor la atracción mutua, hecho que logró cortar el llanto de ella, devolviéndole la sonrisa, mientras él le repetía embriagado: «Te amo como nunca he amado a nadie. Yo solo quiero estar siempre a tu lado».
—Yo también te amo, mi vida; eres lo mejor que me pasado en la vida. No concibo que alguna vez tengamos que lamentar amargamente nuestra separación.
Carlos no paraba de hablarle a Matilde, diciéndole todas las exquisiteces que una mujer desea escuchar; no paraba de halagarla, de susurrarle al oído todas las hermosas locuras que se le antojaban. La mimó, la enjabonó cuando se bañaron juntos; no dejó de hacer nada de lo que su fantasía había memorizado por años. Descargó en esas horas toda la inspiración que demostrara la adoración que le tenía a su reina, a su diosa. Había leído algo sobre el sexo tántrico; abrazó algunas de sus lecciones: aunque, modificándolas a su estilo porque, en general, le parecieron un tanto ceremoniosas. Veía, ciertamente, que ciertos resultados eran buenos, ya que permitía alcanzar grados elevados de placer; pero, para su gusto, le resultaba muy racional, contrario a la improvisación, al bello frenesí de la espontaneidad. Además, consideró que esa práctica estaba tan llena de reglas como la que pretendía imponerle su mujer. Por esta razón, no le comentó nada sobre tal disciplina («Está más asociada al cuerpo que al espíritu; es un culto a la carne enmascarado de sutileza. No le va a gustar», pensó). Lo que él ambicionaba era la variación sin límites, la libertad libérrima del acto sexual, la independencia de sentido y sentimiento. No necesitaba de un manual para hacer el amor. Y esa vez que las cosas resultaron tan buenas le pareció que se debía a que ninguno de los dos buscó imponer nada; ambos se entregaron a satisfacerse mutuamente.
Sin duda alguna, la circuncisión contribuyó en gran medida para que aquella jornada se convirtiera en un recuerdo mágico, imborrable, irrepetible.
Y ella, por primera vez desde que se casaron, se entregó con absoluta voluntad, con ganas, sonriendo todo el tiempo, besando a su marido en el rostro, en el pecho, en las manos, sacando a relucir su más puro romanticismo, sin negarse a ninguna de las propuestas lujuriosas por parte de él. Parecía decir: «Hoy no te cuestionaré nada. Todo lo que hagas lo aceptaré con mil gusto». Pareció comprender el ideal erótico de su marido, pero no estoy seguro de que esa forma de pensar de él —con nota y poemas incluidos— haya logrado desplazar a las fortísimas convicciones sentimentales que ella traía desde muy joven. Por el momento, daba la impresión de que la paz había llegado a la alcoba definitivamente.


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Luego de regresar de Concepción, Carlos se mostró muy entusiasmado con el proyecto. Contó maravillas de la ciudad, de su gente, y de las posibilidades que veía para su familia. Ciertamente, era una ciudad casi aislada; solo se podía viajar por paquebote o por avión. La única ruta existente, de más de doscientos kilómetros, que unía con la ciudad fronteriza de Pedro Juan Caballero, era de tierra colorada, que en las lluvias se volvían jabonosas e intransitables. Y llegar al Brasil por esa vía era alejarse aún más de Asunción.
De esa manera, un breve tiempo después, los Martínez-Miranda se embarcaron rumbo a su nuevo destino, llevándose a la hermosa Liz, para gran tristeza de los abuelos.
Cirila estaba feliz de hacer el viaje, como si acabara de abandonar una cárcel y a su severo director. Habiendo cumplido ya los treinta y dos años seguía comportándose como una jovencita sin responsabilidades en la vida, libre de ambiciones convencionales. Lo que menos le preocupaba era estar casada. Al pasar los treinta había asumido ya su condición de solterona.
Empezó, de esta manera, la vida emancipada de Matilde y Carlos, lejos de los parientes, abriéndose para ellos la esperanza del tan ansiado hogar dulce hogar.


La compasión es la manifestación civilizada del desprecio.



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Re: Novela: El amor en los años sesenta (Cap1, Cap2... Cap22...)

Mensaje sin leer por Rafel Calle »

Un enorme trabajo de Óscar Distéfano, para leer y releer.
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Re: Novela: El amor en los años sesenta (Cap1, Cap2... Cap22...)

Mensaje sin leer por Óscar Distéfano »

Rafel Calle escribió: Vie, 17 Dic 2021 9:37 Un enorme trabajo de Óscar Distéfano, para leer y releer.

Gracias, estimado Calle. Continuaremos con este trabajo.

Un abrazo
Óscar


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Re: Novela: El amor en los años sesenta (Segunda parte, Cap1)

Mensaje sin leer por Óscar Distéfano »

SEGUNDA PARTE



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Cap 1spA

Antes de establecerse la familia Martínez, a unos días de haber arribado a Concepción, estando todavía hospedados en el hotel Francés —donde planearon alojarse por dos semanas mientras buscaban la casa para alquilar—, cayó una copiosa lluvia con tormenta, golpeando con furia los tejados coloniales y haciendo volar las tejas colocadas con argamasa floja y las tejas de las casas viejas que se encontraban desprendidas; desgajando árboles: ramas que caían sobre los cables del alumbrado, soltándolos para dejar a mucha gente sin servicio eléctrico; haciendo volar paraguas; moviendo cercados, armando bochinches en los chiqueros y gallineros y creando esa sensación de que la naturaleza se encontraba en un afán de destrucción total. Con rapidez, se deslizaban copiosos chorros de agua hacia las enormes canaletas con forma de medialuna, para llegar a través de un tubo cilíndrico de unos veinte centímetros de diámetro, también de chapa, hasta los aljibes que se iban cargando precipitadamente (todas las casas de la ciudad tenían aljibes porque el agua del subsuelo era salada). El viento había traído en los primeros momentos el olor del ozono (más tarde sería el olor a pescado muerto), sintiéndose en el aire un hálito renovador, el cambio que brinda al espíritu una rejuvenecida esperanza. Luego, a cada minuto, la lluvia se hizo más torrencial. Las calles enripiadas de los barrios más bajos, después de haber bebido hasta el cansancio, se saturaron; primero ambas cunetas rebozaron, y luego se cubrió toda la calle, formando un muro de contención acuático para el desagüe que venía de las casas; y, no pudiendo ya avanzar el agua, los patios también empezaron a anegarse. Sumisamente iban desapareciendo las baldosas de los patios bajo las rojizas aguas.
Continuó lloviendo toda la tarde y todo el día siguiente hasta bien entrada la noche. El nivel del río había crecido considerablemente, porque la lluvia se había iniciado en una vasta zona río arriba, y los cientos de arroyos que regaban esas áreas boscosas aumentaron de caudal hasta niveles nunca vistos. El enorme aljibe del hotel dejaba escapar el sonido ronco característico cuando se cargan los recipientes embotellados, y muy rápidamente se colmó y el agua rebosante estuvo a punto de alcanzar el nivel de la planta baja, para consternación de los empleados y huéspedes. Todos los patios de los barrios hasta diez cuadras del río se anegaron, y las casas y los árboles parecían flotar en un gran lago.
Estuvieron más de las dos semanas programadas viviendo en el hotel. Carlos, advertido por un mozo, se enteró de que en la planta alta, al final del pasillo, había una habitación de gran dimensión, donde funcionaba el club para caballeros, un lugar donde se disponía de periódicos, revistas, libros y casi todos los juegos de entretenimiento: ajedrez, dama, dominó, etc. Ahí fue que se hizo de los primeros amigos: Ángel Acosta, un odontólogo oriundo de la ciudad, casado con una asuncena de expresión preocupada que nunca sonreía y solo deseaba regresar a su ciudad; Justino Vázquez, el dueño de la única orquesta de Concepción (hacía folklore y música moderna), que monopolizaba todos los acontecimientos sociales de la ciudad y de los pueblos aledaños, y actuaba aunque vinieran orquestas traídas de Asunción (el dictador había emitido un decreto por el cual, en todas las emisoras de radio y en los lugares bailables, se obligaba la difusión de la música folklórica paraguaya en una proporción de cincuenta por ciento. Este decreto le favorecía a Justino, ya que la mayoría de las orquestas de Asunción no ejecutaban temas folklóricos); César Vázquez, hermano de Justino, el mejor fotógrafo de entre tres que trabajaban en la ciudad, e Ignacio Molina Márquez, un periodista español que trabajaba en el diario El país de Madrid, quien vino a hacer un estudio sobre los inmigrantes europeos en Concepción; y, de paso, a título personal, recabar datos y constatar la veracidad de algunas torturas infligidas a inmigrantes que seguían manteniendo la nacionalidad de sus países de origen (investigación secreta), que votaban y pagaban impuestos en sus respectivos países. Su plan a este respecto le nació del sueño que siempre tuvo de escribir una novela basada en una ambientación sobre el tema de la dictadura.

