Tras la batalla del amor - Jerónimo Muñoz

[Administración Alaire]

Los brazos duermen húmedos de mares o agonías
cansados de fluir por cauces polvorientos,
músculos horizontales que avanzaron persiguiendo quejidos,
reposan exánimes, lanzas o espadas, tras la invasión nocturna.

Los ojos se han cerrado, pero hay luceros insomnes que velan,
las luces desmayadas que se ocultan detrás de sus muros
se guarecen de la cálida lluvia que cae del amanecer
mientras los sueños reemplazan a la ceguera inevitable.

El cabello es un pozo de deseos donde el silencio flota,
un misterio de negros laberintos y leyendas ingenuas,
un potro rotundo, sin artificio ni falsedad alguna,
que pace, sosegado ya, en la albura impoluta de los páramos.

Las manos, que nunca pretendieron ser garras ni puñales,
rumian sus osadías, rememoran sus danzas sobre el fuego
y, ufanas de insolencias, bizarras y taimadas,
sonríen blandamente recordando la victoria.

Los labios, víctimas que vertieron su sangre indolora,
carne de cañón, soldados heroicos que murieron mil veces,
restañan sus heridas entre el humo y los trigales
y musitan lentamente un nombre repetido.

El pecho, sólo el pecho se mantiene joven,
despierto, palpitante, sediento de futuros,
ajeno a las heridas y a todos los fracasos.
El pecho es inmortal porque el amor lo habita.