"Un joven cualquiera"(Primera parte. Cap.8,9 y 10)

Cuentos, historias, relatos, novelas, reportajes y artículos de opinión que no tengan que ver con la poesía, todo dentro de una amplia libertad de expresión y, sobre todo, siempre observando un escrupuloso respeto hacia los intervinientes.

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Ramón Carballal
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"Un joven cualquiera"(Primera parte. Cap.8,9 y 10)

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CAPÍTULO OCHO

Se encontraban sentados frente a frente, como dos jugadores de ajedrez. Luis acababa de terminar el servicio militar, su piel olivácea recordaba los días al sol en tierras del sur. A mí siempre me daba la impresión de que podía haber hecho carrera castrense, era seguramente por ese aspecto rústico, desaliñado, de barba naciente, y esa mirada desafiante que a veces tenía, como si te retara a contravenirle. Sin embargo, aquella tarde, su imagen abatida, contradecía la expresión habitual. Matías le miraba a los ojos y fue el primero en hablar:
-Bueno, ¿qué es lo que querías?-dijo Matías con evidente disgusto
-Es por ese asunto de Sebastián que me contaste. Me extraña tanto lo del accidente de coche-dijo Luis. Estoy preocupado por él.
-No tienes que preocuparte, seguro que es una confusión. Aunque, la verdad, es que podría ocurrir. Sebastián bebe mucho, además, es de esas personas a las que el alcohol vuelve indiferente a todo y son capaces de asumir más riesgos de los debidos.
-Yo no lo creo así, Matías. Es posible que alguna vez haya cogido el coche con alguna copa de más, pero nunca le he visto hacer tonterías.
-Mira, Luis, dejemos que la justicia haga su trabajo. Lo único que puedo decir es que si puedo ayudarle en algo, lo haré.
-Y yo también, por supuesto.

Matías mostraba signos de sentirse molesto, y alegando una excusa, se despidió de Luis. Este por su parte pensaba, con un temor atávico, que si Sebastián era culpable, de alguna manera lo seríamos todos. Quería entenderle, apoyarle, pero tenía miedo. Algo en su interior le decía que había que rehuirle, que su caída le arrastraría también a él. Era como si estuviéramos irremediablemente unidos y la perdición de uno se extendiera, cual epidemia, al destino de los demás, condenándonos en conjunto, por una especie de cooperación necesaria al delito, fuera quien fuese el verdadero autor o responsable. Esto también lo presentía Matías y ese riesgo no lo quería asumir, él era la esperanza, el libro abierto donde todavía se podían escribir líneas sin mancha, y Sebastián era la tinta mojada que convierte el coherente discurso de los hechos en agujero negro que absorbe el porvenir y lo mata. A Matías solo le interesaba la historia de Sebastián para contarla, no para participar en ella. Le espiaba a escondidas, le analizaba, convencido de que su extrañeza merecía un relato pormenorizado, algo más que la crónica de un suceso, pero de ahí a tener que purgar sus culpas existía una gran diferencia. No estimaba a Sebastián, le interesaba como espécimen de laboratorio, nada más .En su labor de detective no movería un dedo por él, tampoco le compadecería, iría anotando punto por punto los síntomas de su deterioro con el escrupuloso celo del investigador, solamente como tributo al testimonio que le debía. Pues era cierto que Sebastián le había ayudado, como nadie lo había hecho, cuando una depresión, el primer año de su reencuentro, le aisló del mundo. Pero de ahí nacía su resquemor. Hay quién alimenta el odio contra aquellos que conocen sus debilidades, y en vez de agradecimiento sienten un incontenible deseo de dañar al confesor, y esperan la ocasión como el cazador ronda a su presa, fingiendo una amistad inexistente, ocultando sus verdaderos sentimientos. Se convertiría en el cronista de una destrucción, de la bajada a los infiernos de su confidente ¡podría soñar con un triunfo mayor! Mentía cuando le dijo a Luis que a Sebastián no le pasaría nada, creía y deseaba con todas sus fuerzas que el proceso de su descomposición fuera imparable; ignoraba si la circunstancia del accidente sería el desencadenante, pero este, estaba seguro, suponía una buena oportunidad para sellar la suerte de Sebastián. ¿Qué esperaba Luis que hiciera él? Luis, tras sus rasgos de rudo montañés, escondía un temperamento débil. Y la debilidad, era lo que menos necesitaba Matías.