Según supieron después, hacía más de cien años que no llovía de esa manera, desde la época de la Guerra Grande. Algunos ancianos tenían una remota idea de lo que había pasado aquella vez, solo porque sus padres y abuelos les habían trasmitido la nefasta crónica. Contaron de una invasión de víboras, ranas, sapos y toda clase de alimañas. Decían que el cura se había pasado derramando agua bendita por cada lugar que le solicitaban. Los habitantes de la ciudad (en ese entonces un pueblo grande), imbuidos por la religiosidad fervorosa que experimentaban, se reunían en la sala o en uno de los dormitorios, y se dedicaban, si no a rezar, por lo menos a mantenerse graves y respetuosos ante ese castigo divino que se abatía sobre ellos. Los rayos que a cada tanto caían con un estruendo ensordecedor, hacía que las personas se taparan los oídos y se santiguaran. Esa circunstancia de exceso de agua había despertado en sus memorias las bíblicas páginas referidas al diluvio universal; y algunos, los más píos, principalmente las abuelas, sospechaban que se venía el segundo (aunque la más devota e instruida declaraba: «No, la próxima mortandad será con fuego y no con agua»), probablemente para que se cumpla la profecía sobre la proximidad del fin del mundo. En casi todos los hogares, a la luz de enormes velas, se organizaba el rezo del santo rosario, buscando calmar la ira de Dios. Como Concepción era una ciudad de pescadores, podía verse una cantidad insólita de canoas surcando las calles de los barrios más inundados, como en una Venecia hundida.

Los Martínez, que por suerte vivieron esa experiencia de la inundación apenas llegaron a Concepción, se cuidaron de buscar la casa a alquilar en un barrio alto, protegida de la amenaza de las aguas. Luego de una rápida indagación que Matilde llevó a cabo charlando con la gente, entendió cuáles eran los barrios donde establecerse sería acertado. Una vez hallada la casa, se sentía segura ante las próximas lluvias torrenciales que asolaban, según los habitantes de la ciudad, varias veces al año, aunque no con la intensidad de los vientos de la última tormenta. La contrariedad de la inundación de ese año había desaparecido a las pocas semanas, quedando sus anécdotas para la historia, esta vez documentadas fielmente por los historiadores aficionados y los fotógrafos.


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Cap 1spB

Después de unos días de haber paseado por la ciudad; y habiendo conocido los más importantes comercios, las dos plazas del centro con tupidos árboles cuyos bancos podían ser utilizados en verano para sentarse a observar cómo jugaban los niños en la arena, la popular playa con pedregullos del río Paraguay (atiborrada de bañistas los domingos), las dos peluquerías más concurridas; y luego de haber descubierto a una modista que cosía bastante bien, Matilde se vio a sí misma desarrollando una intensa vida social donde, sin duda alguna, en poco tiempo se convertiría en el centro de atracción de las miradas masculinas como femeninas. Ella era de ese tipo especial de mujer que nace con un aura de belleza glamorosa (tipo actrices de Hollywood), belleza etérea y atractiva, aura de encanto misterioso, casi irreal. Donde iba llamaba la atención. Sin proponérselo, atrapaba a las personas con el magnetismo de su verde mirada, sus gestos refinados y su susurrante voz. Al compararla con las demás mujeres de su nuevo entorno, la insulsez y la falta de gracia resaltaban en éstas, tan ajenas del ensueño olímpico que su ángel nos obligaba a imaginar. Su vanidad despertaba y se agitaba. Con la ventaja de su buena educación y su belleza, miraba desde arriba, con ojos colonizadores, ese mundo pueblerino que se debatía en la vulgaridad, aunque sin faltarle el respeto a nadie. En contraste con el aislamiento monacal que había sobrellevado, consideró que esa era la clase de vida que necesitaba vivir. Volver a ser la Matilde «centro de curiosidad», admirada por su buen gusto y su simpatía, dictando moda y modo de vivir, ser ejemplo para las familias de buena posición, solicitada para todo acontecimiento, porque su sola presencia realzaría las tertulias, haciendo que nadie deseara perderse los encuentros sociales donde ella frecuentaba. A pesar de saberse superior en ese ambiente, no era soberbia, no manifestaba ningún aire señorial porque, en sus adentros, ella era consciente de estar viviendo, siendo tuerta, en el país de los ciegos (sería una necedad, una ridiculez, venir a airear sus veleidades en un lugar donde no existía competencia).
En esas semanas de adaptación social y reacondicionamiento de la casa, de los arreglos de decoración y jardinería, Matilde mostraba un humor excelente. Sacudía el polvo de los rincones más inalcanzables, tarareando sus canciones favoritas de Roberto Carlos, Sandro, Nino Bravo, Beatles y otros.
La década de los sesenta, aunque con ya débiles ramalazos, había llegado con sus vientos de cambio a la ciudad. El sexo, la moda, la sociedad y la política cambiaron para siempre gracias a importantes hechos como la revolución sexual, la liberación femenina y la lucha contra la discriminación racial. Fue el momento en el que el rocanrol dejó de ser una «música del diablo», pero a Matilde le gustaba poco y nada esta corriente; solo algunas canciones de Elvis Presley y de Chubby Checker las tenía en consideración en su memoria. Así, lo sicodélico con su filosofía antiguerra y su ideología de una sociedad utópica, los hippies que se convirtieron en moda imponiendo los jeans campana y las camisetas teñidas, tampoco se encontraban entre sus gustos. Le encantaban, sí, las mujeres modernas e independientes que usaban minifalda, acompañada de medias estampadas y botas altas hasta por encima de la rodilla; pero, no llegó a adherirse a esa corriente en su juventud por firme oposición de su padre, quien consideraba todos esos cambios como productos de la decadencia moral y el caos de la civilización. Matilde, sin embargo, al contrario de lo que pensaba su padre, se entusiasmaba con los cambios sociológicos que se producían en el mundo, pero no compartía el extremismo de algunas de esas corrientes de cambio. Odiaba lo que ella llamaba: «los bichos de los hippies», por sus desgreñadas cabelleras y barbas, donde se paseaban piojos, liendres y ladillas.

La casa se vio rejuvenecida por las paredes de colores combinados que ella misma había pintado, por la decoración con detalles de alfarería colonial y réplicas de cuadros de Picasso, Dalí y otros artistas del collage que estaban de moda; y por las plantas, en especial los helechos que colgaban de los tirantes de la galería y los que descansaban sobre el brocal del aljibe. Fue la primera persona de la ciudad en cultivar los tomates cherry en cestas colgantes (fue un suceso), que luego se difundió rápidamente. Ella había heredado de su madre la pasión por las plantas ornamentales. También armó una respetable biblioteca. Es más, la primera gran satisfacción que tuvo fue saber que en la ciudad había una librería de libros usados repleta de ediciones que podían ser intercambiadas pagando una pequeña suma por «gastos administrativos». Después de una buena cantidad de «clásicos» como La dama de las camelias, Los miserables, El conde de Montecristo, o Eugenia Grandet, se había encontrado con la colección casi completa de Corin Tellado, y una selección de cuentos (género que le apasionaba), desde Guy de Maupassant hasta Horacio Quiroga, sin contar ya las historias de guerra, de terror, policiales, o de contenidos sexuales aberrantes como las del Marqués de Sade.

