The big one

Cuentos, historias, relatos, novelas, reportajes y artículos de opinión que no tengan que ver con la poesía, todo dentro de una amplia libertad de expresión y, sobre todo, siempre observando un escrupuloso respeto hacia los intervinientes.

Moderador: Hallie Hernández Alfaro

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Pablo Ibáñez
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The big one

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The Big One


A mediados de julio llegaron a Norestia dos chicos australianos para hacer surf en la playa de Dieva. Recorrían el mundo en una destartalada furgoneta buscando las mejores olas, y conocían por las revistas especializadas la justa fama de la derechona de Dieva. Ese día yo estaba con mi tabla en la playa y me preguntaron algunos detalles sobre el lugar, abastecimientos, los mejores rincones para surfear, etc. Mi inglés no era muy bueno, pero sí algo mejor que su castellano, y a base de intentos, gestos y onomatopeyas, pude más o menos trasmitirles las informaciones que necesitaban, de lo que se mostraron muy agradecidos. Hacían una curiosa pareja: Kened era anglosajón puro, rubio, muy alto, y siempre sonreía y Jonah era de origen maorí, de rasgos nobles, moreno de piel y muy serio.

En cuanto a mí, ¡qué decir! Diecisiete espinas clavadas alrededor de mi frente, un adolescente loco del surf, enamoradizo y frágil. Recién había terminado el bachillerato con bastante brillantez –lo que por mi carácter brumoso y atolondrado no valoraba en su justa medida- y debía decidir aquel confuso verano mi confuso destino en la Universidad. Salía cada mañana de casa corriendo con el desayuno en la boca y la tabla bajo el brazo. En el portal me esperaba mi amigo Carlos; corríamos con todas nuestras fuerzas hacia el mar mientras mi madre, enfadada, me gritaba desde la puerta. El sol lamía las sombras de los techos bajos en la cuesta empedrada que llevaba a la playa. A lo lejos, la franja de horizonte marino dividía la inmensidad azul con su dentífrica blancura. El tacto de la arena caliente en las plantas de los pies, la brisa saturada de salitre, enervaban nuestros músculos jóvenes, nuestra piel tersa y bronceada que aún no sabía de arrugas ni de llamadas intempestivas a media noche. De un salto nos zambullíamos en las rompientes y comenzábamos a bracear agua adentro. Todo brillaba y hervía. Era imposible quedarse quieto.

De nuestra amistad con los australianos aquel verano aprendimos Carlos y yo todo lo que llegamos a saber sobre surf. Recuerdo como si fuera hoy el día que Kened nos habló por primera vez acerca de the big one. Así llamaban a la ola más grande del verano, una rara especie que solo se producía una vez al año en cada playa del mundo, cuya ocurrencia y calidad dependía de múltiples caprichosos factores: el viento, las mareas, la presión atmosférica, los desplazamientos de los bancos de arena de los fondos... Cuando Kened hablaba sobre the big one, se iluminaban sus ojos azules y sonreía más que nunca. Mientras, Jonah escuchaba silencioso, un tanto incómodo, como si la hemorragia verbal de su compañero revelara algún secreto solo para iniciados.

Un atardecer estábamos los cuatro sentados en la playa, susurrándonos estrategias de recolección de olas para el día siguiente. El sol moribundo anaranjaba el aire quieto de la orilla, que se mecía al vaivén cariñoso de las olas diminutas que anuncian la calma de la noche. A lo lejos, una pareja de novios jugaban a perseguirse, oíamos sus voces amortiguadas en la calima templada de Norestia. En el mismo momento en que la última hebra de sol se desvanecía en el horizonte, creí ver un fugaz destello verde que iluminó la línea apenas un segundo. Jonah se levantó de la arena como por resorte y aguzó sus ojos negros como para capturar el raro destello. Volvió la vista a su compañero y ambos se miraron unos segundos en silencio. Jonah asintió, muy serio, se dio la vuelta sin decir nada y comenzó a caminar hacia el pinar donde tenían aparcada la furgoneta.