CAPÍTULO NUEVE

En la madrugada las luces mortecinas de la calle empedrada me decían que no siguiera. El Franco era una vena seca, extraña al tránsito imparable que mostraba en sus horas de plenitud. Las farolas amarilleaban las losas brillantes, el silencio llenaba los huecos de los bares desiertos, nada se oía, ningún ser mezclaba el peso de su densidad con la visión nítida de un luna fósil; las sombras estaban ausentes, los olores esperados se fundían en el aire inodoro, el gusto a marisco insípido se pegaba a las yemas de los dedos y se guardaba como un perfume caro, el sonido de mis pisadas martilleaba el suelo como llamando a los muertos o a los divertidos duendes que alegran las voces y aligeran las penas, que estimulan la risa de los jóvenes paseantes y de las viudas en deuda que no supieron entregarse en vida a los amantes solícitos, y por ello circulan como diletantes espíritus, endomingadas de carmines y maquillajes espesos, al saludo de galanes supuestos, engañadas al rechazar los requiebros amatorios de algún joven que en apuesta inmoral hace de la burla ganancia de vinos y aguardientes, para él y sus colegas guasones, ignorantes de la fibra sensible que en la mujer insatisfecha suele convertirse en soga que aprieta el corazón y lo amordaza hasta que la locura asoma sus incisivos y los clava en el cuello de la virtud. Y, entonces, ellas si se parecen a los personajes de cuento que esperamos ver desfilar cuando hacemos la ruta de las tazas blancas, arriba y abajo del Franco, a un lado y a otro ,pero ahora no es su momento, ellas no danzan en la soledad ni saludan al vacío, eso queda para los solitarios caminantes que desfilan por la muda alfombra de los vicios callados, consumidores de secretos, atletas mudos de labios leporinos y dentadura hueca, de lenguas dobladas hasta la asfixia y corazones de granito, de siluetas ignoradas por las miradas penetrantes de las niñas risueñas, y de los sueños vencidos por el sopor de la raza que derrota a los nobles y encumbra a los simples. Y son los muertos los que llaman desde Toural a Quintana, en procesión rigurosa de almas en fiesta, y yo mismo me integro en la fila, en posición intermedia, para que no se me distinga en medio de la filoxera de cuerpos que susurran muy bajo las oraciones devotas que puedan favorecerles ante el juicio de dios, y yo digo la mía, arrastrado por la corriente mística ,e invoco las plegarias infantiles que todavía recuerdo: avemarías, credos y ruegos, y las digo entre dientes, por vergüenza que tengo de pedir lo que ante todos niego, y es tal el contagio, que la razón no atina a recobrar la luz, es la marea de los espíritus poseídos por la fe ciega, ignoro si estoy vivo entre muertos o muerto entre vivos. Sé que nadie pensará que voy acompañado como nunca he ido, y así es, aunque no puedan verlo, y quien se asome a la ventana en incipiente duermevela, no podrá recrear ni candiles ni sábanas negras, ni escuchará el murmullo del coro de los rezos ni sufrirá la lacerante herida que se forma en los pies desnudos que arrastran collares de dolores viejos y solo observará el esqueleto de un ejemplar de su especie que parece que levita sobre las gastadas losas que moja la niebla. Llegaré a la Quintana, y los cuatro caballos del agua me ofrecerán su grupa para subir los escalones impares de Platerías, ignoraré que los orfebres duermen en sus camas de plata el pacífico sueño de la Azabachería y en la plaza cuadrada descansaré, esperando que las nubes se abran cuando la luna lo pida, para hacer sombra de sombras sobre mi alma vencida.
Me sentaré frente a la puerta jubilar, como un peregrino que ignora que lo es, rendido a las gárgolas de expresiones siniestras, que en la oscuridad creciente entreabren sus bocas por las que chorrean miserias, y no me moveré de mi sitio aunque la puerta se abra y el mismo santo desde su barca de piedra haga relumbrar el retablo con llamaradas de duelo, ni aunque cien órganos me llamen con impaciencia de amante para que bese la espalda de Santiago el inclemente, el que espera que el mito no se transforme en tiniebla para que caigan sobre la tierra luceros de neón que iluminen el camino como señal de que estos tiempos son reconocidos por el creador primero; en el nombre de Santiago, del que llegan ecos de edad media y olores a incienso, porque el botafumeiro oscila por encima de los tejados de Compostela y nos deja el aroma que se pega a la piel y se hace pigmento y navega por las arterias hasta el mismo cerebro, donde marca el territorio de la memoria con hierro de amo austero. Y todo eso lo sentía yo, traspasado por la fuerza invasora, luchando con pasiva intransigencia, negándome a mover un solo músculo, ni aun cuando un regimiento de ángeles y arcángeles me desnudara y me anunciara el reino de los cielos con estimulantes sones de trompetas celestiales; ese no era mi mundo, el mío era sucio y vulgar, un tejido de insignificancias, un collage de materia orgánica corrupta que se va asentando bajo los sobacos de ese coro de vivos que en la otra Quintana esperan su turno ,en filas superpuestas, formando escaleras, porque quieren tocar la campana de la torre berenguela, y de allí al infinito cubierto de estrellas; se han ganado el jubileo y con júbilo me abrazan y siento el sudor y el aliento de esos fantasmas que hoy no están, en esta madrugada oscura y ausente, en medio de esta quietud que es falsa moneda con la que comprar ese momento de tregua, antes de que amanezca y el sol empuje a las nubes para denunciar mi presencia. Entonces estaré preso de esa multitud, enjambre de ovejas, cuyo pastor demora entre dorados anclajes, el beso redentor que les salvará de la hoguera.