Matilde corría de aquí para allá, por delante y por detrás de Cirila, quien hacía un esfuerzo de más para acompañar el ritmo de su nueva patrona (Matilde era más afanosa que su madre por este detalle). Su obsesión era darle brillo y vida a todo lo que encontraba en su camino. Y lo logró. Posteriormente, cuando algún amigo era invitado a visitar la casa, invariablemente quedaba gratamente sorprendido. De parte de una vecina, Matilde recibió el piropo que más le emocionó:
—¡Oh, por Dios, querida amiga... ! ¡Qué calidez! ¡Qué hogar más acogedor! Me gustaría quedarme a vivir aquí toda mi vida.
—No es para tanto, Ramona... —dijo Matilde, con evidente sentimiento de falsa humildad.
—Me tienes que enseñar algo de todo esto que sabes.
—Sí, por supuesto; cuando quieras.
—Te tomo la palabra, querida… —dijo la burguesa señora, sin sacar su mirada de los detalles que más le impresionaban.

Matilde parecía haber encontrado su lugar en la tierra. Su espíritu y su voluntad estaban predispuestos a encarar con alegría esa nueva vida que les regaló el destino. Agreguemos que en ese tiempo (más días que antes) la pareja se llevaba bastante bien en la cama. Parecía como que el cambio había influido en sus voluntades, y el futuro se presentaba muy prometedor. Formaba parte del carácter de Matilde que, cuando se presentaban nuevas posibilidades, nuevas esperanzas de cambios en sus vidas, ella se mostraba más solícita al acto sexual. Dejaba de lado (o los escondía a la fuerza) sus ideales de compenetración carnal, y se entregaba a la inclinación de su marido.
En cuanto a la rutina de los días, la complicidad en las tareas era casi ideal: cocinaban juntos, engalanaban las plantas, y en las charlas de sobremesa mostraban mucho interés en lo que el otro decía. En el siguiente fin de semana pasaron un domingo magnífico (Matilde procuró para que así fuera), desde la mañana hasta la tardecita. No sintieron pasar las horas. Incluso les pareció que era muy poco el tiempo que estuvieron juntos. Y ni siquiera habían salido de la casa.


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Cap 1spC

Carlos, por su parte (el doctor Martínez, como sería comúnmente llamado), encontró en Concepción una ciudad ideal para su trabajo y ambición, más allá de sus expectativas, porque además del apoyo espiritual y logístico que su tío Pablo le brindaba, se encontró con un tipo de gente amable que valoraba su decisión de haber abandonado las comodidades, las ventajas de vivir en la capital, para venir a un lugar mucho más modesto en cuanto a calidad de vida (era como si algún premio nobel de medicina decidiera venir a vivir y trabajar a Paraguay). Carlos recibía las manifestaciones de simpatía y afecto en dondequiera fuese. Las facilidades que tuvo desde el primer momento (el banco local le ofreció crédito a sola firma; sus pacientes, en cada consulta, le regalaban desde gallinas caseras hasta chipas) robustecieron la confianza que tenía en sí mismo, y le permitieron montar un coqueto consultorio en pleno centro, a unas cinco o seis cuadras de su casa. Por primera vez —teniendo en cuenta el sustancial mejoramiento de su vida afectiva—, se sentía un ganador, con un ancho y venturoso futuro, y con el complemento de su juventud. Casi sin darse cuenta, en muy poco tiempo, su vida de estudiante, su estrechez económica, su condición de amparado, habían quedado enterradas en el pasado. Ahora era un señor, un alto empleado del hospital público, dueño de un consultorio privado, un doctor serio y responsable, un respetable jefe de familia (una tentación para las mujeres); atributos que le enorgullecía detentar y que trataría por todos los medios a su alcance de mantener. Era un hombre signado por la suerte; elegido entre los pocos que reciben el regalo de los dioses que interfieren en el destino humano.

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Cap 1spD
Cirila tampoco dejó de ganar con aquel cambio de vida. Además de la libertad que le obsequiaron al desprenderla de «los tentáculos del pulpo», logró para su nueva vida el privilegio de convertirse en la reina del mundo de las domésticas. Nadie podía superar la clase de sus conocimientos culinarios e idiomáticos, su educación, su talento innato para el canto, su bagaje de picardías para la seducción. Conocía las recetas de casi todas las comidas paraguayas y muchas extranjeras, y manejaba con exquisita seguridad tanto el idioma castellano como el guaraní (grados de cultura que ahora agradecía a su tía-madrina Soledad, y que lo veía como una compensación por haberse negado tozudamente a hacerla proseguir su formación escolar). Y por su desenvoltura y simpatía, se convirtió en el terror de sus colegas, pues era capaz de sacarle el novio a cualquiera. En un santiamén se puso al tanto de todos los chismes de la ciudad, de los pecados que pudieran servir para fines extorsivos; y en poco tiempo más estuvo ella misma moviéndose en el vértigo de las habladurías, haciendo uso y abuso de sus cualidades innatas para hacer y deshacer intrigas.

Cirila y Matilde se llevaban cada vez mejor. Una le hacía feliz a la otra. Cirila no necesitaba que su patrona le diera orden alguna; se anteponía a todo: antes de las dos de la tarde, la casa se encontraba impecable, la comida estaba lista (y siempre hacía platos diferentes y deliciosos. Era una maestra de la gastronomía paraguaya). Además, cuidaba a Liz como si fuera su hija, tanto así que la niña solo aceptaba comer y dormir con ella. Matilde, por su parte, la colmaba de regalos, le cuidaba su cabello, la maquillaba cuando tenía alguna cita o alguna fiesta en el barrio donde vivían o en los barrios aledaños. Se ocupaba de todos los detalles que presumieran la vanidad de su empleada. Le encantaba que, al otro día, Cirila le comentara que fue el centro de atracción, que muchas mujeres se habían percatado de su hermoso vestido (mandado confeccionar por Matilde) y de su aspecto en general. Cirila había encontrado su propio paraíso. El único problema que le quedó por resolver fue que no le gustaba su nombre (era muy campesino; solo lo proponían los padres desfasados en el tiempo); pero, lo resolvió en el primer momento haciéndose llamar: Dora, Dorita, que era un nombre que le encantaba. Este cambio fue impuesto también en la casa de los Martínez. De ahí en más, por lo menos en Concepción, el nombre “Cirila” fue sepultado en el olvido.

Y en ese escenario, donde reinaba el buen humor y la autoestima, parecía que el matrimonio se encaminaba hacia una franca superación, hacia una placentera vida de hogar, hacia esa dicha necesaria con que Matilde soñaba contar para sentir que su familia se encaminaba hacia la plenitud de la convivencia. Ella era muy consciente de su meta, y creía con toda su alma que era posible alcanzarla. Confiaba merecer ese paraíso al lado de su marido y de su hija, y se sentía dispuesta a cualquier sacrificio para acceder a su sueño. Jamás se le pasó por la cabeza la idea de que la felicidad pudiera ser un velo tras el cual se encontrase el rostro grave y áspero de la realidad. En ese tiempo, recalco, por predisposición de ella, las relaciones sexuales mejoraron ostensiblemente. Ella dejó a Carlos la iniciativa, aceptó el estilo sexual «realista», sin oponer resistencia; y esta determinación de Matilde, a pesar de sus hondas convicciones al respecto, hizo que ambos fueran embargados de un presente satisfactorio y de un gran optimismo ante el futuro.