- Vete a cama- nos dijo Kened, mientras se levantaba para seguir los pasos de su amigo-. Maniana, the big one.

Pero claro, yo era mucho yo por aquel entonces y, como era mi deber, no me fui a cama. ¡Tenía diecisiete años! De vuelta al pueblo nos cruzamos con unas amigas y decidimos tomarnos unas sidras en La Burla. Las chicas no paraban de hablar de los ausies, sobre todo del maorí, que al parecer estaba para mojar pan y había revolucionado el tráfico hormonal de la comarca. Otras preferían la sonrisa de niño de Kened, el rubiales, pero en general el severo misterio racial de Jonah se llevaba la palma de los grititos. Carlos y yo no teníamos nada que decir, naturalmente, así que nos limitamos a escanciar y empinar el codo, en la estéril esperanza de capturar algún rebote que cayera de la canasta de los sueños de antípodas a altas horas de la noche. No hubo rebote --o no sabíamos saltar a tiempo--, y a las once de la mañana me desperté en la playa con la misma camiseta, bañador y sandalias del día anterior. Carlos dormía repantingado a tres metros de mí. Una llamarada de sol nuevo saturó mis parpados rebozados de arena y me levanté rápidamente, escandalizado de mi propia estupidez. Me acoplé una mano de visera y registré la playa con ansiedad.

Desde la barra de oriente, una serie de potentes derechonas se dejaban caer lentas y elegantes hacia la orilla de poniente. El sol bruñía las redondeadas panzas de agua, que reventaban después en una fiesta de espuma blanquísima, que el viento fresco remontaba en un último aliento de energía. Giré aterrorizado. En la orilla, Jonah y Kened pulían tablas, aplicaban parafina, ajustaban inventos, calentaban músculos.

- ¡Carlos! ¡Despierta! ¡Vamos!

Corrimos al pueblo a por nuestras tablas, sudorosos y avergonzados. Carlos vomitó por el esfuerzo en lo alto de la cuesta y me dijo que no contara con él, prefería quedarse en casa aquella mañana escuchando la bronca de su padre. Yo entré en la mía con el mayor sigilo; no parecía haber nadie, aunque la puerta estaba abierta. Me dirigí a mi habitación y cogí mi tabla con las manos temblorosas. Cuando ya salía otra vez rápidamente a la calle, oí la voz de mi madre llamándome enfadada desde el piso de arriba. Bajó la escalera para detenerme, pero solo fue capaz de verme correr cuesta abajo mientras me insultaba gruesamente. Como en un sueño, oí a lo lejos la diminuta risita irónica de mi padre --la mejor cualidad que he heredado de él:

- Déjale... Ya aprenderá… No es mal chico…

Braceé para colocarme a la misma altura de rompiente en que ya estaban K. y J., pero llegué reventado. La cabeza me estallaba, el estómago se revolvía en desagradables arcadas que trepaban a la boca, sentía que me faltaba energía para subirme a una simple ola. ¡Y qué olas! No las había visto nunca, ni he vuelto a verlas, tan grandes en Dieva. Los ausies habían surfeado ya unas cuantas, pero los locales permanecían detrás de la rompiente, flotando a la expectativa, sin atreverse con ninguno de aquellos caballos de tres metros. A las doce de la mañana se levantó una serie de derechonas monstruosas, pero los maestros renunciaron a ellas. Jonah se irguió de rodillas sobre la tabla, mirando mar adentro ansioso, calibrando lo que parecía un orden prefijado. Cuando terminó sus cálculos, comenzó a emitir un extraño mantra, incomprensible –debía ser en lengua maorí-; parecía una oración, una especie de salmo de las olas. Se tumbó en la tabla y comenzó a bracear violentamente a estribor. Kened le siguió y yo también, a duras penas, porque temblaba de frío y el dolor de brazos era insoportable.