CAPÍTULO DIEZ

Me dijeron que el anciano dejaba viuda. ¿Estaríamos hablando entonces de dos muertes en vez de una? A través de Fátima conseguí el nombre y la dirección: Eulogio Castro, Calle Jiloca, número 6. Se trataba de una vivienda situada en uno de los barrios más pobres; una zona de clase obrera, marginada, no solo por la lotería de las obras monumentales que pretenden ser emblema de las ciudades, sino, además, condenada al olvido del mantenimiento mínimo, aquel que convierte un sitio habitable en un arrabal proscrito. La casa de Eulogio era una especie de bunker de fachada grisácea, tenia ventanas de madera desconchada, pintadas de un azul oscuro y desvaído, el tejado de uralita semejaba un postizo, un tupé de surcos negruzcos que descargaba en los días de lluvia una mezcla de agua y detritus, su chimenea emergía como un periscopio por el que los viejos en su recogido existir de topos oteaban un horizonte inhóspito. La casa vivía, como los dueños, la decadencia de los últimos años de su existir; seguramente era lo único que tenían, aquel modesto cubículo de planta única que había envejecido con ellos como un pariente rico venido a menos, al que se hubieran arrimado y del que una vez utilizado no se pudieran desprender. La puerta lucía un llamador macilento con forma de mano herrumbrosa, que al golpear la bola de hierro emitía un sonido entre metálico y afónico. Lo así con firmeza y noté como el orín se pegaba a la palma de mi mano; golpee tres veces, pero dentro no se oía nada. Volví a golpear dos veces más, hasta que un chirriar de bisagras anunció que la puerta se abría. Ante mi se hallaba una anciana que me miraba con ojos indiferentes. Vestía blusa y falda negras, y llevaba puesta una chaqueta de punto. Por la edad, en torno a los ochenta años, deduje que debía de ser la mujer de Eulogio. Del interior llegaba un intenso olor a pescado frito.
-¿Qué desea?- me preguntó.
-¿Vive aquí Eulogio Castro?-dije, esbozando una sonrisa.
-Llega tarde, hijo, mi marido murió.
-No me dijeron nada, lo siento. Venia de parte de la Cruz Roja. Pertenezco a un programa de ayuda social y me habían encargado que asistiera a don Eulogio durante dos horas al día-dije entregándole un papel que me había inventado.
Ella no le hizo caso y abrió del todo la puerta.
-No importa. Pero no se quede ahí, pase-me cogió del brazo y me hizo entrar.
-¿Cómo se llama usted, señora?
-Herminia- dijo.
-Lamento que nos conozcamos en estas circunstancias, Herminia. ¿Qué le ocurrió a Eulogio?
Tardó un poco en contestar, mientras se dirigía a una salita y se acomodaba junto a una camilla redonda. Me hizo un gesto.
-Venga, póngase a mi lado.
Obedecí.
-¿Me decía, usted?
-Le preguntaba por lo que le pasó a su marido.
Por primera vez se fijo en mí más detenidamente.
-Sabe lo que ocurre cuando se pierde a una persona con la que has vivido sesenta años. Es como si una parte de ti se muriera con ella. Eulogio y yo estábamos muy unidos, éramos un solo cuerpo y una sola mente. Cuando ocurrió el accidente, lo sentí como si me hubieran atropellado a mí. El corazón me hirió y supe que algo malo le había pasado. Yo, en los últimos meses lo dejé algo abandonado. Tenemos una hija que está muy delicada y vive sola. Ahora mismo está en el hospital y voy a verla a diario. Mi marido no me acompañaba, porque él, debido a la artrosis, casi no podía moverse. Esa es la razón por la que solicitamos un asistente. Ignoro que es lo que le movió a salir aquella noche, yo dormía profundamente y no me di cuenta de que se había marchado. ¿Qué es lo que le pasaba por la cabeza? Eso no puedo decirlo.