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Cap 1spE

Pero, en menos de dos meses, ese optimismo fue apagándose, porque Carlos entendió que había triunfado su forma de fantasear el amor, priorizando el impulso erótico sobre el sentimiento. No percibió que su mujer había cedido con la esperanza de que él también cediera paulatinamente, para alcanzar ambos una armonía intermedia. La nueva estrategia intuitiva de Matilde se basaba en la vieja idea griega del «justo medio» (si es que ésta podría hacerse realidad). La falta de sutileza de Carlos, el paulatino abandono de la práctica de los juegos cariñosos previos, se revelaría con el resurgimiento del maligno conflicto. Por más esfuerzos que ella hiciera para prolongar esa primavera sexual, los demonios volvían apenas Carlos se adentraba con la mente fija en la obsesión de la cópula meramente física, ignorando el erotismo de las caricias, y hacían temblar su espíritu como un pararrayos en una tormenta tropical. Además, el rendimiento sexual de Carlos había mejorado ostensiblemente luego de la circuncisión, operando en su cuerpo un cambio radical en el desempeño viril. Si antes la sensibilidad extrema hacía imposible evitar la eyaculación precoz; ahora, gracias a la solución de aquel problema, podía controlar con la mente el tiempo de duración de la previa. Esto alimentó su inmodestia masculina, lo que desembocó en un mayor deseo de pura carnalidad. Volvía, entonces, la insatisfacción a apoderarse de Matilde. En este punto es bueno aclarar que Carlos, sin percatarse, careció de los impulsos sentimentales para dedicar su voluntad al delicado comportamiento en el post-sexo. Invariablemente, encendía un cigarrillo o se levantaba de la cama, dando a entender que cortaba esa escena para pasar a otra.


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Cap 1spF

En Concepción la corriente eléctrica se cortaba a partir de las diez de la noche hasta las siete de la mañana, y se restituía el servicio hasta las once horas, y se volvía a restituir a las cuatro de la tarde, lo cual significaba que, entre las once y las dieciséis del día, no había electricidad, las horas más agobiantes de calor, las horas del almuerzo y de la costumbre de dormir la siesta; pero es lo que soportaba la usina a diésel que existía (dos motores traídos de Holanda), y la gente tenía que adaptarse a ello. Carlos había preguntado a su amigo César, el fotógrafo, por qué no adecuaban el horario para tener energía en esas horas más calurosas, y César le explicó que el problema no era el horario sino que la usina no soportaría la carga de esas horas, cuando la gente de seguro utilizaría sus calentadores eléctricos para cocinar, sus heladeras, sus ventiladores y otros aparatos. «Justamente, cortan el servicio a esas horas porque, de lo contrario, la usina colapsaría, o el voltaje bajaría a menos de 200V quemando todo tipo de artefactos eléctricos», fue la explicación que le dio. Carlos entendió el inconveniente. Además, César no le comentó a Carlos un problema endémico que le sacaba el sueño a los administradores de la compañía de electricidad: las conexiones clandestinas. Quien más quien menos le vendía a su vecino una terminal para un foquito, a otro vecino para otro foquito, lo cual exigía un permanente control que costaba considerable dinero en sueldos por parte de la empresa, control que también tenía su fisura a causa de la corrupción de esos empleados fiscalizadores.
Así, pues, los habitúes y visitantes del club de juegos del hotel Francés, tenían tiempo a partir de las dieciséis hasta las veintidós horas, seis horas para desarrollar sus pasatiempos y charlar (aunque el salón disponía de cuatro lámparas Petromax, que podían ser utilizadas por los jugadores compulsivos.
Como consecuencia de esta restricción, los hombres charlaban mientras jugaban o leían los periódicos; y solo cuando la conversación se ponía muy interesante dejaban de hacer lo que estaban haciendo, para intervenir con acaloramiento en el tema suscitado.
Carlos e Ignacio se veían casi todos los días. Se hicieron buenos amigos. Jugaban al ajedrez rutinariamente y conversaban de temas que requerían una cierta confianza. Carlos, luego de dos semanas de estudiar hasta los más mínimos gestos del español, sospechando que podría tratarse de un soplón, llegó a la convicción de que nada tenía que ver con el gobierno y que, efectivamente, se trataba de un periodista internacional (Ignacio le hizo leer algunos trabajos suyos publicados en El País). Entonces, al entrar en confianza, ambos tuvieron la libertad de hablar de lo que les viniera en gana, cuidándose, como era lógico, de que ningún curioso estuviera cerca.


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Cap1spG

A la espera del doctor Martínez (no lo llamaba Carlos), Ignacio decidió no salir del hotel esa tarde. Se encontraba en el bar de la planta baja disfrutando de un jugo de piña licuado con canela, hasta que un grupo de cinco jóvenes sentados frente a la ventana, alrededor de una de las mesas redondas que se hallaba casi llena de botellas vacías de cerveza de tres cuartos, le sacó de su paz. Aparentemente habían llegado para apagar la sed; pero, al pasarse de tragos, se estaban emborrachando sin tener conciencia de la bulla que armaban. Se reían a carcajadas de cualquier cosa, hasta del vuelo de una mosca que se bajaba empecinada sobre la nariz de uno de ellos. A través de las espaciosas ventanas, Ignacio pudo ver un camión con acoplado que pasaba con tres enormes rollos de madera, levantando una fea polvareda que obligó a una mujer con sombrilla y camisa de mangas largas a taparse la nariz y la boca con un pañuelo. Uno de los jóvenes se levantó de la mesa y trastabillando se acercó a Ignacio pidiéndole fuego para encender su cigarrillo; se tambaleaba y daba la impresión de que se iría a caer sobre la mesa. Este hecho hizo que Ignacio le negara su encendedor y, levantándose bruscamente, le dijo al joven: «Disculpe. Debo ir al baño», y se alejó para dirigirse al salón de caballeros en la planta alta, donde no se permitía el ingreso a cualquiera. Abandonó su jugo por la mitad. En un primer impulso pensó pedirle al mozo que le trajera; pero, pensándolo bien, prefirió no hacerlo, para evitar cualquier posibilidad de que el joven se percatara de su desaire. Pidió uno nuevo. «Discutir con borrachos», murmuró, mientras tomaba unos de los diarios y se disponía a leer. Cuando pasó casi una hora, pudo divisar la figura de Carlos que llegaba traspasando la puerta del salón, mientras por un altavoz colocado estratégicamente, se oyeron las primeras notas de Contigo en la distancia, una canción de Lucho Gatica.
Carlos e Ignacio, luego de liquidar una botella de vodka con jugo de pomelo, y un lote de cervezas para rematar la jornada, terminaron la noche completamente borrachos, y el mozo tuvo que ayudarlos a ambos a abandonar el bar del hotel. De aquella forma en que terminó la velada, Carlos recordó al otro día la fuerza y la buena disposición del mozo, que cargó con uno a cada lado hasta un taxi que estaba ya esperando en la calle. «Tendré que llevarle una propina», pensó, en medio de la resaca. No recordaba ni quien pagó la cuenta, ni si siquiera pagaron; pero, como el dueño del hotel le conocía muy bien, no era ese el problema que le preocupaba, sino el hecho de que pudiera haber pagado su amigo, Ignacio. Le clavaba como una espina la posibilidad de que Ignacio pensara que él pudo haberse hecho del desentendido de la factura.
Como a todas las esposas del mundo, a Matilde no le gustaba que su marido bebiera, y menos que lo hiciese hasta el colmo de la borrachera con que llegó aquella madrugada, sin poder sostenerse y abrazándose a ella. No obstante lo que soportaba (menos mal) tenía la delicadeza de no protestar sino hasta el día siguiente, cuando éste se encontraba ya lúcido.
—Mañana todo el mundo sabrá que estuviste muy borracho —le dijo Matilde, como una forma de cargarlo de sentimiento de culpa.
—Carajo —le respondió, éste—. En esta ciudad se sabe todo lo que hace todo el mundo.
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La compasión es la manifestación civilizada del desprecio.