Entonces la vi. Era increíblemente grande, era bellísima. Avanzaba hacia la orilla lenta y majestuosa, casi paralizada, y a medida que avanzaba crecía y crecía en un susurro oceánico imposible de describir. Kened y Jonah clamaban el mantra mientras se iban colocando de espalda a la rompiente. Intenté llegar a su altura, pero los calambres de los brazos me resultaban insoportables, y cuando los primeros esbozos de espuma asomaban sobre la cresta, cuatro metros por encima de mí, estaba cruzado a la ola, sin ninguna posibilidad de cogerla. Kened hincó la primera rodilla en tabla y, al pasar a mi lado, me tendió una mano sonriente que agarré desesperado. Ese impulso fue suficiente para orientarme a la playa y, aprovechando la física de la vertiginosa pendiente que se formaba debajo de mis pies, pude levantarme a duras penas.

The big one se cernió sobre nosotros tres en una estructura tubular verde turquesa, lo suficientemente grande para alojarnos. El mantra maorí reverberó allí dentro con una solemnidad de bóveda. Pero lo más increíble fue lo siguiente: la refracción de la luz del sol en la finísima cortina de agua vaporizada interior formó un arco iris perfecto que rellenó el tubo de los siete colores primarios en toda su extensión. Jamás olvidaré aquella imagen.


Permanecí dos días castigado, sin salir de casa. Mi madre no paró de abroncarme todo ese tiempo, y mi padre pasaba a mi lado sin mirarme, sonriendo entre tierno e irónico. La primera tarde que pude salir caía sobre el pueblo una fina lluvia de agujas. La típica bandada de groseras nubes del verano norestio se había instalado sobre el mar, y todo aparecía gris y silencioso. Di un paseo por la playa desierta y me dirigí al pinar. En el lugar donde había estado la furgoneta de los chicos australianos solo quedaba barro.
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Ventura Morón
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Registrado: Mar, 29 Oct 2013 0:40

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Me he montado en esta ola, Pablo. ¡Cómo he disfrutado viéndola venir! La fuerza de la juventud, el riesgo no calculado de querer vivir la emoción verdadera, el ritmo de la orilla en espera, la carga del azul en todo su tonelaje y la posibilidad de ser parte de ese instante mágico. Traes toda esa fuerza iniciática en esta ola que parece insuflar desde su origen, toda su carga de futuro.
Un fuerte abrazo Pablo, que bueno que vinieras por aquí, amigo, enhorabuena por tus buenas letras
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Pablo Ibáñez
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Re: The big one

Mensaje sin leer por Pablo Ibáñez »

Gracias Ventura por tu comentario. Cinco años después.

Un abrazo, amigo.
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Ana García
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Registrado: Lun, 08 Abr 2019 22:58

Re: The big one

Mensaje sin leer por Ana García »

He disfrutado montada en esa ola y pensando en otra vida cuando la noche me atrapaba y perdía o casi algún momento familiar que ya no se volverán a repetir.
Tan bien escrito que he ido de tu mano por la playa, la gran ola y ese dolor muscular que nos deja de recuerdo algunos momentos.
Te felicito.
Un abrazo.
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Arturo Rodríguez Milliet
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Registrado: Jue, 05 Dic 2013 13:21
Ubicación: Caracas. Venezuela

Re: The big one

Mensaje sin leer por Arturo Rodríguez Milliet »

Tal como la ola, tu relato viene creciendo a medida que se acerca a nuestra playa para envolvernos, finalmente, en ese maravilloso túnel lumínico de tu narrativa. Disfrute mucho su lectura.
Un afectuoso abrazo.
Te presento a mi padre, el que está a su lado es mi hijo.
Si los sumas y divides entre dos, obtendrás su promedio...
ese soy yo. Mucho gusto!
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