-Está insinuando que buscaba ese final- la interrumpí.
-No, hijo, no estoy diciendo eso. Estaba deprimido porque se sentía viejo e inútil. Era un hombre muy activo y llevaba mal el paso de los años, pero no al extremo de echarse encima de un coche para acabar con su vida.
-Supongo que ahora debe sentirse muy sola-le dije.
-No se lo puede imaginar.
Herminia se levantó y se acercó a una fotografía enmarcada, que colgaba de la pared.
-Aquí estamos, él y yo, el día de nuestra boda- me dijo con tristeza.
Era una fotografía en blanco y negro típica de la época, los novios posaban orgullosos delante del altar. Herminia mostraba una sonrisa donde se adivinaba la ilusión de un futuro por construir, Eulogio aparecía tan digno como un coronel supervisando el paso de la tropa.
-Se les ve felices.
-Entonces lo éramos, teníamos toda la vida por delante. Luego las cosas fueron a peor. Eulogio empezó con su mala salud y yo tuve que trabajar duramente para mantenernos. He tenido que servir a otros, limpiar lo que los señores ensuciaban, cuidar a niños insolentes y malcriados por sueldos miserables; pero no en las condiciones que las sirvientas tienen hoy en día. A mí no me hacían contrato ni me daban de alta en la seguridad social, en aquella época trabajábamos por poco más que el sustento. Además, muchas veces no te contrataban porque pedías un horario para poder estar con tu marido y tu hija, en la mayoría de los sitios solo querían internas. Por suerte pudimos juntar unos pequeños ahorros y eso, unido a lo que cobrábamos por la incapacidad de Eulogio, nos permitió comprar esta humilde casa y a mi dejar ese trabajo humillante.
-Pero usted fue maestra-le dije señalando un descolorido titulo de maestra nacional que estaba junto a la fotografía.
-Si, lo fui hasta el final de la guerra, después ya no me dejaron ejercer.
Herminia descolgó la fotografía y la estrechó contra su pecho. Sentí que mi obligación era decirle la verdad, cuál era la razón por la que estaba allí. Pero ni yo mismo lo sabía. De repente me invadió una sensación opresiva, las paredes se acercaban, el papel pintado dibujaba caras amenazadoras, los muebles: una cómoda pasada de moda, un sillón rojo extraordinariamente estrecho y una estantería barata abombada en alguno de sus estantes por el peso de libros irregulares, empezaron a girar como en un torbellino, el desagradable olor a fritanga tomaba posesión de mis fosas nasales.
-¿Se encuentra bien?
-Si, estoy bien-contesté-. Perdone, pero ya la he molestado bastante. Será mejor que me vaya.
La imagen de Herminia me recordó la de esas mujeres que aparecían en los medallones antiguos, esos colgantes que lucían las damas con preciosos esmaltes por fuera y que al abrirse dejaban ver el retrato del ser más querido. Solo que ella no llevaba el pelo recogido, ni se adivinaba su cuerpo entallado por un vestido de época. Su pelo cano y ondulado descansaba sobre los hombros, y su rostro ajado todavía chispeaba vida por los balcones de sus ojos claros.
-Antes de irme quisiera preguntarle algo-le dije.
-Pregunte lo que quiera.
-¿No quiere que se haga justicia? No le gustaría que cogieran al culpable y le castigaran por su grave imprudencia.
-¿Cambiaría eso las cosas? ¿Me devolvería a mi esposo? No, verdad, entonces qué importa, los que tengan que hacer justicia ya la harán, y si no ya se encargará Dios. Al final, todos pagamos por nuestras culpas, en este mundo o en el otro.
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Re: "Un joven cualquiera"(Primera parte. Cap.8,9 y 10)