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Óscar Distéfano
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Re: Novela: El amor en los años sesenta

Mensaje sin leer por Óscar Distéfano »

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Cap 2spA
En poco tiempo el matrimonio Martínez-Miranda, incluyendo la compañía de la feliz Dorita, se hallaban bien instalados en su nueva ciudad, en una casa amplia, bien aireada, antigua construcción de estilo francés, con altos techos (para combatir los veranos agobiantes), cielorrasos de yeso con esquineros moldurados, pisos de vistosas baldosas hidráulicas artesanales, un encantador patio interior, y un aljibe colonial en el medio con su arco de hierro artísticamente forjado. Además, casi todo el patio se hallaba cubierto por una tupida parralera que, según la dueña de casa, en diciembre se llenaba de uvas. Este sector apacible de la casa era el que había terminado de influir en la decisión de Matilde por alquilar el inmueble —con opción a compra—. Le encantaba esa cueva de plantas donde su mente se distendía y se entregaba a la imaginación. Y tal fue así que, con el tiempo, se convirtió en el «estar diario», en la estancia donde se consumió el mayor tiempo de la convivencia y de las reuniones sociales que organizaba Matilde.
Colgando de dos pilares cilíndricos, se encontraba, siempre que no lloviera, la hamaca paraguaya, donde Matilde y Carlos gastaban sus ratos de ocio.
Acostarse junto a su esposa en la hamaca, cada uno con la cabeza a los pies del otro, significaba para Carlos soplos de verdadero regocijo. En la forma curva y angosta de su hueco, sus cuerpos se juntaban como por una fuerza gravitatoria donde, al contrario de lo que sucede sobre una superficie plana, resultaba más difícil separarse que unirse. Sentía el contacto del cuerpo amado en toda su extensión; y, cuando vestía falda y no pantalón, visualizar las zonas más íntimas de sus muslos (ella se depilaba hasta unos quince centímetros por encima de las rodillas, dejando sus vellos más íntimos por pedido expreso de su marido). Los menudos y pulcros pies cerca de su pecho, le brindaban el placer de observarlos con ternura, y de acariciarlos como se acaricia una paloma. Luego de cinco años de matrimonio, a pesar de los inconvenientes de compenetración, él seguía amando a su mujer como a una estrella cuya belleza seguía irradiando su luz para él solo.

En una de esas tardes en la hamaca, en medio de la charla surgió el tema de la infancia de Carlos. Matilde sintió la curiosidad de cómo fue tratado Carlos, qué tipo de influencias recibió de uno y otro progenitor. Así, pues, detuvo el ritmo de la conversación para manifestar su curiosidad:
—Cuéntame alguna anécdota de tu niñez, donde participen tus padres.
Luego de pensar un momento, Carlos recordó una en especial (donde él se viera, si no como un héroe, como un chico valiente y decidido).
—Recuerdo que a los ocho años —empezó diciendo, Carlos— robé a mi madre un billete de dinero de su ropero, suma que me sirvió para ir a la heladería con quince amigos del barrio, a quienes les compré un «helado palito» a cada uno, pero tuve que pagar por veintidós, porque siete chicos que no eran mis amigos se acoplaron a la fila sin que yo me haya percatado. Con el dinero que me sobró pude comprar una pandorga con su hilo, de un amigo, una pelota de goma (no alcanzó para una de cuero, que era la que yo quería), golosinas; y el dinero que me siguió sobrando lo deposité en un envase vacío de leche Nido y lo guardé, al otro día, entre las tupidas plantas del jardín.
Cuando llegué a casa, mi madre ya se había enterado del hurto. No entendí cómo fue que lo descubrió; pero, cuando crecí, deduje que mi madre, al percatarse de mi ausencia, fue a verificar su dinero que lo tenía bien contabilizado. Era la única deducción lógica. Lo cierto es que mi madre quiso castigarme físicamente con un cinto de cuero; pero, mi padre, quien estaba «aperitando» en el jardín con un amigo, se opuso tenazmente, y me salvó de uno de esos dolorosos cintarazos con que mi madre nos «educaba» a mi hermano y a mí. Recuerdo que, aceptando la exigencia de mi padre, ella había dicho: «Bien —mientras enrollaba su cinto—; entonces, vaya a arrodillarse frente al ‘santo’ por una hora y arrepiéntase». El santo era un enorme cuadro de San Jorge matando al dragón, que a nosotros nos infundía temor por el símbolo de violencia que representaba. El castigo consistía en arrodillarnos sobre granos de maíz o de sal gruesa el tiempo indicado. Para ese, entonces, generalmente, nuestras rodillas ya empezaban a sangrar.
—Te educaron como a todo un hombrecito.
—Creo que sí, porque mi padre no estaba en contra de los castigos que no fueran cintarazos.
Ella se acercó y le dio un beso. Quería premiarlo por la tortura infantil que había soportado.
En ese tiempo, adentrado en la década del sesenta, la ciudad de Concepción era muy tranquila, debido sobre todo a la falta de accesos viales. Era una ciudad aislada en la geografía de la república. Solo se podía llegar a ella desde la capital a través del río y por vía aérea (al Brasil se llegaba por la ruta de tierra de doscientos kilómetros que, ante cualquier llovizna, se clausuraba, a no ser que accedieras a coimear a la policía caminera, en cuyo caso te ponían un letrero en el parabrisas donde se leía: «Misión especial», y te dieran el paso libre bajo tu responsabilidad, ya que el suelo de tierra colorada gomosa convertía la carretera en un obstáculo muy difícil de trasvasar.
Ubicada a orillas del río Paraguay, distante cerca de cuatrocientos kilómetros de la capital, era habitada por una gran mayoría de descendientes de inmigrantes europeos (y entre estos, la mayoría eran italianos) que habían huido de la primera y segunda guerras mundiales, quienes vivían en el casco urbano y eran los propietarios de todos los comercios importantes de la ciudad. Ahí vivían, olvidados del odio racial, distintas nacionalidades y razas: se podía ver a un árabe jugando a las cartas, charlando o discutiendo, con un judío; un italiano del norte con un italiano del sur; un griego haciendo amistad con un turco; un ruso amenizando con un polaco, con un ucraniano, libres todos ellos del veneno de la sangre, hermanados por un gentilicio único: paraguayos. Un cierto ámbito cultural se palpaba en el trato de las personas y en las actividades sociales que se realizaban con bastante asiduidad. Eran gentes arraigadas plenamente (Pienso que si Tomás Moro hubiera podido ver este fenómeno social, hubiese creído estar en Utopía.) La mayoría hablaba el guaraní, a pesar de que las madres castigaban a los hijos que pretendían aprenderlo. La discriminación hacia la lengua indígena era muy fuerte. Decían que entorpecía el correcto manejo del castellano. En este punto, Carlos consideraba que el motivo era absurdo (le enseñaba a Liz palabras y expresiones en guaraní), ya que los descendientes de italianos eran mayoría, y muchos de ellos seguían comunicándose en su lengua materna (manejaban tres idiomas con bastante fluidez). Y sabía él que en Pedro Juan Caballero se hablaba en cuatro idiomas: portugués, castellano, guaraní y la lengua materna; y que la mescolanza burda de idiomas solo se daba en las clases bajas, en las personas que carecían de una buena educación.

Carlos y Matilde se encontraron con una sociedad muy trabajadora y educada, que perseguía una vida tranquila, consolidar la familia y educar a los hijos. Se conocían casi todos entre sí, principalmente en el perímetro céntrico, y se visitaban con frecuencia. Asistían puntuales a cuanto acontecimiento social acontecía: cumpleaños, velorios (de asistencia sagrada), bailes en los clubes, y la misa dominical en la vistosa catedral que se había construido con aporte de la sociedad (también de asistencia ineludible, so pena de ser estigmatizado). En cuanto a la nostalgia de aquellos inmigrantes, solo los más viejos, los que nacieron en sus países de origen, los que tuvieron que deslomarse años trabajando para forjar un capital, sufrieron el «síndrome de Ulises»; pero, los descendientes se encontraron libres de la nostalgia y sintieron el fuerte arraigo hacia la hospitalaria tierra guaraní. Se sentían más paraguayos que la yerba mate.

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Cap 2spB
Esa noche, Carlos parecía decidido a asumir de una vez y para siempre su papel de amo y señor de la casa, desde el terreno administrativo hasta los dominios de la alcoba. Las últimas circunstancias (el suceso de la mudanza y la circuncisión exitosa) lo estimularon en su hombría, lo hicieron verse fuerte y dueño de la situación (bueno, ahora ya estaba instalado en su propia casa, el futuro se encontraba ahí, frente a él, disponible, ancho, venturoso, esperando su determinación enérgica, la revalidación de su papel como cabeza de familia, ¿qué otra alternativa podía existir?). Era la primera vez en su vida que se encontraba en la situación de que tres personas dependieran directamente de él, que los cuatro integrantes de la familia debían vivir de lo que él proveyera; y este cambio, de lo cual tuvo absoluta conciencia, lo hizo sentirse importante y cargado de energía vital. Aunque, por otro lado, le nació en su comportamiento marital algunas actitudes que Matilde consideró jactanciosas (por no decir dominantes).
Matilde seguía atrayéndolo como nunca: todos sus movimientos, los gestos, esa voz susurrante, esa sonrisa con hoyuelos (regalo visual constante, porque ella era de sonrisa fácil) que aumentaba su belleza, esa mirada pícara, esa sensualidad ingenua que le nacía con naturalidad, llenaba de vida su vida. La amaba con sinceridad, con celo y avaricia, con todo su corazón, que era capaz de enviarle un ramo de flores en un día cualquiera, de escribirle una carta de amor como si fuera una mujer a quien conquistar para su novia (podía describir en dos páginas las sensaciones que experimentó en una noche de amor), estar atento a todos sus movimientos cada segundo, hecho que era correspondido por Matilde, quien no podía desde luego rechazarlo.
Esa era la razón por la cual Matilde permaneció hechizada por esa manifestación de amor absoluto que Carlos le demostraba todo el tiempo. Ella también lo amaba; y, a pesar de pasar muchas horas sin su compañía, todas las actividades que emprendía en la jornada del día lo llevaba a cabo con alegría, porque su mente fantaseaba con la idea de encontrarse con él al anochecer.
Luego de aquella maratónica sesión que tuvieron antes de la mudanza, Carlos se quedó con la impresión de que habían conquistado la dicha necesaria; y en todos esos primeros tiempos en su nuevo hogar, él sentía un especial deseo de hacer el amor con ella, como si en ese acto se encontrara la clave para mantener la armonía conyugal; y, al mismo tiempo, para borrar, de una vez y para siempre, aquellas experiencias angustiosas que lo habían llevado a dudar de su virilidad. (Imagínense: llegar hasta el extremo de pensar que el problema se encontraba dentro de él mismo; que existía una falla orgánica o psíquica en el interior de su propio organismo. «¡No! ¡Fuera demonios! Me siento capaz de superar estos negativismos», pensó con mucha propiedad).
No creo que sea inconveniente repetir una vez más que Carlos anhelaba una entrega total de su mujer, como las que ya había experimentado en varias ocasiones (no solo en la última) en que lograban congeniar (aunque no fueron tantas como para sentirse tan seguro), sin previas condiciones de ningún tipo. Ahora, más que nunca, le resultaba ridículo y restringido el eterno pedido de demostrar primero su sentimiento para tener derecho a liberar su instinto. Había odiado que su mujer le dijera en no pocas ocasiones: «Solo quieres mi cuerpo». Él estaba convencido de que el placer sexual se podía dar indistintamente, con ternura y sin ternura, a veces romántico y a veces meramente lascivo; no era justo que lo obligaran a una acción o disposición antes que a la «otra». Cumplir esa condición siempre se le había parecido una forma artificiosa de hacer el amor. Era como si le dijeran: «Solo podrás besarme si previamente me sonríes, o si me dices que me quieres». Esa tácita imposición le resultaba francamente extorsiva, chantajista; pero él no podía enojarse con ella, ya que sabía que su mujer nada tenía de maquiavélica, que ese comportamiento le nacía con espontaneidad, ingenuamente, producto de la «educación religiosa de mierda (fanática)» que había recibido.
Esta vez, Carlos hacía inflamar su fantasía, y se le antojaba tomarla a Matilde en sus brazos, estrujarla, encender su alma con el fuego de la pasión, contagiarla de carnalidad, de erotismo sano, porque estaba convencido de haber logrado que se aflojara aquella anticuada resistencia, se abandonara al vértigo del deseo, al éxtasis que él se encargaría de asegurar. Pero la realidad era un muro donde iría a chocar su ilusión.
Matilde estaba cada vez más en contra de la lujuria de los burdeles, de la lascivia egoísta, del sexo por el sexo, no solo porque las monjas le habían inculcado que era primitivo y detestable el apetito desordenado e ilimitado de los placeres carnales, que la avidez sexual sin intervención del alma humana («que es lo que nos diferencia de los animales», había escuchado en tantas clases de religión) era sucio, pecaminoso, cínico y desagradable a los ojos de Dios, sino porque ella misma, en su propio cuerpo, en su propia conciencia, experimentó ese vacío de entusiasmo por el futuro, ese vacío de emoción ante la falta de comunión de almas. Su lucha por «espiritualizar» a su marido no había terminado. Recordaba que Carlos le había dicho una vez que odiaba las condiciones que pretendían imponerle para permitírsele tener sexo; y Matilde se reprochó a sí misma no habérsele ocurrido la respuesta que ahora tenía clara en la mente: una sentencia del filósofo Aristóteles que había aprendido en el colegio, «Somos lo que hacemos repetidamente. La excelencia, entonces, no es un acto; es un hábito». Matilde pensaba que Carlos tenía la capacidad intelectual para comprender este pensamiento aristotélico, y también la voluntad para practicarlo. «Es cuestión de insistencia», pensó con optimismo.