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Me han emocionado mucho los tres capítulos, Ramón.
En el 9 la descripción del ambiente clerical, del incienso y de las particularidades del santo me han hecho llorar.
En el capítulo 10 la historia de Herminia me ha tocado. Luego vuelvo con calma para seguir comentando.

Abrazo y felicidad, amigo.
"Algo, en este tan vasto como innecesario universo,
ha de tener sentido: ninguna ecuación diferencial
siente. Pero, se sabe, en el principio
fue dicho: hágase la luz; y abrimos los ojos."


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Ramón Carballal
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Re: "Un joven cualquiera"(Primera parte. Cap.8,9 y 10)

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Muchas gracias, Hallie, por seguir con tanta paciencia este relato sin pretensiones. Abrazos.
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Ventura Morón
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Re: "Un joven cualquiera"(Primera parte. Cap.8,9 y 10)

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Una entrega que vengo a comentar ahora después de haberme acercado antes a leerla y con poco tiempo.
Me gusta siempre ese ambiente que imprimes, el lenguaje cercano, las historias que se hacen parte de la memoria, como si pudieran habernos pasado.
Es un placer leerte Ramón, gracias siempre por compartir y mis disculpas por la tardanza en venir

Abrazos
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Ramón Carballal
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Re: "Un joven cualquiera"(Primera parte. Cap.8,9 y 10)

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Hallie Hernández Alfaro escribió:Me han emocionado mucho los tres capítulos, Ramón.
En el 9 la descripción del ambiente clerical, del incienso y de las particularidades del santo me han hecho llorar.
En el capítulo 10 la historia de Herminia me ha tocado. Luego vuelvo con calma para seguir comentando.

Abrazo y felicidad, amigo.
Muchas gracias, Hallie. Un abrazo grande.
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Ramón Carballal
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Re: "Un joven cualquiera"(Primera parte. Cap.8,9 y 10)

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Ventura Morón escribió:Una entrega que vengo a comentar ahora después de haberme acercado antes a leerla y con poco tiempo.
Me gusta siempre ese ambiente que imprimes, el lenguaje cercano, las historias que se hacen parte de la memoria, como si pudieran habernos pasado.
Es un placer leerte Ramón, gracias siempre por compartir y mis disculpas por la tardanza en venir

Abrazos
Gracias, Ventura, se valora tu atención a este mejorable relato. Un abrazo.
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Re: "Un joven cualquiera"(Primera parte. Cap.8,9 y 10)

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Gracias, Hallie, Ventura, de nuevo, por la generosidad de vuestros comentarios. Un abrazo.
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