Por su lado, Carlos pensaba que la realidad no era así. Él consideraba que su deseo sexual no se saciaba masturbadoramente con el cuerpo de Matilde, que no cualquier mujer podría satisfacerlo; porque, si la cuestión consistía en disponer de cuerpos desnudos, él se pasaba rechazando más de una oferta a la semana. Él ambicionaba, como esas parejas que aman viajar y juntos disfrutar emocionados de cada viaje que emprenden, viajes eróticos donde ella disfrute con la misma exaltación que él.
Siempre se esforzaba porque todo estuviera bajo control —más aún después de la circuncisión—, consciente de tener consigo la única compañía íntima que él deseaba, sin caer en un apetito desenfrenado con la imposibilidad de controlar la libido. No entendía cómo Matilde no podía ver o sentir que su calentura era por ella y no por ser mujer.
Carlos le culpaba directamente al catolicismo de Matilde esa condena al erotismo, esa negación de que el erotismo es innato en el hombre y que el deseo sexual en sí mismo es lujurioso o pecaminoso. Recordó una anécdota que Matilde le había relatado de su época en que estuvo pupila en el María Auxiliadora. Durante el baño, las monjas le prohibían tocarse abajo. Para higienizarse sus partes íntimas debían hacerlo con una pequeña toalla mojada «porque el contacto directo incita a la concupiscencia y lleva al pecado». Carlos, como médico que era, sabía que la lujuria está relacionada con los pensamientos posesivos sobre la otra persona, y la obsesión puede llegar a un extremo patológico, y puede generar exigencias sexuales humillantes, abusos y hasta violaciones. Pero estas desviaciones no formaban parte de su convicción ni de sus prácticas. Lo suyo era sano, el disfrute carnal libre de depravaciones, con humanización del ser amado, nunca considerándola un objeto sexual. Su único problema se reducía en la incomodidad que sentía ante las manifestaciones prolongadas (lo que él consideraba prolongadas) de ternura. Un ejemplo de la disparidad: a él le gustaba besar un tiempo «lógico»; a Matilde, horas, podía estar hora besándose.
¡Ah! Así como un alcohólico desea que su mujer lo acompañe en su vicio, ¡cuánto deseaba oír el jadeo de su esposa! ¡Cuánto anhelaba que el potro cabalgara sin la necesidad de bridas! Conquistar juntos las impúdicas praderas, adentrarse por esos territorios que enardecen la sangre, haciendo olvidar las mezquindades y miserias humanas. Liberarse, desplegar las alas y volar, hasta sentir el saludable aire de las alturas, hasta desprenderse de los falsos prejuicios, para convertir ambas naturalezas en una sola emoción, en un espíritu común que haría desaparecer el abismo de la soledad.
Pero se trataba de un sueño indefinido, o mejor dicho, mal definido. No se presentaba en su mente con la suficiente claridad como para atraparlo, despedazarlo, desmenuzarlo, estudiando cada una de sus partes, hurgando sus músculos, sus articulaciones secretas, sus corrientes sanguíneas, hasta dar con la clave, con el misterio que le daba vida, y así encontrar el veneno exacto para acabar con su existencia. Veía solamente como a través de un velo; es decir, el rostro en el velo. Carlos consideraba que el cuerpo de Matilde, con el pudor que la obligaba a apretar las piernas ante un intento de incursión sin venia en las zonas «prohibidas», y debatiéndose en la lucha absurda por conservar una mesura creada por la rutina, se le mostraba tentador, y hacía crecer el hambre acumulado, que fue aumentando día a día como el cauce de un río en época de lluvias. Y, en esa noche, él deseaba llegar a la desembocadura en el mar, pues creía correr por una pendiente segura que le daba dicha pauta. No consideraba ya la posibilidad de un recodo, como tantas veces.
No le encontró a Matilde entusiasmada luego de las señales que le envió. Se había acercado a ella por la espalda, dándole un beso en el cuello y rodeándola con ambos brazos a la altura de su pecho. Ella aceptó las caricias, pero no las retribuyó; parecía tener en mente cosas más importantes en qué pensar. Quizás haya sido el hecho de que ese día se estaba dedicando de lleno a sus plantas y le fastidiaba dejar su tarea sin concluir. Carlos intuyó que podría tratarse de eso la frialdad de su mujer; y le daba rabia esa prioridad ridícula, pero también sabía que ese comportamiento formaba parte del carácter de ella. Daba vueltas, como un perro alrededor de un gato que se le enfrentaba, siguiéndola por todo el patio, disimulando su nerviosismo e impaciencia; luego, haciendo cosas que aparentaran lógicas (se cepilló los dientes, encendió un cigarrillo, se acostó en la hamaca...), sin encontrar el modo de lograr la comunicación, de encender esa mirada absorta en las plantas; es decir, sin avistar el agujero de luz por donde acceder al paraíso acompañado de su amada. Hablaba cosas triviales, perdiendo el tiempo de adrede, con el propósito de serenarse, resignándose a esperar que terminara la tarde («Tengo toda la noche por delante. Tranquilízate, Carlos, ya que hoy conseguiremos que sea ella quién, voluntariamente, se entregue sin condiciones», pensó), para no confundirse, como tantas veces le había sucedido después del primer rechazo.
Pero, al llegar la noche, la situación no varió. Ella seguía comportándose con indiferencia, acomodando ropas, dándose una ducha, lavándose el pelo, poniéndose a secar su pelo, vistiéndose con ropas de entrecasa (de esas que tapan la sensualidad), y luego se acostó cubriéndose con la sábana dispuesta a leer su libro de cabecera.
Daba lástima verlo a Carlos mientras se complicaba lentamente con el correr de los minutos. ¿Qué le costaba seguir los gustos de su mujer? ¿Qué le costaba decirle mil veces «te quiero»? ¿Qué le costaba al desgraciado volverse indiferente a aquel problema tan nimio de su mujer, acercarse a ella con confianza, arrancarle las sábanas, despojarle de sus ropas y decirle con la naturalidad de un amante enardecido y dueño de la situación:

Eres hermosa, Matilde mía. Me gusta tu cuerpo así como tu alma; me gustan tus senos, tus muslos, así como tus ojos, tu mirada; y me gusta la suave colina de tu cuerpo, como me gusta la tibieza de tu piel y tu sonrisa. Me gustas entera, mi amor. Entonces, por favor, entrégate a mí entera; no digas nada, no hables, no te quejes; solo piensa que yo te amo y que quiero que disfrutemos de nosotros; solo quiero hacerte el amor como yo sé hacerlo; déjame a mí guiarte; déjame decirte que te deseo, que me tienes loco de pasión y que soy enteramente tuyo.

Pero semejante proceder era impropio de la naturaleza de Carlos (le resultaba exageradamente romántico o poético). Él no había nacido para perderse en laberintos sentimentales sobre problemas tan instintivos, como así tampoco, para declarar su pasión con tanta espontaneidad. ¿Acaso esas cuestiones necesitaban ser analizadas? ¿No era que ese arte lo traían los genes y el tiempo, como trae la prudencia la senectud? Su condición existencial le bloqueaba cualquier manifestación romántica.
«Basta ya de pensar en tonterías» —se dijo Carlos a sí mismo, pues sospechó que sus pensamientos se perdían en sandeces.
Matilde también sentía deseos de hacer el amor. ¿Acaso podría contradecir las vibraciones de su cuerpo, de su instinto? Presentía la existencia de un mundo no descubierto aún por ellos, donde se encontraba la dicha necesaria de un matrimonio; pero, ¿cómo desatar todas esas cadenas que la tenían aprisionada? ¿Cómo matar aquellos demonios que se parapetaban en el tuétano de su voluntad? ¿Cómo hacerlo ella sola, con sus simples manos, con su inexperiencia, con su confusa visión de la vida sexual? Necesitaba otra mano, unos fuertes brazos, una luz que iluminase todos los rincones de su maligna oscuridad.
Sola era imposible. ¿Y quién era ese hombre que se movía nervioso frente a ella? ¿Qué perpetraba? ¿Cuánto tiempo hacía que lo acompañaba, que custodiaba su vida, que caminaba a su lado todos los caminos de la rutina, aun aquellos más difíciles? ¿Quién era ese hombre ahora desconocido, Dios mío? ¿Cuántos años más duraría esta soledad acompañada?
Él se acercó y le dio un beso. Era un beso que deseaba ser furor inmediato. Era un beso de catador, y no de aquellos que liban el vino porque conocen ya el gusto. Ella sintió, al venírsele encima los lengüetazos y las mordidas de orejas, que solo buscaban exhumar la calentura de ella que él creía muerta. «Por lo visto ya no va a cambiar más», se decía, decepcionada de la urgencia fisiológica de Carlos. Se renovaba el mismo drama que venía repitiéndose por más de cinco años. Y no era solo la urgencia el demonio que impedía la comunión de las almas, sino otro demonio más: la nula voluntad para despertar con caricias tiernas la libido de Matilde. Si lo hacía era un estudiante obligado a cumplir con sus deberes para rendir satisfactoriamente.
Él sintió los indicios dolorosos del pedido de tregua. Y como dos socios de una empresa que no podían separarse debido a los compromisos mutuos asumidos, se resignaron a la incompatibilidad de principios, y prosiguieron el juego que ya se había iniciado. Un juego que a pesar de lo gastado, salvaba a ambos del aburrimiento, solamente porque no se llegaba nunca a un final.
—Matilde…, no seas así conmigo.
—Es que no siento ganas ahora, mi amor.
—No puedes negarte de nuevo. Siempre me dices mañana, mañana…, te prometo…, y me mientes. ¿Por qué, Matilde?
—Yo no te miento. Yo también quiero ser feliz. ¿Acaso piensas que estoy actuando?
No…, no. Es solo que no entiendo…
Matilde se calló. Parecía como si perdiera el interés por la conversación. Siempre que pescaba en los reclamos de Carlos esa insistencia, sin importarle la verdadera causa de la negación, ella reaccionaba así: levantaba la vista, se restregaba las manos, y demostraba a través de sus gestos una falsa mortificación que escondía un imperceptible disgusto.
Los ataques de melancolía y opresión que Matilde sufría eran consecuencias de su insatisfacción. Inconscientemente, ella buscaba «algo más» en su relación de pareja, la fuente idealizada de la dicha necesaria. No aceptaba la opción de su marido hacia un erotismo puramente carnal que cada vez se acentuaba más, de utilizar el sexo como un estímulo para llegar «eventualmente» al amor, con la «excusa » de no mezclar los sentimientos con el deseo, de ser un día Romeo y al otro día Casanova. Una voz profunda que emergía de sus entrañas reclamaba mayor pulsación en su latir en la existencia, el aurea mediocritas que su espíritu percibía y anhelaba, y cuya carencia la atormentaba; más aún, en las noches de fornicación consabida y mecánica con su marido. Caminando los desiertos de sus días, iba bebiendo de los pequeños charcos que encontraba para ella, mientras oía a lo lejos el sonido de la fuente cristalina, cuyo borboteo lo atraía poderosamente.
Estaban ya acostados en la cama en pleno forcejeo. Ella esquivaba los besos bajos y trataba de detener las manos que se deslizaban por sus caderas y muslos, aunque sin mucho éxito, debido a la fuerza muy superior que la atenazaba. Cerraba las piernas, entrelazándolas, y él trataba de abrirlas con sus rodillas. Se movían jadeantes.
—Vamos, mi amor. No seas así conmigo.
—Déjame, por favor; hoy no quiero, Carlos. Eran las mismas palabras de siempre. La representación constante y repetida, que transformaba la obra en una perfecta escenificación.
A veces ganaba él, vencía la resistencia; a veces, ella, cuando él, fastidiado, abandonaba su asalto.
Es muy probable que se hubieran acostumbrado ya al eterno regateo; que le hubieran encontrado su propio placer (aunque resultara desagradable creerlo); y que esos tiras y aflojes hayan llegado a constituir parte esencial de la velada. Es probable, también, que hayan entrado sin querer en un callejón sin salida, en un círculo vicioso, sin la opción de retroceder.
Habitualmente, la resistencia que oponía Matilde iba cediendo lentamente, como un dique a las fuerzas del agua de la creciente, la cual aumentaba la excitación de Carlos; pero así mismo, esa caída inminente, esa entrega mecánica, costaba un arduo trabajo de ablandamiento. Con la paciencia de un león en celo, se iba consiguiendo crear las grietas, ayudado por las horas largas de la madrugada.
No se trataba de un disimulo, de una treta femenina, de un ardid de rameras que buscara mantener y aumentar el interés de su cliente; era un sincero rechazo, sin mendacidades ni dobles intenciones.
Unos meses después, cuando el reclamo se repetía indefectiblemente, y la negación también, Carlos empezó a sentirse irritado por el condicionamiento. Le empezó a disgustar de veras tener que hacer tal cosa para lograr tal otra. Pensaba que unas veces podría darse de la manera en que ella reclamaba; pero no siempre; él pensaba que hay veces que la libido obliga a actos puramente carnales (urgentes, inclusive), sin que ello signifique que el sentimiento del amor sea despreciado u olvidado.
El reclamo de afecto como condición sine qua non para acceder al sexo tuvo también su origen en aquella misma noche del reconocimiento carnal entre los cónyuges. Carlos, de buenas a primera, no tomó conciencia del hecho. Sintió como algo normal que ella le dijera: « No…, no…, espera, no me toques todavía…, bésame primero». Recordó que los amigos suyos decían siempre: «Las mujeres siguen diciendo ‘no’ hasta cuando la tienen dentro».
Poco a poco fue considerando aquel requerimiento de su mujer como un dulce chantaje; y a partir de entonces, debido a su carácter sumamente machista y terco, se fueron metiendo aún más en el callejón sin salida que les angustiaría todo el tiempo. Le resultaba intolerable que su mujer pretendiese una forma específica de hacer el amor. Y no es que él estuviera en contra de iniciar el previo juego afectivo; lo que no admitía era que su mujer le impusiera ese mandamiento como condición. Lo que él aspiraba es a que todo fuera natural; un día podría llevarse a cabo como a ella le gustara; y otro día, como a él.
Así…, como una noche más entre las tantas, se fue muriendo aquélla; y los amantes, extenuados por el cansancio físico, y espiritualmente insatisfechos después de descargar sus emociones (y después de que Matilde se hubo bañado y vestido), se dispusieron a entregarse a un resignado reposo.


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Cap 2spC

Al contrario de lo que se podría suponer, Matilde no era una mujer frígida. Ciertamente, la estricta educación recibida, bajo la severidad de su padre y la no menos severa moral católica que le impusieron en el colegio de las monjas salesianas, había creado en ella algunos bloqueos psicológicos que la aprisionaron en la «doncellez», a pesar de ser atacado con fuerza por la onda expansiva de la revolución social que se encontraba en pleno apogeo. Matilde era una amante apasionada, aunque su pasión estaba condicionada al amor romántico, atada al sentimiento (convicción que era fruto de su educación). Su fantasía durante el acto sexual era de bajo vuelo (intuitiva); cuando recibía una buena dosis de ternura, dejaba que Carlos llevara la iniciativa, se entregaba a todos los juegos que le sugiriera él, siempre y cuando no traspusiera una línea roja que ella se afanaba en marcar. Esa línea, de muy difícil visión y aceptación por parte de Carlos, se encontraba entre el sexo debajo de la sábana y el erotismo abierto, de estímulos netamente físicos, sin luces apagadas, de carnalidad pura. La duración de estos actos sexuales podía sobrepasar horas, toda vez que el comportamiento de su hombre permaneciera dentro de la sublimidad, o terminar ásperamente si ella sentía que él la estaba tratando como un objeto sexual.
Inmediatamente después del momento íntimo (era lo que más frustraba a Matilde), Carlos dejaba de decirle esas palabras cariñosas, halagadoras, dulces, para preferir hablar de temas rutinarios, intrascendentes, fumar un cigarrillo, levantarse, descorrer las cortinas, antes que reconocer el problema incrustado entre ambos y buscar enfrentarlos con franca disposición. Matilde pensaba que la frialdad post-sexo de Carlos era una manera muy machista de intentar someterla, de obligarla a aceptar los hechos tal como sucedieron, tal como la iniciativa de él los condujeron. Pero, estos conceptos, Matilde no los tenía claros así como en este párrafo están expuestos. Ella se guiaba por su intuición, siempre por su intuición, por las órdenes que le llegaban de su enraizada conciencia, del acuerdo mutuo de las voces de su interior.
Por su lado, Carlos, sin haber logrado nunca erradicar de su comportamiento esa tendencia al sexo per se, amanecía todos los días con la esperanza de que ella le comprendiera y le aceptara tal cual sentía la relación sexual. Generalmente, se levantaba por las mañanas, se vestía sin hacer ruido para no despertarla, bebía su café preparado por él mismo y, antes de marcharse a trabajar, volvía a entrar al dormitorio, para observarla durante unos segundos, abrazada a la almohada, enredada entre las sábanas, y se sentía tan lleno de amor que se hubiera puesto a desistir de ir a trabajar para acostarse de nuevo a su lado.
Última edición por Óscar Distéfano el Mar, 06 Feb 2024 14:56, editado 2 veces en total.


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Ana García
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Re: Novela: El amor en los años sesenta

Mensaje sin leer por Ana García »

Sigo muy atenta la lectura, Óscar.
Como siempre muy bien escrito.
Un abrazo.
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Óscar Distéfano
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Re: Novela: El amor en los años sesenta

Mensaje sin leer por Óscar Distéfano »

Ana García escribió: Jue, 09 Jun 2022 21:32 Sigo muy atenta la lectura, Óscar.
Como siempre muy bien escrito.
Un abrazo.

Gracias, querida compañera. Para mí es un honor tu presencia (y tu paciencia).

Un abrazo de amistad.
Óscar


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